BARROSO: POLÍTICA Y MEDIO (VALGA
LA REDUNDANCIA)
El influyente
asesor en la sombra, fallecido en enero, fue un actor clave en el gran pulso
por la hegemonía progresista disputado durante décadas a caballo entre la
Moncloa, el PSOE y el Grupo Prisa
REVISTA MONGOLIA
< Juan Luis Cebrián y
Felipe González. / Luis Grañena
Una de las figuras más influyentes de la política española, aunque en buena parte desconocido para el gran público porque se movió siempre en la sombra, falleció sorpresivamente el 13 de enero a los 70 años: en Miguel Barroso (Zaragoza, 1953 - Madrid, 2024) convergieron varias de las líneas maestras que han marcado la España política y mediática desde la recuperación de la democracia: el fracaso de la extrema izquierda en la Transición, que él vivió en Barcelona desde Bandera Roja y El Viejo Topo; el auge arrollador de la socialdemocracia con la llegada de Felipe González a la Moncloa, al que se sumó ya de entrada como jefe de gabinete del ministro de Educación y gran referente intelectual del PSOE, José María Maravall, y la posterior tensión entre polos generacionales y políticos crecientemente en tensión en pugna por la hegemonía progresista, un choque que trascendió de mucho al PSOE e impactó de lleno a la Moncloa, a las relaciones en el conjunto de la izquierda y al ecosistema mediático de este país.
En casi todas las
fallas clave, las verdaderamente capaces de desencadenar un terremoto político
o mediático, estuvo Barroso, que fue un actor determinante para intentar
liberar el campo progresista de los corsés impuestos por la Santa Alianza
custodiada durante décadas por Felipe González y Juan Luis Cebrián, con
múltiples réplicas en el PSOE, en la Moncloa y en las relaciones de ambas
instancias con el Grupo Prisa, el gran referente mediático de los progresistas
en España desde la Transición.
Barroso fue un
actor determinante para intentar liberar el campo progresista de los corsés
impuestos por la Santa Alianza
A través de su
figura, Mongolia repasa sucintamente cuatro décadas en los grandes pulsos de
construcción de hegemonía progresista en la política y los medios (valga la
redundancia).
El reinado feliz del PSOE y El País
El País se
convirtió, casi desde el mismo día de su fundación, en 1976, en el periódico de
referencia de la nueva España que se perfilaba con la Transición. Arrancó con
un accionariado que en sí mismo simbolizaba este proceso –con representantes de
casi todo el espectro político, desde AP hasta CDC y el PCE–, pero el éxito
colosal desencadenó rápidamente una batalla interna que el consejero delegado,
Jesús de Polanco, y el director, Juan Luis Cebrián, llevaron, desde la
independencia que aportaba la solvencia económica, hacia una creciente comunión
con el polo que acabó encarnando los nuevos tiempos: el PSOE de Felipe González.
Jesús de Polanco y Felipe Gonzalez en un almuerzo-coloquio de
la
Fundación Euroamérica en 2007.
En 1981, tras una
rocambolesca aventura periodística para desenmascarar a los golpistas del 23F,
Barroso aterrizó en El País junto a su cuate Javier Valenzuela y desde ahí
vivió la marea que el año siguiente iba a llevar a Felipe González a la Moncloa
a lomos de la espectacular mayoría absoluta. Formado el Gobierno, Barroso se
sumó al equipo de Maravall y arrancó con ello una larga trayectoria como asesor
de cabecera al máximo nivel, pero sin quitar nunca el ojo de El País y del
campo de juego mediático, consciente como siempre fue del papel vital de los
medios de comunicación sobre la opinión pública y como actor político clave en
la construcción de hegemonía.
En los sucesivos
mandatos de González, el Gobierno y el Grupo Prisa, que fue amplificando su
influencia tras adquirir la Cadena Ser y las sinergias con sus editoriales,
consolidaron una relación simbiótica construida inicialmente en plano de igualdad
por la potencia de ambos, no exenta de las tiranteces inherentes al poder y al
ejercicio del periodismo, pero con una agenda compartida de modernización
progresista del país. Las relaciones privilegiadas entre González y Cebrián
alumbraron un exitoso combo, que llegó incluso al terreno editorial cuando
firmaron a cuatro manos –El futuro no es lo que era (Aguilar, 2001)–,
autoconvencidos de que su genialidad compartida merecía la admiración no solo
de los españoles sino del mundo entero.
