UN MUNDO GRANDE Y TERRIBLE
POR
JULIO ANGUITA Y MANOLO MONEREO
“Lo culturalmente
correcto y su primo, lo políticamente correcto, han realizado juntos un desarme
unilateral de las ideas antagonistas que han asegurado lo que se ha llamado con razón y no por
casualidad, el orden constituido, el estado actual de las cosas” (Mario Tronti)
Antonio Gramsci
calificó como mundo “grande y terrible” al que le tocó vivir y en el que luchó
toda su vida contra la explotación y el fascismo. Las cárceles mussolinianas
acabaron con su vida de intelectual creador y activo dirigente comunista. Paco
Fernández Buey (1943-2012) hizo, en tres trazos magistrales, un resumen de la
vida y obra de aquel gigante filósofo y revolucionario. Recordémoslos. Para
Gramsci, la “filosofía de la praxis”, no era otra cosa que una herejía de la
“religión de la libertad” a la que se oponía con intención de superarla. Y así
intuyó, desde su realidad, que en el futuro el filósofo democrático y laico
tendría que seguir viéndose las caras con aquella. Es decir, que el pensamiento
y la acción transformadora deberían seguir siendo “algo más que liberales”.
La segunda y
actualísima aportación gramsciana fue la revalorización de la política en su
acepción más noble. Una concepción de la política como ética de lo colectivo.
La política, fundamentada en la ética, permite distinguir entre un partido
político y una mafia o secta; entre la política (propiamente dicha) y el
delito. La tercera aportación de Gramsci fue, y es, el desarrollo de un
marxismo especialmente centrado en la dimensión cultural de la lucha de clases,
las relaciones reales entre lo público y lo privado y la dialéctica entre el
internacionalismo y la persistencia de los sentimientos nacionales.
Hoy estamos también
mutatis mutandis ante un mundo “grande y terrible” con problemas radicales que
exigen saber interpretarlos buscando las líneas de fractura. El sistema mundo
vive hoy un momento fundante que exige una adecuación estratégica a las fuerzas
que siguen luchando por la emancipación social. Estamos ante una realidad que
se muestra adversa, difícil, conflictiva, inédita en muchos aspectos y de
crisis sistémica global; en España, además, de crisis del régimen forjado en la
Transición.
El mundo nuevo,
diferente y mejor que había prometido la globalización capitalista no ha
llegado ni llegará. A las recurrentes crisis financieras se añaden las
desigualdades, las guerras comerciales y el retorno (nunca se fue) del
proteccionismo. Es más, estamos a la espera de una nueva crisis y lo hacemos
como si fuera una ley natural: su llegada es inevitable y no tiene remedio. Nos
toca sufrir. Pero, si no proyectamos una acción estratégica contraria, nos
tocará también padecer bajo un fascismo administrador de la escasez.
La actitud de la UE
y de los países que la integran ante las víctimas de la emigración no sólo evidencia
la necesidad de una enmienda a la totalidad de la política europea y occidental
sino que, además y cual avestruz, quiere ignorar que a la inmigraciones hijas
del hambre y de las guerras (provocadas, casi siempre, por las potencias
occidentales como la de Libia) se sucederán las oleadas de gentes desalojadas
de sus territorio por el cambio climático y la subida del nivel de los mares.
¿Se piensa en ello?
Un segundo elemento
está también delante de nuestros ojos. Vivimos “una gran transición” geopolítica.
Vuelve la historia y se pone fin a los sueños de un imperium sin centro y sin
potencias hegemónicas. El conflicto entre China y EEUU apenas si está en sus
comienzos y marcará un largo ciclo y difícilmente se resolverá sin que actúe la
“trampa de Tucídides”, sin la guerra; esta puede adquirir muchas formas. El
momento lo podríamos definir así: la política es la continuación de la guerra
por otros medios. EEUU, con o sin Trump, sólidamente asentado en el hemisferio
occidental, no aceptará la presencia de un Estado que le dispute la hegemonía
en el hemisferio oriental (ni en el resto del mundo). Llegarán hasta el final.
