HORIZONTE REPUBLICANO
Una niña
durante la primera Marcha republicana — Ricardo Rubio / Europa Press /
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La Marcha republicana del pasado domingo señala el horizonte político de los movimientos democratizadores en España. Después del 15-M, fenómeno que logró poner en evidencia la endeblez del paradigma neoliberal y la consecuente crisis de representación, el sistema político de 1978 ha mostrado una gran capacidad de resistencia frente a las tentativas de cambio. Es cierto que Podemos logró transformar el sistema de partidos y romper el candado del Gobierno de coalición, pero la ofensiva oligárquica del Estado profundo y el poder económico-mediático ha conseguido debilitar (no matar) a la formación morada y fraccionar su espacio político. Por su parte, el proceso soberanista catalán, que acumuló una gran energía democrática, ha sido derrotado, al menos temporalmente, también con la ayuda de herramientas represivas como el lawfare. A la luz de los hechos, bien podríamos concluir que el sistema político de 1978 se halla blindado frente a los intentos de cambios profundos.
A todo
ello hay que añadir, claro está, la importancia del contexto internacional,
casi siempre subestimado, pues la soberanía de España está limitada por su
subordinación a los Estados Unidos, la integración europea y una globalización
que, aun habiendo sido estrechada y desacelerada, no perece, amén de que la
resistencia oligárquica española ha convergido con una ola reaccionaria de
alcance global.
¿Por qué
entonces la izquierda o las de abajo ―los movimientos democratizadores―
deberían construir un horizonte republicano? Precisamente porque las luchas de
esta larga década pasada han puesto de relieve la irreformabilidad del sistema
político español. Las cloacas policiales, el desempeño político de la
judicatura, el activismo de la monarquía, la promiscuidad de los poderes
público-privados y otras tantas inercias del Estado-aparato son ejemplos de la
persistencia de elementos dictatoriales en la institucionalidad española que
obstaculizan los avances democráticos. La pasada década de luchas ha permitido
verificar la hipótesis de que la transición, lejos de ser modélica, consagró
institucional y constitucionalmente las fuerzas vivas del franquismo. A tenor
de la actual correlación de fuerzas, parecerá ingenuo hablar de un proceso
constituyente, pero los límites al cambio que hemos constatado deben servir de
aprendizaje colectivo e inspirar la necesidad de una auténtica ruptura
democrática. Una nueva república no se limitaría, como a veces se dice, a
modificar la jefatura del Estado, sino que encarna la posibilidad de refundar y
democratizar todas las estructuras del Estado.
Además,
resulta imprescindible desentrañar el verdadero alcance del principio
monárquico en contraposición al principio democrático, lo que requiere
comprender el proceso de formación y evolución del Estado constitucional. El
relato oficial presenta la fórmula de la monarquía parlamentaria de forma
ahistórica, como si derivara de una deliberación racional entre distintas
concepciones institucionales. Pero lo cierto es que la coexistencia
constitucional de monarquía y democracia es el resultado de intensas y
prolongadas luchas históricas entre distintas clases o grupos sociales. La
monarquía siempre ha sido la opción institucional que representaba los
intereses de la oligarquía. No deja de ser llamativo cómo en nuestros sistemas
educativos se traslada la idea simplista de que los reyes absolutos encarnaban
un interés personalísimo, como si no fueran la expresión institucional que
convenía a los grupos dominantes. Quienes desde el establishment actualmente
ensalzan a la institución monárquica no son desconocedores de que el principio
monárquico, en puridad, es la institucionalización del principio oligárquico
(de ahí su principal colisión con el ideal democrático). Los negocios conocidos
de Juan Carlos I y sus conexiones con el poder económico permiten atisbar la
identidad entre monarquía y oligarquía. No es casual que, en España, los
partidarios de la monarquía no se decanten por un rey de alcance meramente
simbólico, limitado a cumplir funciones irrelevantes, sino que aspiren a
potenciar el rol político del monarca. En suma, poner fin a la monarquía
supondría eliminar una institución esencialmente orientada a preservar los
privilegios de la minoría materialmente dominante.
Es sabido
que las personas y las sociedades precisan de símbolos, mitos o construcciones culturales
de todo tipo que ayuden a canalizar nuestras acciones y anhelos colectivos.
Casi todo el mundo en la izquierda estará de acuerdo en que queremos alcanzar
la paz y el bienestar, avanzar en feminismo, garantizar la igual libertad de
todas las personas, asegurar la justicia social y ambiental, etc. Pero no hay
que olvidar que las personas somos seres emocionales que razonan: necesitamos
nombrar lo que queremos ser. La república podría convertirse en la opción
aglutinadora que permite acumular fuerzas democráticas en pro de un horizonte
compartido. El deseo de una nueva república facilita la transmisión del hilo
democrático español y plantea un proyecto de futuro capaz de integrar las
esperanzas y demandas de multitud de sectores sociales. La república como
horizonte común también puede conectarse con el republicanismo (como bien
defendía Héctor Illueca en su excelente libro La propuesta republicana),
vector ideológico y discursivo que aporta una caja de herramientas idónea para
dar la batalla cultural y defender, sin tibieza, los servicios públicos, los
derechos sociales, la decencia y la cosa pública frente a la
preeminencia del poder económico-mediático. Las dificultades y debilidades
propias son del todo conocidas, pero en algún momento del presente habrá que
sembrar el futuro.
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