LA ORQUESTA DEL TITANIC
JONATHAN
MARTÍNEZ
Ursula
von der Leyen con Benjamin Netanyahu en su visita a Tel Aviv, a 13 de octubre
de 2023. — EUROPA PRESS
Dice la leyenda que aquella madrugada, en la cubierta del Titanic, los ocho músicos de la Wallace Hartley Band iban envueltos en abrigos y bufandas con la esperanza de ahuyentar el último viento del naufragio. Un violinista aprende enseguida que el frío adormece las manos, pero no se detiene a imaginar lo mucho que le costaría interpretar una melodía ataviado con un chaleco salvavidas. A aquellas alturas de la catástrofe ya no quedaba rastro del público. Las mujeres y los niños habían abandonado el trasatlántico. La tripulación corría sin orden ni concierto. Entonces la orquesta tocó Nearer My God To Thee. El himno definitivo.
El RMS
Titanic había zarpado del muelle de Southampton entre el alboroto de las
despedidas y el humo de las chimeneas. Europa estaba entonces sumergida en un
clima de aparente equilibrio con la excepción de la enemistad ítalo-turca, que
a la postre iba a servir de aperitivo para la Gran Guerra. Si abrimos cualquier
edición de El Liberal de aquellos días, el menú informativo nos parecerá más
bien discreto. En las portadas encontraremos una exposición de bellas artes o
una asamblea de oftalmólogos. Solo en la letra pequeña, a través de un despacho
de El Cairo, el jefe de las tropas turcas celebra que ha repelido la artillería
italiana cerca de Bengasi.
Han pasado
más de cien años desde entonces y aún seguimos sin comprender del todo en qué
consiste la idea de Europa. A menudo, las apelaciones cívicas al proyecto
europeo eluden los orígenes comerciales de la alianza. Regresamos a 1950, a la
gestación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, y nos aparece un
núcleo duro de países que quisieron reanimar la industria tras los estragos de
la Segunda Guerra Mundial. El reparto de dividendos, por supuesto, se construyó
entre llamadas a la paz y la reconciliación. Sin embargo, el embrión europeo
germina en el contexto de la Guerra Fría y bajo los primeros balbuceos de la
OTAN. Paz sí, pero no tanta.
Podría
decirse, al menos, que la primera Europa posbélica aún reconocía al fascismo
como un enemigo frontal sin tantos matices. Tras la victoria de las potencias
aliadas, la ONU identificaba un triángulo de terror en la Alemania nazi de
Hitler, la Italia fascista de Mussolini y el régimen de Franco en España. La
asamblea de naciones acusaba al Caudillo, el único superviviente de la triada,
de haber prestado auxilio a las potencias enemigas combatiendo con la División
Azul a la Rusia soviética. Después llegó Estados Unidos con los Pactos de
Madrid y Franco fue rehabilitado. Y aquí paz y después gloria.
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Hubo un
tiempo no lejano en que la ultraderecha aún era vista como un enemigo
indeseable de la construcción europea. En los primeros noventa, los ultras eran
peligrosos por su querencia euroescéptica y porque ponían en riesgo la
viabilidad del Tratado de Maastricht. Después, en los primeros dos mil, los
ultras eran peligrosos porque se oponían a la Constitución Europea. No
obstante, el discurso oficial no arremetía directamente contra los neofascistas
sino que utilizaba la vieja trampa argumental de los extremos que se tocan.
Así, la izquierda era tan nefasta como los xenófobos porque planteaba sus
objeciones aunque fuera por los motivos más opuestos.
Ahora que
las urnas europeas se han cerrado, llegan los festejos y las valoraciones sin
propósito de enmienda. Ursula von der Leyen ensancha la sonrisa y levanta los
brazos victoriosos entre los aplausos de sus feligreses. Vemos a la muchachada
con carteles europeístas. Europeísimos. La presidenta de la Comisión Europea
era también candidata del Partido Popular Europeo y lo menos que esperábamos
era un diagnóstico, un titular. Así que Von der Leyen, ni corta ni perezosa,
dejó para la posteridad una promesa lapidaria. "Construiremos un bastión
contra los extremos, de izquierda y derecha". Ancha es Baviera.
Ya no
sabemos si es cuestión de pura amnesia, estrategia retórica o ganas de tomar el
pelo al personal. No sabemos si von der Leyen es realmente von der Leyen o
tiene una doble para las escenas de riesgo, una actriz gemela y deslenguada que
en plena campaña electoral tendía una mano de amistad a la ultraderechista
Giorgia Meloni. El pasado mes de octubre, la doble de von der Leyen corrió a
estrecharse en un abrazo con Benjamin Netanyahu, cuyo partido se asocia en
Europa con Meloni y Buxadé. Y qué decir de Feijóo, pariente pobre de los
conservadores alemanes, que ha incrustado a Vox hasta en los más remotos
tuétanos institucionales.
Igual que
los gatos, que siempre caen de pie, hay políticos equilibristas especialmente
dotados para reivindicar en toda ocasión el mito imposible del centro. A su
lado, a su fiel lado, hay una ultraderecha que no combate a la Europa liberal
sino que crece a lomos de ella. Que practica un euroescepticismo meramente
discursivo a la vez que ha aprendido a alargar el cazo cuando llueven los
millones en Bruselas. Ahí tenéis a Meloni, que pretende financiar a los lobbies
antiabortistas con fondos comunitarios e invoca a la Unión Europea para dar
carta de naturaleza a sus proclamas xenófobas en la frontera.
Hay una
extraña calma que siempre precede a las peores tormentas. No puedo evitar
pensar en Wallace Hartley, el director de la orquesta del Titanic, que se echó
a la mar sin saber aún que aquella iba a ser la platea de su último concierto.
Su cuerpo fue identificado con facilidad tras el siniestro. Llevaba la funda
del violín aún adherida al cuerpo y guardaba en los bolsillos una cajita de
cerillas hecha en plata y una pluma de oro con sus iniciales. Es fácil imaginar
a tantos jóvenes europeos que leyeron en los periódicos la noticia del
naufragio sin saber que en apenas un par de años les esperaba la muerte en las
trincheras de la Gran Guerra.
Si Europa
es un proyecto de ambiciones lucrativas, las élites bancarias y corporativas
pueden decir que aún se mantiene a flote. Pero si entendemos la unión como un
espacio de derechos y libertades, vivimos día tras día oliendo el salitre del
hundimiento. Mirad a la capitana von der Leyen —o a su doble de riesgo, quién
sabe— tendiéndole una mano de amistad al iceberg mientras la música suena y se
agotan las opciones: pegar un volantazo, huir en una barquichuela o esperar a
que alguien nos encuentre flotando inertes con la funda del violín adherida al
cuerpo.
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