Un tercer elemento
tiene que ver con la crisis ecológico social del planeta y sus derivas. Para no
olvidar: Manolo Sacristán habló ya de crisis civilizatoria del capitalismo, al
menos, desde 1973; él y sus amigos dedicaron a esta cuestión una parte
significativa de sus biografías ( Adinolfi, Fernández Buey, Candel, Capella,
Ríos, Aubet, Sempere, Doménech, Recio, Riechmann, Grau…) No nacimos ayer y
difícilmente encontraremos el camino si no sabemos de donde venimos. La crisis
ecológica es hoy incuestionable. Los límites del planeta se han sobrepasado
ampliamente y sus consecuencias pueden hacerse irreversibles. La barbarie, en
muchos sentidos, ya ha empezado. Ahora, de lo que se trata es de frenarla (si
estamos a tiempo) y cambiar sustancialmente de posición.
El cuarto elemento
significa una novedad histórica radical. Como decía Aníbal Quijano, el llamado
descubrimiento de América significó, a la vez, el triunfo del capitalismo, de
la modernidad, y del racismo. Han sido cinco siglos de hegemonía político
cultural de occidente; esto hoy está terminando. No sabemos si habrá otras
“modernidades”. Lo que parece seguro es que la que hemos conocido mutará
radicalmente. El mundo aparecerá en su diversidad y habrá que interpretarlo de
otra manera. Nos quedan muchas cosas que ver, que redescubrir. Pronto amanecerá
África y sus varios horizontes de sentido.
Se podría ampliar
lo dicho, pero nos interesa, por ahora, los trazos gruesos. Llegará el momento
del pincel fino y de distinguir las luces de las sombras. Frente a eso, ¿qué
aparece? Para nosotros, una etapa que definimos como “momento Polanyi”. Como es
conocido, hace referencia a la reacción de los estados y las sociedades al
predominio de la mercantilización capitalista del conjunto de las relaciones
sociales. Nancy Fraser ha hecho un análisis más complejo de este momento. Por
cierto, la conocida marxista norteamericana habló hace muchos años de que estamos
en una etapa post socialista. Ahora volvemos a ello.
“Momento Polanyi”,
etapa post socialista. Hay tres cuestiones que diferencian esta fase de la
anterior: a) la cuestión del ideario o del punto de vista; b) el sujeto y los
sujetos de la ruptura y c) el lugar, el Estado-nación. Las cuestiones, como se
verá, desbordan los límites de un artículo como este. Nos interesa el debate en
serio y que sea lo más accesible para las personas. Las tres están muy
relacionadas y tienen que ver con las discusiones en torno a la globalización.
La primera cuestión, la del ideario, nos parece la más significativa. Por
primera vez, en varios siglos, el socialismo, como sociedad alternativa al modo
de producir, vivir y consumir del capitalismo, ha desaparecido del sentido
común de las clases trabajadoras. Se pueden discutir límites, geografía y hasta
topología, pero lo sustancial, para los comunes y corrientes, es que el
capitalismo no tiene alternativa. Esto pesará durante mucho tiempo sobre
nuestra cultura política. Volver a situar el socialismo en la agenda no será
fácil.
Sobre la clase
obrera y sus circunstancias se ha escrito mucho y no siempre bueno. Entre
fuerzas políticas alternativas y militantes obreros hay consenso en que las
clases trabajadoras han perdido centralidad, han sido desarticuladas
internamente y su papel como sujetos del cambio ha perdido relevancia. Pero la
clase obrera no ha desaparecido y seguirá siendo un sujeto imprescindible para
la transformación social. Nadie duda de las dificultades del sindicalismo de
clase, de la acción colectiva y del protagonismo de un actor que ha ido
perdiendo peso político y capacidad de hegemonía. Los límites entre voluntad y
voluntarismo se han estrechado mucho y se entremezclan con un artefacto
mediático cultural que invisibiliza a las trabajadoras y a los trabajadores. Es
parte de la cultura dominante. Lo que parece inadecuado es dar a la clase
obrera por perdida y no intentar, en serio, echar raíces en las viejas y nuevas
figuras que componen el heterogéneo mundo del trabajo.
