CIUDAD ENSIMISMADA
(Del libro ESCRITOS 3)
José Rivero Vivas
En San Andrés vivimos ocultos a la mirada
de El Teide. Hay una montaña enorme que nos veda su visión; por tanto, no
recibimos el influjo de su magnetismo. Por eso, cuando éramos niños, suponía
una gran fiesta ir al encuentro de esa vista que nos impedía la situación de
nuestro pueblo. Así, yendo de pillerías, nos colgábamos de la escalera de la
guagua, desde la parada hasta la rambla, y, después, hasta el arranque de la
cuesta en la Muralla Grande. Como resultaba difícil apearse en marcha, la
consigna era llegar hasta el punto en que el conductor cambiaba de velocidad,
lo que percibíamos gracias a la fineza de oído que nos propiciaba el restallido
de las olas batiendo contra el bajío, la arena y el callao limpio, cuando no
alcanzaba al rompeolas, alargado tajamar que protegía su embestida en tiempo
sur y mar de leva. Justo en este sitio había que desasirse de la escalerilla que
llevaba a la baca, saltar hábilmente diestro y correr rápido hacia el risco,
evitando el vehículo posterior, así como el que venía en sentido contrario.
Ya,
desde entonces, se me aparentaba Santa Cruz una cara semidormida, como de
párpados entornados, que intentara proteger sus ojos de los reflejos del sol
sobre la faz marina.
*
Santa
Cruz ha crecido mucho últimamente. Su demarcación llega hasta los Roques de
Anaga, lo que significa que toda la cadena montañosa pertenece a la ciudad.
Ignoro si esta relación es de ciudad-estado o distrito federal, a la usanza de
Méjico o Buenos Aires; acaso sea la de Région Parisienne, aunque, pensar en
Chamorga o Las Casillas que se está en la Banlieue, no parece muy acertado.
Pero esto es cuestión de administración y de autoridad competente. A lo que iba
es que San Andrés es asimismo Santas Cruz, y yo, personalmente, confieso que no
lo siento así. Son muchos los aspectos que nos diferencian y marcan identidad
definida, pues, hasta nuestro dejo al hablar es más cantarino y cadencioso;
pero, continuar enunciando nuestra diversidad nos llevaría demasiado tiempo,
entendiendo, además, que no es el momento oportuno para ello. El tema de hoy
versa sobre Santa Cruz, y a él debo ceñirme. Por ello, aunque San Andrés es
lugar de inspiración y aun de localización de algunas de mis obras -La Magua y
otras, tal vez disfrazadas-, considero que merece capítulo aparte, extenso y
detallado. Ahora debo volver al punto de partida.
En un día cualquiera, de invierno o de
verano, de primavera o de otoño, al coger la guagua para venir de San Andrés a
Santa Cruz, continúo esperando con excitación el momento en que el coche gira
en la Punta del Valle y da cara a todo Añaza, desde aquel límite hasta el Valle
de Güímar. En lo alto, si el cielo está despejado, asoma El Teide, con idéntica
imagen a la que mostraba cuando, de niño, iba a la Muralla Grande para contemplar
su estampa y recibir su benéfico influjo. Siento como un regocijo en mi
encuentro con su figura, y, al cabo de unos segundos, aparto mi vista y
contemplo Santa Cruz, que se me antoja recostada sobre la amplia falda en que
está asentada, simulando una ciudad ensimismada, de ojos semicerrados. No en
largo bostezo su semblante, sino adormilado, desinteresado de cuanto acaece en
torno; resguardado, quizá, de que se pueda sospechar su pensamiento y
apreciación de cuanto bulle en su seno.
Su estar ensimismada, o mismada en sí, es
acaso lo más sugestivo de toda ella, o lo que más sugiere inclinación hacia
esta ciudad, que aparece por doquier atrabancada; no en desorden ni confusión,
sino falta de colocación y correcta disposición. Ello debido a que somos desarreglados;
aunque no tan espontáneos como se presume, sino dejados, cómodos, indolentes
respecto de nuestro entorno. De aquí nuestra lamentable negligencia y descuido
hacia su presencia, pese a la ostensiva pretensión de tanto cariño por su ser, considerado
entrañablemente nuestro.
Su
ensimismamiento, sin embargo, no se origina en puro azar; se trata más bien de
concepción significativa, intencional, como si nuestra filosofía nos indujera a
no desvivirnos por nada, por entender que nada merece la pena preocuparse hasta
el punto de sumergirnos en profundo desasosiego.
