jueves, 15 de junio de 2017

PÁLIDO ADALID , novela de JOSÉ RIVERO VIVAS



PÁLIDO ADALID 
JOSÉ RIVERO VIVAS
                          
NL. 13 (a.78)
Novela, 270 páginas.
Serie de 9 obras
Autor: José Rivero Vivas
Directora de arte: Rosa Cigala
Maquetación: Marcelo López
Ilustración de la cubierta: Baile de negros, 1911
Óleo sobre lienzo de Ernst Ludwig Kirchner.
(ISBN: 978-84-8382-095-7)
Ediciones IDEA, 2007
(Es de agradecer la salida a luz de esta serie de nueve novelas, y otras, aun cuando alguien, a su antojo, osó modificar la disposición del texto. Aquí, sobre todo, se nota la arbitrariedad de quien pensó hacer bien, sin advertir que el presunto error era forma expresa y no trivial incuria. Pese a ello, el autor cree que cada obra se sostiene por sí.)

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Tremenda descomposición tuvo el proscrito cuando fue prendido por los agentes de la ley. Gritó exacerbado, proclamando su inocencia, pero salió disparado al fin de lo extrañamente expuesto, aunque no tuvo tiempo de templar sus frases de justificación; ante lo cual, el fiscal consideró suficiente prueba para pedir su condena absoluta. El juez, en serena compostura, dictaminó que podía seguir deambulando hasta avanzada edad,  por lo que Expedito, un tanto fuera de razón últimamente, vive en continua zozobra, alejado de compañía y contacto con los demás. No siente interés por su entorno y anda sin percibir la oferta cultural y cívica de Londres, ciudad que tenaz recorre, mientras destemplado da respuesta a la objeción de su conciencia. En el límite de Trafalgar Square recuerda la apreciación que Araceli hace de los ingleses, en episodio de Galdós. De pronto aparece una mujer, envuelta en su tul, y le dice que Julio Varela y Teresa lo buscan. Expedito se vuelve airado y lanza su reto; al descender Whitehall, aprovecha la mujer para golpearle. Ella se va, pero a él se le representa Zulema, de su pueblo, a quien se temía por hechicería. Zulema vuelve al cabo y le advierte de cuanto le espera cuando Joaquina conozca su desliz. Próximo al Parlamento, tuerce a la izquierda y se interna en Westminster Bridge; gira en redondo y avanza por Victoria Embankment hacia Buckingham Street, en busca de una librería, disimulada en la zona.
Sin acabar todavía el pleito, se obsesiona con la supuesta demanda de la agorera, aunque no le parece bien su recurso a pacto entre iguales. Afectado por el augurio, decide ir a casa, esperando alcanzar el añorado descanso; inquieto, sin embargo, relata a su hermana y su cuñado su encuentro con Zulema, que se le aparece luego en Pall Mall, cerca de Saint James Palace, y le dice de esconderse de su sino; él responde que su amor es Joaquina, no Verónica, aunque lo dicho comprende un engendro literario, cuyos folios arrojó en una papelera de Oxford Street. Julio Varela le avisa que no puede ser embajador, y Teresa le aclara que permanece atado a época anterior. Llega la comitiva con Zulema al frente, forjando fantasías. Expedito entra en el restaurante donde trabaja su cuñado Julio Varela, acaso el maître, se vuelve a la mujer, pero se ha esfumado Zulema. Se alza de puntillas y responde a su conciencia que otra sería su historia si su padre hubiese sido dueño de la montaña donde rompía piedras. No obstante, alega que la enseñanza, cual se imparte, sirve para halago de algunos, que vibran estremecidos por el brillante espectáculo. Por eso no entiende que se hable de un país ignoto, cuando las coordenadas señalan opuesta dirección, porque se trata, en definitiva, de un rincón al oeste orientado.
