GRACIAS, SEÑORA CIA
·
DAVID
TORRES
A lo largo de mi
vida he oído ya muchas veces el mismo mantra repetido en diversas variantes:
“tú no sabes lo que es vivir una guerra”; “somos la primera generación de
españoles que no vamos a vivir una guerra”; “por suerte, en Europa ya no hay
guerras”. Ocurre que la guerra, como dijo el juez Holden en Meridiano de
sangre, siempre ha estado ahí: “Antes de que el hombre existiera la guerra ya
lo esperaba”. Nunca pasa de moda, así sea vestida con palos y piedras, con
hachas de hueso, con lanzas de bronce o con espadas melladas. En 1139, en el
Concilio de Letrán, el Papa Inocencio II prohibió el uso de la ballesta por
considerarla un arma diabólica. El 1 de julio de 1916, durante el primer día de
la batalla del Somme, los soldados británicos al asalto de las trincheras
alemanas sufrieron más de 50.000 bajas sólo porque los generales todavía no
habían comprendido el lenguaje tartamudo y mortal de las ametralladoras. En
agosto de 1945, cuando los pobres civiles ya se habían acostumbrado a soportar
bombardeos, los cielos de Hiroshima y Nagasaki estallaron con un resplandor
semejante a mil soles.
Desde entonces
la humanidad creyó que el siguiente conflicto sería un horror atómico, un
borrado general de la especie en que dejaríamos el planeta en herencia a ratas
y cucarachas. El mundo contuvo la respiración durante la crisis de los misiles
cubanos y fantaseamos con la posibilidad de la destrucción general animados por
un temor que quizá ocultaba un deseo secreto. Pero la especie no tenía ninguna
gana de cancelar el juego mientras seguía despellejándose meticulosamente a
base de matanzas locales. A cada generación humana le ha tocado vivir una
guerra -una por lo menos- y la única característica común a todas ellas es que
ninguna se parece a la anterior. La época de las guerras napoleónicas dio paso
a la guerra de trincheras y de la guerra de trincheras con defensas estáticas,
se pasó al blitzkrieg. La nuestra, la guerra que nos ha tocado vivir y en la
que llevamos inmersos más de una década, es una derivación de los conflictos
imperialistas en Oriente Medio, una guerrilla terrorista urbana que dio
comienzo oficialmente el 11 de septiembre de 2001 con el ataque contra las
Torres Gemelas. A todo el mundo le sorprendió, aunque lo vivimos como una
película anunciada desde mucho tiempo atrás. Lo raro es que no hubiese ocurrido
antes, después de los sanguinarios golpes de estado promovidos por la CIA en
Irán, Guatemala, Indonesia, Grecia o Chile.
Debemos
agradecer una vez más a la CIA que ayer las calles de Bruselas se tiñeran de
sangre y que toda Europa ande acojonada de miedo. Del mismo modo que Bin Laden
aprovechó a fondo el entrenamiento proporcionado por el ejército estadounidense
en Afganistán, los mercenarios del Daesh, antes ISIS, no dejan pasar la ocasión
de devolver los favores prestados por sus patrocinadores saudíes y por el
desmantelamiento de las fuerzas de Sadam en Irak. Cuando Hollande, tras los
atentados de noviembre en París, amenazó con bombardear al ISIS, se olvidaba de
que la aviación francesa ya había bombardeado campos de entrenamiento en Siria
un par de meses antes. Las bombas no explotan porque sí, porque lo diga Alá o
porque a un talibán se le caliente la barba. El espanto, la atrocidad que
estamos viviendo en Europa en los últimos años (Madrid, Londres, París,
Bruselas) no es más que una metástasis de la devastación causada en Alepo, en
Kabul, en Bagdad. Millones de muertos, millones de refugiados, millones de
huérfanos. Sólo en el último mes se contabilizan una docena de atentados
terroristas en el mundo (dos en Siria, tres en Somalia, dos en Turquía, uno en
Costa de Marfil, uno en Nigeria, uno en Pakistán, uno en Irak), pero para
nosotros sólo cuentan las víctimas europeas. Donald Trump, el infernal
papanatas que los republicanos han elegido como candidato, ha hecho una
pregunta que destapa el hedor de su lógica racista e islamófoba: “¿Se acuerdan
cuando Bruselas era bonita y segura?” El problema no es que no recordemos cómo
eran Irak o Siria antes de que los estadounidenses empezaran a meter las narices
allí. El problema es que no nos acordamos de nada.
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