Las recientes
elecciones europeas no despertaron demasiado entusiasmo y la polarización
buscada (todos contra los populistas de derechas) dieron escasos resultados. Se
trataba de organizar el frente Macron-Tsipras. A final, se repartieron el poder
Francia y Alemania y a nosotros nos tocó un consuelo llamado Borrell. Había un
consenso fuerte: la Unión Europea es la única alternativa posible y los Estados
nación, artefactos históricos sobrepasados y carentes ya de fundamentos
histórico sociales. Todo lo demás es secundario; es decir, las asimetría de
poder interno, las relaciones centro y periferia, la descarnada hegemonía
alemana, la constitucionalización de las políticas neoliberales, las
desigualdades sociales y el predominio de la oligarquía financiera, la
escandalosa supeditación a la política exterior norteamericana. Lo dicho,
secundario y reafirmar, una y mil veces, la hipótesis federalista: los Estados
Unidos de Europa como grandioso objetivo.
En la UE se da eso
que Danilo Zolo llamó “analogía interna” o “analogía doméstica”. La integración
europea se intenta explicar de modo simple y sin contradicciones. Se coge como
modelo el Estado nación que, con mediaciones diversas, se trasplanta a la
futura construcción europea que será un Estado, pero supranacional; es decir,
deberá tener el monopolio de la violencia legítima, un sistema judicial
unificado, un sistema fiscal propio, seguridad social y relaciones laborales
comunes, los mismos servicios públicos (sanidad, pensiones, educación). Y un
sistema monetario único, que ya tenemos en la mayoría, configurado como
dispositivo-vanguardia para el disciplinamiento de las economías estatales
–especialmente las periféricas- desde los criterios marcados por Alemania y
gobernados por la mano férrea de un Banco Central omnipotente y, por lo que se
ve, omnisciente. Es curioso que la tecnocracia neoliberal requiera, para
imponerse, de una ingeniería política jamás soñada por los planificadores
soviéticos. Nada más y nada menos, que desmontar Estados con trayectorias de
siglos, desarticular sociedades presuponiendo una homogeneidad cultural y
social al servicio de una Unión Europea sin pueblo, sin soberanía y sin poder
constituyente.
La llamada
estrategia funcionalista de construcción europea ha cumplido holgadamente su
papel que no era otro que desposeer a la soberanía popular de los diversos
Estados de la Unión de su soberanía económica y monetaria. Los Estados Unidos
de Europa es ideología, falsa conciencia. Funciona y agrupa a una élite
compacta que la UE organiza y legitima. Son los triunfadores de la llamada
globalización que necesitan poner fin a las democracias basadas en el
conflicto, la regulación del mercado y del Estado social. Lo que se está
construyendo no es un proto Estado sino una forma de dominio al servicio de los
poderes económicos gobernada, en último lugar, por Alemania. Se suele citar
mucho a Hayeck, pero se olvida una cosa importante: defendió un federalismo
económico que le quitara a la soberanía popular el control de la economía, pero
se opuso con igual fuerza a un súper Estado europeo. Es necesario subrayar este
punto: los Estados de la UE no se van a disolver, se seguirán manteniendo como
forma de dominio y de control social. De lo que se ha tratado siempre es de
amputar la soberanía de los Estados en aquello que pudiera beneficiar al movimiento
obrero organizado, a la ciudadanía desfavorecida y a las políticas alternativas
al neoliberalismo.
