EL PRIVILEGIO DE VIVIR
CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
Más
de una vez me han criticado por exhibir y denunciar la violencia en mis redes
sociales y más de una vez he visto cómo el afán de no saber, modera y
neutraliza el impulso natural de las personas sumergiéndolas en una aceptación
muda de lo inaceptable, en un silencio ominoso capaz de sepultar su instinto de supervivencia como si el
horror del crimen impune fuera una maldición inevitable, impuesta por alguna fuerza
superior.
La
exhibición de la realidad no es el juego irresponsable de periodistas y
comunicadores sensacionalistas. Cuando ponemos la violencia frente a la
sociedad –esa que nos acecha a cualquier hora del día sin haber mediado
provocación alguna- es para poner el tema en el tapete, esculcarlo y desmenuzar
sus diversas manifestaciones con el fin de despertar la conciencia ciudadana y
sacudir esa manera tan particular de evadir el bulto a la que todos nos hemos
adaptado.
La
necesidad de aislarnos del entorno para encontrar un pequeño espacio de
felicidad y realización personal no nos excusa de nuestra responsabilidad
ciudadana ante la catástrofe humanitaria en la cual estamos inmersos, ni nos
libera del papel de guardianes de un entorno en constante degradación. Las
precarias condiciones de vida de la inmensa mayoría de seres humanos, los menos
privilegiados, no responden a un proceso natural condicionado por su capacidad
reproductiva como algunos pretenden justificar, sino a estrategias muy bien
elaboradas para hacer de esas grandes masas un recurso de mano de obra barata
incapacitada para rebelarse y exigir derechos.
En
nuestro planeta nada ha sido casual ni producto de procesos naturales. Pequeños
círculos de poder político y financiero han provocado las peores catástrofes
ambientales de manera intencional con el único fin de aumentar su riqueza,
llevando a regiones enteras a un estado irreversible de degradación, matando
toda posibilidad de renovación en enormes territorios explotados hasta el
límite con el propósito de extraer sus tesoros.
La
maquinaria financiera mundial se ha blindado de tal modo que sus instituciones
se han vuelto intocables y manejan el poder de llevar a la quiebra o empeñar
los recursos de las naciones más débiles con un simple acuerdo, una sanción,
una deuda impaga. Esa estructura perversa se consolida en el tiempo quitándole
la sangre y las oportunidades a los sectores más desprotegidos a nivel global,
propiciando conflictos bélicos sobre pretextos inexistentes o basados en más
explotación, más riqueza para sus arcas, más proliferación de armas en manos de
dictadores amparados por el gran capital.
Si
tuviéramos la voluntad de abrir los ojos y ver, se produciría un cambio de
perspectiva desde el ámbito personal con el potencial de sacar de su modorra a
una ciudadanía capaz de promover una transformación de la polaridad y un
retorno al camino de la democracia. Estamos rodeados de secretos de Estado, del
ocultamiento de asuntos de interés público y de mentiras oficiales; pero no hay
un contrapeso ciudadano capaz de romper esa distorsionada forma de ejercer el
poder. Esto sucede porque no queremos
saber para tener la libertad de disfrutar una realidad propia, íntima y
ferozmente resguardada. No importa si afuera de ese ámbito personal se viola,
se asesina y se acaba con los sueños de otros menos afortunados.
El
privilegio de vivir no es gratuito, estamos encadenados a un sistema y ese
sistema está integrado por otros como nosotros, con sueños similares y
similares formas de concretarlos. Esa es una razón poderosa para unir esfuerzos
y visión de futuro; para derribar los muros que nos separan.
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