EDDY MERCKX, EL MITO QUE
NACIÓ EN MOURENX
MARCOS PEREDA
Se queda, el líder
se queda. Por primera vez en todo el Tour de Francia muestra fisuras, pierde
unos metros con los demás, torna humano. Solo que la imagen es extraña.
Incomprensible. Por delante Martin van den Bossche ha cogido un poco de
ventaja, parece que coronará en solitario. Pero Martin es gregario del líder, y
no lo espera. No hace falta. El maillot amarillo empieza a mover las piernas
con esfuerzo, como si estuviera aplastando adoquines con sus pies. Ha cambiado
de desarrollo. Mientras todos llevan metido el plato de 41 dientes, él acaba de
engarzar el grande, el de 52. Por eso sus revoluciones parecen ir a cámara
lenta. Por eso su velocidad se va haciendo cada vez más y más grande. Pasa a
todos sus rivales. Impotentes, miran a otro lado, no es su guerra, ya no es su
guerra. A apenas un centenar de metros de la cima llega a la altura de Martin.
Lo mira fijamente. Y demarra con violencia.
Eddy Merckx cruza
la cima del Tourmalet.
Es el comienzo de
todo.
Aquel 15 de julio
de 1969 el Tour de Francia está decidido. Tan solo restan las migajas, la
victoria de etapa, los laureles que regalan viejos mitos hechos de piedra y
nubes. Eddy Merckx, un chaval que cumplió los 24 años hace menos de un mes,
está gobernando la Grande Boucle con mano de hierro. Es un ogro, un dictador,
el más ambicioso de los megalómanos. Nada escapa a sus anhelos, a su necesidad
casi patológica de ganar cada segundo, cada sprint, cada premio por pequeño que
sea.
Ese año el belga
está completando la que seguramente sea su mejor campaña. Victoria en
París-Niza, Milán-San Remo, Lieja-Bastoña-Lieja, Tour de Flandes. Tan solo dos
presas han escapado a su voracidad. París-Roubaix, donde fue segundo detrás de
Godefroot. Y el Giro de Italia. Ay, el Giro de Italia… Allí pasó lo de Savona.
Por no extendernos, expulsado al dar positivo en un control antidoping, Merckx
lloró, primero; clamó por su inocencia, más tarde. Después, sencillamente,
apretó los dientes y preparó su venganza…
La gran etapa de
los Pirineos. La de siempre, la más clásica. Cuatro puertos, uno detrás de
otro. Peyresourde, Aspin, Tourmalet, Aubisque. Principio en Luchon, final en
Pau. Solo que esta vez los ciclistas se quedan en Mourenx, a una treintena de
kilómetros de la villa borbónica. Da igual. Nadie espera demasiado de la
jornada, más allá de otra victoria de Merckx al sprint. Como mucho una fuga
consentida, como las de Delisle o Agostinho los últimos días. Nada más. Eddy ha
sacado tiempo a sus rivales en absolutamente todas las etapas importantes del
Tour. Desde el prólogo, segundo, hasta el Portillon, pasando por las llanuras
belgas y holandesas, los Vosgos, los Alpes, la pequeña colina del Espigoulier
asomándose a Marsella. El segundo de la general está a más de ocho minutos.
Todo sentenciado.
Solo que…
Solo que él es Eddy
Merckx. Lealtad y ambición. La segunda lo arrastra, la primera lo mantiene
estable, fija su mente al mundo. Salvo cuando se siente traicionado. Entonces
es su espíritu el que vuela en solitario. Sin cadenas. Sin frenos.
Y el 15 de julio de
1969 Eddy Merckx nota un vacío en su estómago. Unas horas antes, en el hotel,
Martin van den Bossche, su hombre de más confianza en la Grande Boucle, le ha
dicho que deja el equipo. A partir del año que viene correrá para la
Molteni: “Eddy, ellos me ofrecen más
dinero y la posibilidad de ser jefe de filas. Anoche firmé el contrato en
Superbagnères”.
Por eso Merckx
reacciona con violencia al ver a su equipier adelantarse unos metros en pos de
la cima del Tourmalet. El viejo puerto, el más legendario, el que más historia
ha visto. No, no iba a dejar que Martin lo coronase en cabeza, no después de lo
que ya sabe. Acelera, mira de reojo al flamenco, pasa antes que nadie por la
curva a izquierdas que marca la cima.