Un día llega Verónica, que trae la frescura de Canarias, y, ajena al estado de Expedito, trastorna su apacible discurrir, pues, su juventud y preparación contrastan con el estancamiento en que él se encuentra, aletargado en Gran Bretaña, mientras transita lugares de Londres en pos de nada. Ansioso se pregunta por los tritones, y por las sirenas que cantaron al legendario marino; aunque, no valora cuanto sucede en torno, que su pelea no es por la plata ni por el renombre de tradicional enseña. Lo grave de la situación para este hombre, en edad crítica, es el atractivo físico de la muchacha, que lo dejó atónito al instante, y lo tiene nervioso, aguantando, a duras penas, su ímpetu sexual. Sin embargo, llevar flores a una dama es complicado, cuando falta el entusiasmo al recibirlas, porque puede derruir la ilusión de quien la aprecia en su mítico garbo. Su hermana Teresa y su cuñado, con quienes vive, lo mismo que Verónica, soportan pacientes su jaqueca. Con todo, piensa este hombre en su valía, sin advertir que no basta su alto rango en la posición que ocupe como miembro del núcleo poblacional; tan pronto cae del pedestal empieza a rondar desprotegido, sintiendo que le dan de lado hasta aquellos que un día fueron por él beneficiados. Joaquina, su novia, bromea y aun se irrita con sus cosas; aunque, poco se ven ya. Trasladada por su oficio a consecuencias imperiosas de sublime evento, no ofrece óptima expectativa a su lado. Mientras Sandra, su amiga, al final acompaña a Verónica, después de haber conocido a Jean François y a su amigo Humberto, en el bar de Agapito, situado en el entorno de Fulham Broadway, donde todos coinciden en noches de Week End esplendoroso.
El verbo cambia abruptamente su desinencia, pasando a presente absoluto, para afirmación de lo actual, completamente desgajada la declaración que sigue –bloque o mazacote entrecomillado, en esta edición-, lo que da idea de que Expedito se dirige a alguien externo a su mundo narrativo, que bien pudiera ser su propia conciencia. En calma y sin agravio, da cuenta de la navegación de su padre, los enfados de su abuelo, cuando sufrió el atraco en el Callejón del Combate, y cuantas anécdotas, ciertas o no, se le ocurre templar, trabucando tiempos y personas, dichos y suposiciones, hasta confesar que antes y ahora, lo mismo que después, carecen de nítido sentido. Entonces le sale reiteradamente al paso Zulema, en plenitud y belleza, y le pide que vaya a Canarias y establezca su hogar en las Raíces del Teide. Lejos se expanden inusitados ecos de lo acontecido en pro de cuantos quisieron participar en el logro relevante de unos y otros, testigos primeros de lo coaccionado esa noche ambiental; ello le sugiere, aunque no tiene ganas, dejar huella de su paso, para lo cual bastaría coger un rimero de cuartillas y escribir cuanto rumia acerca del denso infortunio, acentuado con la presencia de Verónica, que lo dejó lelo en su sesgada descripción de la bella. Zulema le recuerda sus travesuras de muchacho, mientras Teresa le indica combinar las oportunidades. Él, receptivo, alega que se encontró en Londres sin cartera, talonario ni cuenta de ahorro, de donde tirar hasta conseguir bien o mal remunerado empleo. Así que, ha de brincar por sobre sus miserias, por carecer de hacienda y ser adalid de circunstancias adversas.
Desconoce Expedito si ha de salir airoso de esta comprometida aventura, en la que se introdujo antes de exponer el absurdo ponderado como delicado secreto; visto lo cual, persiste en revestir el arcano encerrado en su pecho, que no guarda similitud con la parte exterior, aferrada a la frontal del edificio, donde residen las inquietudes de su alma. Solícito Joaquín Varela, portándose como buen amigo, lo lleva por todo Londres, hasta recalar en el bar de Agapito, quien alardea de su vasto conocimiento, que ufano vuelca en los parroquianos del bar, aunque Expedito ignora si ciertamente es docto. Su cuñado, petulante, se mostró paternalista cuando conoció a Teresa, en Cheniston Gardens, alrededor de Kensington High Street. Le propuso entonces presentar currículo en un consulado de nación sudamericana. Como consecuencia de ello, se vio ante específico tribunal, que le recordó el proceso de aquel hombre, atraídos los miembros por el hecho de no contar con cualidades, que decía el otro. Después del examen inquisitorial, resultó desechada su solicitud; por lo tanto, es preciso trocar su estirpe y que otro individuo ocupe su sitio, toda vez que el significado es neto, pese a su complejidad y su austera demarcación. Su pensamiento, empero, vuela a Verónica, que es guapa y tiene talento; encima, su padre le manda cuartos, para que no se hunda en tristuras y aproveche el tiempo. Joaquina, en cambio, se queja del ruido, cuando Sandra, del Caribe, sueña con la celebración del Carnaval de Notting Hill. Pero el insomnio lo mortifica de nuevo y Expedito pasa la noche deambulando de uno a otro lado de la populosa ciudad.
