LA PERSECUCIÓN A LULA EN BRASIL ES
UN GOLPE BLANCO
EMIR
SADER
El último intento de golpe militar en América Latina no resultó.
Fue contra Hugo Chávez en 2002. Fue secuestrado por mandos militares, llevado a
una isla y aislado, mientras el entonces presidente de la asociación de
empresarios asumía la presidencia, junto a los propietarios de los medios
venezolanos, en una fiesta típica de las oligarquías golpistas
latinoamericanas.
Pero la fiesta duró poco. Como el pueblo supo lo que ocurría,
tomó el palacio y expulsó al presidente de la asociación de empresarios, así como
a los dueños de los medios. El presidente más breve de Venezuela tuvo que
abandonar el palacio y el país, mientras que Chávez volvía a la presidencia en
brazos del pueblo.
A partir de aquel momento, la derecha latinoamericana se adhirió
a golpes blancos. Se ha valido de procesos políticos incipientes, con algunas
medidas antineoliberales, pero todavía sin una configuración plenamente
definida, sin apoyo parlamentario, para derribar a sus líderes. Sucedió así con
Manuel Zelaya en Honduras o con Fernando Lugo en Paraguay.
Con acusaciones sin fundamento, pero intensamente difundidas por
los medios, han generado un clima favorable a la votación del impeachment de
los presidentes. En el caso de Zelaya, con su secuestro y traslado hacia Costa
Rica. En ninguno de los dos casos las acusaciones fueron comprobadas, pero la
operación ya estaba hecha y aprobada por la Justicia de los dos países. Los
golpes blancos estaban dados.
Los golpes blancos fueron condenados ampliamente, puesto que sus
gobiernos fueron suspendidos de los organismos internacionales a los que
pertenecían –OEA, Mercosur, Unasur-, hasta que la legalidad institucional fuera
restablecida con nuevas elecciones. Incluso porque hay consenso en el
continente de no reconocer a gobiernos que asuman rompiendo la legalidad por
medio de golpes de Estado, aun los considerados blancos. Las elecciones se
realizaron en esos países, pero los candidatos apoyados por los lideres
depuestos no lograron triunfar, incluso con unas elecciones fraudulentas, en el
caso de Honduras. En el caso de Paraguay, la división de las fuerzas que habían
apoyado a Lugo dificultó también un triunfo electoral. No hay por tanto
condiciones para que los golpes blancos sean aceptados en el consenso político
democrático en América Latina.
Brasil es un caso típico de derrota de la oposición en
elecciones plenamente reconocidas por sus participantes, en las que la
oposición insiste en buscar pretextos para un impeachment de la presidenta
Dilma Rousseff. No han encontrado ningún pretexto, pero insisten en el intento,
como una forma de hacer sangrar al Gobierno y de prolongar la inestabilidad
política en el país.
Asimismo, a la oposición no le bastaría con lograr eventualmente
derribar a la presidenta con un impeachment, porque en unas nuevas elecciones
el favorito es Lula. De ahí que sea parte del golpe blanco buscar sacar a Lula
de la disputa electoral, mediante acusaciones igualmente sin fundamento, pero
contando con sectores de la Justicia que maniobran para forjar pruebas, con
medios al servicio del golpe y con una Policía Federal que se somete a
operaciones brutales de represión de forma arbitraria.
Por ello, la defensa de Lula se ha vuelto no sólo la defensa del
líder más grande, popular y democrático que Brasil jamás tuvo, sino también la
lucha en contra del golpe blanco y la defensa de la democracia en el país.
Atacar a Lula forma parte de los intentos de golpe blanco que los nuevos
agentes dictatoriales intentan imponer al país. Estos necesitan ser derrotados
en todos los aspectos, porque la democracia brasileña no sobrevivirá con esos
agentes dictatoriales. Brasil necesita de líderes legitimados por el apoyo
popular, cuya presencia en la vida política cotidiana fortalece a la democracia
y hace renacer la esperanza de que Brasil pueda retomar la vía del desarrollo
económico con una distribución de la renta, que tanto bien hizo al país y a lo
brasileños.
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