Y se lanza en el
descenso como si todo estuviera en juego aún.
Quedan 140
kilómetros hasta la meta.
En Esterre, Merckx
tiene solo 45 segundos de ventaja. Guillaume Driessens, su director deportivo,
acerca el coche. Para, espera, dice. A ellos. A los demás. Él no quiere.
Goddet, el viejo Goddet, lo tiene claro. “Eddy sintió lo ridículo que sería
esperar. No, más aún. Lo indigno que sería esperar”. Así que no lo hizo. Apretó
y apretó en el valle, y empezó a subir el Aubisque con casi el doble de
adelanto. Ahí, al fondo, la leyenda.
Merckx escala las
pendientes del puerto venerable como si no hubiera un mañana, como si en
realidad eso, lo que está protagonizando, fuese un duelo a vida o muerte y no
una hazaña incomprensible, innecesaria. Pasa en solitario por el Circo de
Littor, rumia el verde soleado más allá de las rocas. Serán cinco minutos los
que tenga en Aubisque, cuando empiece a bajar con Eaux-Bonnes en la mente.
Desde ahí hasta la meta quedan setenta kilómetros.
Al día siguiente un
chascarrillo recorre el pelotón. Un chiste, uno que se cuenta a espaldas de los
ases, no vaya a ser que se molesten. ¿Sabes que han sancionado a Poulidor y
Gimondi con 100 francos? Sí, por subir el Tourmalet agarrados a un camión. ¿Y
Merckx? Oh, Merckx….Merckx es el que arrastraba el camión con una cuerda…
A la altura de
Laruns, Eddy Merckx empieza a mostrar signos de cansancio. Su pedalada deja de
ser redonda, su mirada se nubla, los hombros se mueven en un vaivén que hace
presagiar lo peor. ¿Habrá sido demasiado osado? ¿Estará a punto de perder ese
Tour que solo su desmedida ambición podía arrebatarle? Driessens se acerca a su
pupilo. No hay palabras. El gesto ausente de uno, el rostro preocupado de otro.
Le pasa una ponchera. Va llena de champán. El ritmo vuelve a crecer, la sonrisa
asoma a los labios del ciclista siempre serio. Redobla sus esfuerzos. Disfruta
con ese gozo en el sufrimiento que se ha autoimpuesto. Debe superar las
inmensas rectas que alejan al mundo de los Pirineos, que van dibujando lomas
cada vez más redondeadas, puentes de piedra, pequeños villorrios aquí y allá.
Terreno perfecto para un pelotón que persigue. Qué más da. Todo lo puede, él,
todo lo puede.
Llegará a Mourenx
destacado, claro. De los 214 kilómetros de la etapa ha hecho 140 en solitario.
Siete horas sobre la bicicleta, más de cuatro sin otra compañía que su sombra y
sus jadeos. Los siguientes clasificados entran a ocho minutos. Dancelli, su
compañero van den Bossche, Bayssiere, Pingeon, Pulidor, Theilliere, Simmermann.
Los otros, todos, pierden por encima de los catorce minutos. Solo 24
competidores llegan a menos de media hora… El destrozo es impensable, épico,
inconcebible. Por grandioso, sí, pero también (y quizá sobre todo) por
innecesario.
Eddy Merckx atiende
a los periodistas. “Espero que después de hoy se me considere un ganador
digno”, dice, respondiendo a quienes (Pingeon, van Looy) habían puesto en
entredicho su victoria. Nadie más osará hacerlo. Nunca. Desde Mourenx, Eddy
Merckx será, siempre, el gran favorito allá donde corra. El tipo más odiado.
Aquel a quien todos temen.
Lo explicó mejor
que nadie Antoine Blondin, que desgranaba imágenes cada mañana de julio en
L´Equipe: “Desde ayer los Pirineos son, para nosotros, el planeta Merckx”.
Y luego siguió
hablando de la Luna, y de astronautas, y de cosas banales. De las que importan
menos.
De las que no son
Merckx.
No hay comentarios:
Publicar un comentario