Extraño a expresión suprema, en mitad de esta enrevesada andadura, llena de obstáculos, sin fin de aspiración ni meta sobresaliente, distinguida desde lejos, en vano horizonte, cuya comba transmite la interioridad permanente, en su oquedad deslucida, es irrelevante cualquier atisbo o manera de aproximación al suspiro morboso, apegado a la forma voluptuosa de la diosa, que se exhibe bajo la sombra del árbol cargado de fruto, insoslayable y vivaz. De aquí su obsesión con la hermosa Verónica, a quien contempla arrobado, un día que ella deja abierta la puerta del baño y él la sorprende en su bronceada piel. Duda medroso, porque ella ha elegido el arma de su especialidad y entiende que habrá sucumbido al final, pues no bastará la sangre derramada ni habrá cirujano para restañar su herida. Pero Expedito grita que la fruta es apetecible, lo que le da pie para quebrar el vínculo familiar, que considera endeble y distante. Se aparta ya, o cae desflorada por su pariente lejano. Desasosegado durante la noche, a la mañana siguiente, bien temprano, Expedito se echa fuera y empieza a andar por calles de Londres, sin marcado interés ni punto de destino en su imperiosa necesidad, ignorando, aposta y negligente, las características, tanto históricas como artísticas, así como el panorama social de la gran urbe. Su objetivo es olvidar el desatino, así catalogado, en la prolongada caminata a través de la ciudad, pensando que la culpabilidad se evade de quien huye de sí mismo.
El país fue invadido antes de su inicio como nación de naciones, primera en suscitar la amalgama costera, donde las olas baten un litoral rocoso, de vertical acantilado, como rompiente protector de una posible inundación después del deshielo anunciado. Amanecía, cuando los señores potentados contuvieron su respiración, por causa de la mengua de sus réditos en la general deriva del capital invertido para complacencia del Estado. Ignora el pálido adalid que su importancia radica en haberse opuesto a la sucedánea compostura de estos que alargan su quimera, por entender madura la mejor opción para enriquecerse y obtener la gloria de prevalecer en el convite de los privilegios, colmado de correligionarios, haciendo simples preguntas en la comedia representada fuera del reiterado escenario, reservado su carril para provisión del almacén de asuntos enredosos y oscuros. Por consiguiente, apronta Expedito, conviene pasar desapercibido; mientras, mira de reojo a Verónica, excusándose ante Joaquina, argumentando que otros vendrán a trazar rayas rojas sobre su estoicismo y su íntimo concepto de la existencia.
Verónica quedó encantada con Jean François, que la sedujo con aquel poema de Baudelaire, y se la tragó entera. La sospecha recae en Julio Varela, quien apostrofa a Expedito al reprobar su acción. Exaltado en su interior, presiente el estigma de cuanto suceso determina su acucia en la postrimería de una actuación encauzada a la prosperidad personal, convertido el sujeto en enemigo inexcusable de la colectividad. Salta de episodio hasta retroceder a su niñez, cuando Zulema le hizo mal de ojo; hoy se le presenta vestida igual y bella como entonces. Cuando ella lo invita a bailar, se niega, porque abriga el temor a desfallecer en el preámbulo. Consciente de su fragilidad, duda en colaborar con la gente, resuelta a luchar por una emancipación, tal vez correcta, pero no le parece soberana por secundar dictados de quien hace y deshace a capricho, sin pensar en la ardiente soledad de aquel que no goza del beneplácito oficial, y pasa la vida escondido en la urdimbre del entretejido social. Ello ha permitido encontrar un arca perdida, lo cual ha contribuido a que la cultura tenga primacía sobre las armas; no obstante, la prensa recoge someramente detalles del conflicto laboral. ¡Te pasas!, exclama Teresa. Expedito, impasible, lee aquel pasaje del profesor y su alumna. La misma Joaquina le amonesta por su descuido; él, convencido, expone su necesidad de amar y ser correspondido. Sin embargo, no es cuestión de salir por parte extraviada, cuanto todavía conviene atraer la atención sobre determinados pasajes que dan primor y autenticidad al relato. De este modo, no habrá antipatía respecto a tantos personajes, de plana vivencia, así como a su irrelevante trayectoria de exiguo significado.