Hay que volver, de
nuevo, a Polanyi y a Fraser. La tradición de los grandes partidos marxistas
europeos lo tuvieron claro desde la II Guerra Mundial: la construcción del
socialismo en torno a un bloque histórico hegemonizado por las clases
trabajadoras; el Estado nación como fundamento y la vía democrática como medio.
Se podría decir hoy que es demasiado simple, pero se trató de una estrategia
bien fundada y con un gran consenso de masas. La clave era una clase obrera y
un bloque de fuerzas políticas y sociales con voluntad de gobierno y de poder
en una perspectiva de ruptura con el capitalismo.
La idea de un
sujeto político y social europeo alternativo a esto es, a nuestro juicio, un
enorme error. A las pruebas nos remitimos: ¿Cuántas huelgas generales ha
convocado la Confederación Europea de Sindicatos? ¿Qué prácticas alternativas
de masas han organizado las clases trabajadoras más allá de sus países? ¿Por
qué una izquierda que pretende hacerse europea es cada vez más débil y los
nacionalismos de derecha, de extrema derecha u otros supuestamente
emancipadores campan por doquier? ¿No hay relación entre este tipo de
integración europea, la degradación de nuestras democracias y la pérdida de
peso de las clases trabajadoras y de la sociedad? ¿No es paradójico que, a más
integración europea, más dependencia de EEUU y menos capacidad para ser un
sujeto autónomo en unas relaciones internacionales que cambian aceleradamente?
Solo con metáforas
y con caricaturas de la realidad no se hace política. El Estado nación siempre
ha sido necesario y, a la vez, insuficiente; imprescindible y necesitado de una
visión internacionalista. Su transformación marcará toda una etapa histórica y
estará ligada a una democratización sustancial de las relaciones sociales.
Defender el Estado democrático, la soberanía popular y los derechos sociales,
no solo no es incompatible, sino que obliga necesariamente a una perspectiva
internacionalista; es más, diríamos que europeísta en el sentido que De Gaulle
pudo definir como tal; es decir, los Estados nación, la patrias, los pueblos,
deben de convertirse en los auténticos sujetos de un proyecto civilizatorio,
internacionalista y solidario de una Europa europea –no limitada a la UE
actual- que quiere construir un nuevo mundo más justo, democrático y en paz.
Sabemos, con mucha
precisión, que una salida socialista a la catástrofe que nos amenaza, necesita
de una palanca sólida que, para nosotros, son bloques históricos sociales que
construyen pueblo, patria y soberanía. El internacionalismo solo será real si
se opone a los nacionalismos excluyentes, a la globalización y defiende unas
clases trabajadoras que convergen en una humanidad radicalmente diversa.
Cuesta creer que
defender estas cosas pueda ser entendido como una provocación. Hay nostalgia,
sin duda. La nostalgia de un siglo XX que puso contra la espada y la pared al
capitalismo imperialista. Esta herencia de éxitos y fracasos es la nuestra y,
sin ella, nunca edificaremos un futuro de liberación social y nacional. Antes
hemos dicho que colocar de nuevo el socialismo en la agenda de nuestras
sociedades será una tarea muy larga y costosa, pero necesariamente hay que
partir de un dato de la realidad: esta sociedad está avanzando en la barbarie
y, o construimos desde abajo una alternativa políticamente viable, o seremos,
irremediablemente, derrotados. Seguimos defendiendo una estrategia
nacional-popular basada en la construcción de poderes sociales, fortaleciendo
la unidad desde abajo que fomente el trabajo voluntario, y la auto organización
social. Creemos que la izquierda, junto con todas las fuerzas sociales,
políticas y culturales que todavía quieren confrontar con la barbarie actual y
la venidera, debería volver los ojos al político sardo y prepararse para
organizar una resistencia ofensiva en la que el componente ético y
programáticamente alternativo sea inexcusable de su existencia.
Apostamos por el
topo que sigue actuando bajo la tierra, sin olvidar lo que Lucio Magri nos
decía: no olvidéis que el topo está casi ciego.
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