TRABAJAR MENOS Y GANAR MÁS
PABLO
BATALLA CUETO
Cabecera de la
manifestación de CCOO y UGT
del 1 de mayo en
Palma.
El capitalismo es, se supone, un egoísmo virtuoso; la puesta en práctica de la virtud del egoísmo. En esa contraintuición se ha basado siempre la defensa de sus apologetas, de Adam Smith para acá. No es el altruismo, no es la abnegación, no es la generosidad —nos explican— lo que hace a un comerciante esforzarse por ofrecer el mejor producto, sino el egoísmo. En la célebre enunciación de Smith, "no es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses". Quiere ganar más, y la manera de hacerlo es producir mercaderías más atractivas que las de sus competidores. La mano invisible famosa ordena después estos egoísmos y los convierte en cimientos de una sociedad armoniosa, próspera, feliz.
Ese empresario
egoísta, por supuesto, quiere ganar más, pero también trabajar menos; maximizar
el beneficio minimizando el gasto. De lo que se trata no es de ofrecer el mejor
producto posible, lo que exigiría esa abnegación que se rechaza, sino solo un
producto mejor que el de los rivales. El sueño de todo capitalista, por
supuesto, es el de la aristocracia de cualquier época: vivir sin trabajar;
escapar de la condena bíblica de ganar el pan con el sudor de la frente. Y hay
afortunados que lo consiguen. El liberalismo teórico era que no existieran
manos muertas, ni riqueza sin mérito individual, ni tan siquiera herencias; el
liberalismo práctico han sido rentas y monopolios, la formación de los cuales
se ha acelerado con el neoliberalismo del modo que ilustran esos paneles que
circulan a veces por las redes sociales, en los que se muestra la formidable
concentración de decenas de empresas de alimentación en un puñado de
megacorporaciones (Nestlé, Kellogg’s, Coca-Cola...) en los últimos lustros, o
la de los bancos en España. Competir —dice el inversionista en tecnología Peter
Thiel— es de perdedores. El sueño es no hacerlo y vivir de las rentas del
marquesado de Cadbury, del condado de Amazon, del ducado de Microsoft. Vivir
uno y poder hacerlo sus hijos tontos, sus nietos inútiles, nuevos nobles
parásitos de la edad contemporánea (que tal vez luego monten una empresa, tenga
algún éxito y presuman de que nadie les ha regalado nada). En Estados Unidos
han llegado a ser habituales las sagas numeradas con cifras romanas: hubo un
John D. Rockefeller I, II y III; hay ya un IV, un V y un VI. Si una gran
insurrección igualitarista no lo remedia por el camino, acabará habiendo tantos
como luises hubo en el trono de Francia.
"Trabajar
menos y ganar más" podría ser el lema de cualquiera de esas familias
millonarias. No hay que condenarlas moralmente por ello: es una comprensible,
inevitable aspiración humana. Nosotros, por supuesto, también la tenemos, y
aplaudimos al Fernando Fernán Gómez que en una ocasión contaba: "Yo estoy
muy capacitado para no hacer nada; yo no soy una persona de esas de las que se
dice: necesitan estar trabajando porque, si no, no se realizan. Si yo hubiera
sido heredero, habría estado perfectamente sin hacer nada". Se sobreentiende que Fernán Gómez no aspiraba
a, literalmente, no hacer nada, sino a no hacer nada por obligación, y
dedicarse a sus hobbies, los que fueran.
Hay millonarios y
millonarias que podrían no hacer nada, pero hacen algo: se ponen a diseñar
ropa, a escribir libros de cocina, a vender gemas curativas en una tienda hippy
en un carísimo local en pleno centro de la ciudad, y les da igual no ganar
mucho dinero o incluso perderlo mientras la cosa no sea clamorosamente
deficitaria, y si lo acaba siendo, cierran el chiringuito sin ningún trauma.
Como en una ocasión expresara pedagógicamente Íñigo Errejón, ser pobre es no
tener la posibilidad de fracasar; y ser rico, tener la de fracasar una, dos,
diez, innumerables veces. "Todo el mundo tiene derecho al fracaso",
decía Juan Benet que debía ser el artículo único de la Constitución del setenta
y ocho, cuando se debatían los de verdad. El socialismo es la socialización de
ese derecho que siempre han tenido los magnates.
Sí: también tenemos
nosotros, ¿qué psicópata no la tiene?, esa aspiración del trabajo mínimo y la
ganancia máxima; pero en los últimos años, además, podemos justificarla con
arreglo a la lógica empresarial; a la metáfora smithiana del carnicero y el
cervecero y su ser de la cofradía del puño cerrao, toda vez que por doquier se
nos pide que seamos —se nos cuenta que somos— empresarios de sí, corporaciones
unipersonales. Sin embargo, desde el mismo momento en que pretendemos ejercer
esa prerrogativa empresarial de la avaricia virtuosa, resurgen cual por ensalmo
las exigencias morales; la CEOE brama contra nuestra pereza, nos exige ser
abnegados, nos demanda ser generosos, pone todos sus altavoces a vocearnos el
mandato del ascetismo. "La mentalidad en España es trabajar poco y ganar
mucho", maldecía recientemente el empresario Félix Revuelta.
Sabemos por la
historia lo que ocurre cuando nos negamos. Y si no lo supiéramos, la prensa
salmón nos lo cuenta ahora, aunque sea indirectamente. El 19 de junio, las dos
noticias más leídas del Financial Times eran las siguientes: "No culpemos
al neoliberalismo del ascenso de la extrema derecha" y "Las empresas
francesas cortejan a Le Pen atemorizadas por las políticas de izquierda".
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