Hoy se afana en acabar su proyecto de jardín inglés, pese a su dubitación de sentimiento arraigado, firme en su inclinación por acomodar el efecto malogrado en su travesía de World’s End, inadaptado a la humedad y el frío del Támesis. Pero Julio Varela insiste sobre la certeza de su affaire con Mercedes. Expedito entonces cuenta las peripecias de Jean François y Humberto, durante su proceso en la obra de teatro, representada en Aviñón, donde Verónica sale de bailarina. En la mansión de las doce estrellas, la señora marquesa hubo de interrumpir su ceremonia antes de sonar el carillón de la abadía, donde suele oír misa bien de mañana. Expedito vio que Verónica se paseaba en el baño con la puerta entornada, y, sin titubeos, entró al encuentro de Venus desnuda. Más tarde, cuando se recoge donde duerme, es hombre nuevo.  El resultado fue la caída aparatosa de cualquier creencia, basada en su buena voluntad hacia el prójimo, sin pensar que el ser se mantiene apegado a sí mismo, indiferente a la zozobra del otro, por lo que no merece la pena personarse en dependencias exóticas, donde se cuecen habas de frustración para administrar a quien ose traspasar el umbral de su inexpugnable sede boreal.
Junto a tanto homeless, Expedito presencia la operación del robo. Humberto y Juan Francisco estaban allí, como periodistas de investigación, al tiempo que Julio Varela, después de mucha indecisión, no quiso participar en el latrocinio. Cierto es que este designio acaba sin conseguir alcanzar la estrella luciente en los miles de imperios celestes, donde los querubines cabalgan a lomos de los corceles, en el carro de Febo, presto a partir hacia ulterior espacio, con el alma en vilo y el deseo inclinado a la aseveración del personal delirio, al contemplar el alfombrado de la siembra. Agapito celebra la vuelta de Sandra, erotizante ardorosa, que sueña quizá su desfloración en isla borinqueña. Mientras, Expedito prosigue sus desplazamientos en Londres, hasta que aparece Zulema y le pregunta por Verónica, que continúa obsesionada con actuar, junto a Humberto y Juan Francisco, en el Royal Court Theatre, de Sloane Square. Sin enojo, Expedito se aproxima a Sandra y le insta a contar su versión sobre Güímar, los guanches, la Virgen de Candelaria y la nave posada en las Cañadas, hasta concluir la auditoría del procurador de esta historia. A un lado de la senda, deja que la humanidad ruede sobre su inconsciente absurdo; en tanto, trata de recordar dónde cogió el trozo de alfombra que porta. ¡Calla!, susurra Zulema, junto al Covent Garden. Desde la hora prima cruza Expedito la ciudad de punta a cabo en busca de medicamento. Zulema no descansa en su asedio; mas, él sonríe, porque ante la fuerza de quien combate contra el hado, toda mujer se asusta y huye veloz de su vera.
El sueño se desvanece y es inadmisible este empeño en memorizar el informe acerca de una situación, cuyo esmerado análisis pone de manifiesto su sordidez y truculencia, latente en su interior. Por eso fenece el arrebol de la rosa, aun antes de abrirse al mundo de su confinada esfera, áspera estima de su propietario, que azuza al pobre cuidador de su parcela, sumido en la desdicha de apurar la necesidad de cuantos se oponen a la ampliación de su negra oferta. Recopila Expedito las experiencias pasadas, y, al caer la noche, se refugia en una caja de cartón. Zulema viene a su encuentro, intrigada por su aspecto; él aduce que, de ser escritor, se vería olvidado como el autor de ciertos libros que salva Don Quijote. Se confunde y pierde vestigio de gestas que nadie narra; a punto sueña con la belleza de Verónica, y anda a trompicones sobre las peripecias de Julio Varela y Teresa. Cuando desciende a Belgrave Saquare, Zulema surge frente a él, que se dirige al Instituto Cervantes; en inquisitivo aparte, ella pregunta si tiene cabida. Al dejar Victoria Station, Zulema le exige escuchar la voz de su conciencia, a lo que él asiente resignado. Deduce de ello que habrá cambio de aguas antes de sentarse a oír los embustes implantados a través de las ondas de una emisora adulterada, puesto que toma lo acaecido desde una perspectiva de justicia grata, cerrando los ojos a la realidad, para no caer en el desconcierto de las almas sufrientes, donde la imagen está prendida de un alfiler, que apenas se clava en la solapa, ya que el clamor proferido dispensa aire a la lucha por el abnegado bienestar, a instancias de una versión alternativa al acontecer histórico que el mundo trama. Expedito, sin embargo, en cuanto hombre pacífico, no intimida ni ruega, que ha optado por salir de noche, como las aves nocturnas y quienes vagan disfrazados tras el velo de la plena oscuridad. Así, dueño de espíritu feble y abatido, desea terminar su recorrido en Londres, y cansino se encamina a solicitar visado de gracia en la Embajada.
SERVENTÍA
Obra: E.18 (a.106)
José Rivero Vivas
San Andrés, Tenerife.
Junio de 2017
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