miércoles, 26 de junio de 2024

HORIZONTE REPUBLICANO

 

HORIZONTE REPUBLICANO

MIGUEL ÁNGEL LLAMAS 

 

Una niña durante la primera Marcha republicana — Ricardo Rubio / Europa Press / ContactoPhoto

 

La Marcha republicana del pasado domingo señala el horizonte político de los movimientos democratizadores en España. Después del 15-M, fenómeno que logró poner en evidencia la endeblez del paradigma neoliberal y la consecuente crisis de representación, el sistema político de 1978 ha mostrado una gran capacidad de resistencia frente a las tentativas de cambio. Es cierto que Podemos logró transformar el sistema de partidos y romper el candado del Gobierno de coalición, pero la ofensiva oligárquica del Estado profundo y el poder económico-mediático ha conseguido debilitar (no matar) a la formación morada y fraccionar su espacio político. Por su parte, el proceso soberanista catalán, que acumuló una gran energía democrática, ha sido derrotado, al menos temporalmente, también con la ayuda de herramientas represivas como el lawfare. A la luz de los hechos, bien podríamos concluir que el sistema político de 1978 se halla blindado frente a los intentos de cambios profundos.

A todo ello hay que añadir, claro está, la importancia del contexto internacional, casi siempre subestimado, pues la soberanía de España está limitada por su subordinación a los Estados Unidos, la integración europea y una globalización que, aun habiendo sido estrechada y desacelerada, no perece, amén de que la resistencia oligárquica española ha convergido con una ola reaccionaria de alcance global.

¿Por qué entonces la izquierda o las de abajo ―los movimientos democratizadores― deberían construir un horizonte republicano? Precisamente porque las luchas de esta larga década pasada han puesto de relieve la irreformabilidad del sistema político español. Las cloacas policiales, el desempeño político de la judicatura, el activismo de la monarquía, la promiscuidad de los poderes público-privados y otras tantas inercias del Estado-aparato son ejemplos de la persistencia de elementos dictatoriales en la institucionalidad española que obstaculizan los avances democráticos. La pasada década de luchas ha permitido verificar la hipótesis de que la transición, lejos de ser modélica, consagró institucional y constitucionalmente las fuerzas vivas del franquismo. A tenor de la actual correlación de fuerzas, parecerá ingenuo hablar de un proceso constituyente, pero los límites al cambio que hemos constatado deben servir de aprendizaje colectivo e inspirar la necesidad de una auténtica ruptura democrática. Una nueva república no se limitaría, como a veces se dice, a modificar la jefatura del Estado, sino que encarna la posibilidad de refundar y democratizar todas las estructuras del Estado.

Además, resulta imprescindible desentrañar el verdadero alcance del principio monárquico en contraposición al principio democrático, lo que requiere comprender el proceso de formación y evolución del Estado constitucional. El relato oficial presenta la fórmula de la monarquía parlamentaria de forma ahistórica, como si derivara de una deliberación racional entre distintas concepciones institucionales. Pero lo cierto es que la coexistencia constitucional de monarquía y democracia es el resultado de intensas y prolongadas luchas históricas entre distintas clases o grupos sociales. La monarquía siempre ha sido la opción institucional que representaba los intereses de la oligarquía. No deja de ser llamativo cómo en nuestros sistemas educativos se traslada la idea simplista de que los reyes absolutos encarnaban un interés personalísimo, como si no fueran la expresión institucional que convenía a los grupos dominantes. Quienes desde el establishment actualmente ensalzan a la institución monárquica no son desconocedores de que el principio monárquico, en puridad, es la institucionalización del principio oligárquico (de ahí su principal colisión con el ideal democrático). Los negocios conocidos de Juan Carlos I y sus conexiones con el poder económico permiten atisbar la identidad entre monarquía y oligarquía. No es casual que, en España, los partidarios de la monarquía no se decanten por un rey de alcance meramente simbólico, limitado a cumplir funciones irrelevantes, sino que aspiren a potenciar el rol político del monarca. En suma, poner fin a la monarquía supondría eliminar una institución esencialmente orientada a preservar los privilegios de la minoría materialmente dominante.

Es sabido que las personas y las sociedades precisan de símbolos, mitos o construcciones culturales de todo tipo que ayuden a canalizar nuestras acciones y anhelos colectivos. Casi todo el mundo en la izquierda estará de acuerdo en que queremos alcanzar la paz y el bienestar, avanzar en feminismo, garantizar la igual libertad de todas las personas, asegurar la justicia social y ambiental, etc. Pero no hay que olvidar que las personas somos seres emocionales que razonan: necesitamos nombrar lo que queremos ser. La república podría convertirse en la opción aglutinadora que permite acumular fuerzas democráticas en pro de un horizonte compartido. El deseo de una nueva república facilita la transmisión del hilo democrático español y plantea un proyecto de futuro capaz de integrar las esperanzas y demandas de multitud de sectores sociales. La república como horizonte común también puede conectarse con el republicanismo (como bien defendía Héctor Illueca en su excelente libro La propuesta republicana), vector ideológico y discursivo que aporta una caja de herramientas idónea para dar la batalla cultural y defender, sin tibieza, los servicios públicos, los derechos sociales, la decencia y la cosa pública frente a la preeminencia del poder económico-mediático. Las dificultades y debilidades propias son del todo conocidas, pero en algún momento del presente habrá que sembrar el futuro.

 

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