También
es verdad que el confinamiento a que nos somete el medio puede ser causa que
motive este sentimiento de desidia y nadería. Tenemos por detrás ese altozano,
o pina ladera, que hemos de superar para llegar a La Laguna, atravesar la
divisoria y conseguir internarse en la vertiente norte de la Isla. Por el sur,
el farallón de Güímar nos impide ver más allá. Del norte y nordeste se aproxima
el macizo de Anaga, cuyas montañas semejan carro de combate que avanza sobre
Santa Cruz y nos asalta, frenando su impulso en el barranco de Tahodio.
Enfrente tenemos el mar, portentoso y dominante, delimitador de nuestro ámbito,
el cual se abre hasta percibir en el horizonte la silueta de Gran Canaria.
Ello
me sugirió la concepción de este ensimismamiento de Santa Cruz, lo cual me
llevó a pensar: esta ciudad necesita ser amada. Fue, más que un pensamiento, un
sentimiento que me impulsaba al deseo de verla querida en esencia, de verdad,
auténticamente, porque da la impresión, ahora mismo, de que cada habitante deja
el menester para su prójimo. Es decir, que sea otra persona quien emprenda,
acometa, realice, ejecute y acabe cuanto haya que hacer para su mantenimiento y
prestancia.
*
Habiendo
pasado largo tiempo fuera, a mi vuelta sentí la nostalgia de aquel Santa Cruz
inexistente ya, lo que me produjo la necesidad de quedarme. Decidido ya a
permanecer, comencé mi callejeo, voluntario y obligado por las circunstancias
que vivía. Soy hombre que acostumbra viajar en parecidas condiciones a las
descritas por Orwell en su obra Up and down in London and Paris; de este modo
dio principio mi travesía y mi crucero por Santa Cruz, dando comienzo a mi
libro Cuentos de Aliento Santacrucero, sin deliberada alusión a Dubliners de
Joyce.
Aquí
mismo, en el Centro Viera y Clavijo -sede entonces del Conservatorio de Música-,
mientras mi hijo estaba en clase, esperaba sentado en los bancos del parque,
donde inicié y corregí muchos cuadernos, borradores de aquellos cuentos. Se trata
de un lugar excelente, en el que me evadía del mundanal rüido y me concentraba
fácilmente en la lectura y la escritura.
El Conservatorio ha sido trasladado casi a
Vistabella, y su alrededor resulta inhóspito: demasiado sol; lluvia, si llueve;
frío y viento alguna vez. Además de otros inconvenientes que conocemos quienes
transitamos aquella zona. Desde allí contemplo ahora la ciudad: no es bonita,
cuando se mira sin gafas de belleza, carente de sonido musical. Pero, si nos
fijamos en el marcado silueteo de los edificios, en todo su conjunto,
advertimos que tiene algo así como un gesto paciente, una quietud de misterio,
o quizá sea resignación de vida incomprendida. Lo cierto es que aquel espacio
no es tan sugerente ni tan hermoso como este parque; por eso comenté con
alguien que, el Conservatorio aquí, con su acondicionamiento adecuado, hubiese
sido uno de los más bellos y más originales del mundo.
Algo
similar dije también en una de mis vueltas a Canarias. Se ensanchaba la calle
del Castillo, y me lo anunciaron como uno de los grandes logros conseguidos
para esta ciudad. Yo, que venía de Alemania -de Fráncfort concretamente, donde
se trabajaba en la vía subterránea que dejaría libre de circulación el
centro-cuidad-, contesté: Si la dejan en su ser, nos ponemos a la cabeza del
mundo; si la ensanchan, para más tráfico rodado, quedaremos a la cola. Por
fortuna, el proyecto no siguió adelante, y hoy disfrutamos de esta magnífica
vía peatonal. Acaso ello me ha permitido trillarla arriba y abajo, observando
su vida, su ritmo y su guineo, lo que me ha inspirado más de un cuento y algún
pasaje de novela.
En
el arranque de la calle del Castillo se encuentra la Plaza de la Candelaria,
punto casi inevitable de encuentro en Santa Cruz. Es un oasis en medio de tanto
ruido y ajetreo. Pese a su desnivel y estar sus bancos colocados de manera que
no los ampara la sombra de los arbolitos que orillan en verde franja el
recinto, sentarse allí, o simplemente deambular en torno, es una delicia.
Cuánto sueño, diálogo y queja derramados un día cualquiera, buscando consuelo
el cuitado y compaña el solitario que disimula su estado, haciendo resaltar su indagación
de cuanto acaece en aquel punto en un instante determinado. Ello habrá dado de
sí más de un artículo -impronta de Pimentel-, un ensayo o algún poema, quizá
extasiado.
De
Santa Cruz atrae su movilidad, su vida, que semeja de tremenda agitación, mucha
prisa y pronta diligencia, cuando en realidad se puede apreciar, observando la
gente pasear, que en su mayor parte va y viene, de un lado a otro, sin más fin
en el traslado que ir matando el tiempo, mientras se espera a que llegue la hora
de regreso a casa. No obstante, parece que todo el mundo siente la necesidad de
dar la impresión de hallarse muy ocupado, carente de tiempo y sosiego. Por eso,
el saludo al pasar es siempre fugaz, como de paloma mensajera, que no tiene
donde posarse, porque acecha el gavilán. Así, con frecuencia, oímos desde la
otra acera gritar: ¡Adiós! ¡Qué tal! ¡Y Encarnita! ¡A ver si nos vemos! Y rápido, rápido, que se escapa la guagua.
*
En
París aprendí a flaner: ir de un lado a otro sin objetivo marcado. Eso suelo
hacer en cada población que visito y resido una temporada, ya que es el paisaje
social y el panorama urbano lo que me atrae en realidad; de éste, su parte más
débil, la más miserable y precaria, inspira mis sentimientos y despierta mi
curiosidad. Es cuanto he hecho en muchas de las ciudades en que he vivido, aun
cuando, en alguna de mis obras, haya tímidamente reflejado su ambiente y
localización.
También he recorrido nuestro Santa Cruz de
punta a cabo, porque deambular forma parte de mi ser. Ando sin intención
premeditada, aunque la mente va registrando infinidad de detalles, hechos
incoherentes que luego pasan a integrar cualquier narración. Así, yendo a la
deriva en Santa Cruz, que no es lindo, como reza la canción, encontré algo
excepcional, que me sorprendió gratamente y quedé consternado ante su visión.
En
mi obra se advierte claramente cierta preferencia que me lleva a testimoniar el
mundo anónimo, atmósfera de seres que apenas cuentan para la Historia. Acaso
sea anhelo de ver una inscripción, un rótulo, una placa en un parque o jardín,
con el nombre de alguien perteneciente a quienes carecen de mérito, cualidades
o nivel social tal vez.
Andando
por Santa Cruz fui a detenerme junto a la ermita San Sebastián. En la plaza
busqué con la mirada un banco donde sentarme. Antes me acerqué a la orilla y me
acomodé de bruces sobre el muro, contemplando el barranco de Santos, su
profundidad y su desaprovechamiento de entonces; ahora se construyen unas
torres que sobrepasan la altura del puente Galcerán. Permanecí un rato, dejando
correr el pensamiento, sin centrar tema determinado, sino divagando al son de
los ruidos cercanos, batahola infernal de automóviles cuyos motores parecen
rugir endemoniadamente cuando se está algo aparte del torbellino y la vorágine
que sobrecoge calles y avenidas durante las horas de intenso tráfico.
Luego
fui a sentarme bajo el árbol, un ficus generoso que brinda sombra en aquel
espacio. Estuve haciendo tiempo mientras hojeaba una revista sin marcada deferencia.
Más tarde me levanté con ánimo de marchar. Entonces la descubrí. Allí estaba,
en la pared frontal del edificio: pequeña, casi imperceptible, confundido su
color con el de la fachada donde hubo sido fijada. Me aproximé curioso y leí:
“En memoria de YEYO, tus amigos de la Plaza”.
Quedé
atónito, paralizado, lleno de sincera emoción, y sentí un escozor en los ojos
que casi me hace llorar. Contuve mi flaqueza, y me aparté discreto.
Intrigado
hasta el fin, pregunté a unos jóvenes, sentados en un banco más allá. Uno de
ellos, de pie, me explicó que se trataba de un chico bueno, amigo de todos
ellos, muerto en accidente de moto junto a la Plaza Weyler. Ellos mismos
adquirieron la lápida y pidieron permiso para colocarla, con el fin de mantener
su recuerdo y honrar su memoria.
Pensativo
me retiré del lugar, diciéndome interiormente: ¡Ojalá cunda el ejemplo!
José Rivero Vivas
SANTA CRUZ
Ciudad ensimismada
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(Parque Viera y Clavijo
Dirección de Urbanismo
Abril de 1995)
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