Sin embargo, desde
la década de 1990 ambos transitaban ya lejos del apogeo creativo de los
ochenta. Aburrido del periodismo, y con una creciente obsesión por el dinero y
el poder, Cebrián quiso convertirse en un gran ejecutivo –en Prisa, pero
también en la banca, con Bankinter–, y hasta jugar directamente a la política,
con coqueteos con el italiano Marco Pannela y su Partido Radical italiano,
desde posiciones ultraliberales, que tras la caída del Muro de Berlín se le
radicalizaron y le llevaron a intentar ajustar cuentas en su propio periódico
con lo que devino su verdadera obsesión durante muchos años: el deseo de
extirpar de la redacción cualquier resto que pudiera quedar de la cultura del
mayo del 68, que veía por doquier.
Cebrián procedía
del periodismo franquista –Arias Navarro, exponente del bunker, confió en él
como jefe de Informativos de TVE– y llevaba mal que el éxito de su periódico lo
debiera también en gran parte a la redacción formada muy mayoritariamente por
rojos y rojas procedentes de toda la sopa de letras de la extrema izquierda en
la Transición.
Obviamente, buena
parte de esta radicalidad se fue atemperando en la mayoría de casos con la
consolidación de la democracia, pero sí quedó muy impregnado en el periódico
este poso cultural, con fuertes raíces en el mayo del 68. Ello molestaba
sobremanera a Cebrián, renacido como aspirante a tiburón capitalista, que se
atribuía casi en exclusiva el éxito de El País hasta el punto de que incluso
Polanco le empezó a parecer un figurante timorato, como reflejó años después en
sus memorias, Primera página (Debate, 2016).
Cebrián se
concentraba en pequeñas batallas para estar en condiciones de imponerse cuando
llegara la era post-Polanco
Uno de los motivos
permanentes de tensión entre Cebrián y Polanco, que se prolongó hasta el
fallecimiento de este último, en 2007, fue precisamente esta obsesión del
primer director del periódico por extirpar los restos del mayo del 68 de la
redacción, lo que a menudo derivó en cruentas batallas con el poderoso comité
de empresa. Pese a su empecinamiento, Cebrián solía perder estas batallas,
puesto que Polanco, que también procedía del franquismo, siempre optó por
mantener el statu quo con un argumento pragmático: “Si así nos ha ido tan bien,
¿por qué cambiar?”.
Al no poder ganar
la guerra, Cebrián se concentraba en pequeñas batallas para estar en
condiciones de imponerse cuando llegara la era post-Polanco, como el
nombramiento como jefe de Opinión de El País de una figura tan derechista como
el hoy eurodiputado de Vox Hermann Tertsch o la promoción de un grupo liderado
por el periodista Antonio Caño, que en el crepúsculo del Gobierno de Felipe
González ya se organizó para llevar el periódico hacia la derecha con el fin de
entenderse mejor con un futuro gobierno de José María Aznar, que a partir de
1993 se veía como ineludible.
Este grupo
primigenio, que denunciaba la influencia del “comando Rubalcaba” dentro del
periódico con argumentos supuestamente profesionales pero con un trasfondo
político neoconservador muy evidente, se convirtió en el polo de referencia
interno de los que iniciaban un tránsito hacia la derecha y alcanzaría el cenit
en la década de 2010 con Antonio Caño aupado a la dirección del periódico
cuando la muerte de Polanco dejó a Cebrián con el camino expedito para su
programa máximo y sin contrapesos.
Todos estos movimientos
fueron taponados siempre por Polanco mientras vivió, pero ayudan a entender las
raíces en el siglo XX de las batallas mediáticas en el ecosistema progresista
en el siglo XXI, que tendrían en Barroso a uno de los principales antagonistas
de este polo derechista. Y es que este corrimiento de tierras se daba también
en la Moncloa, con Felipe González en fase crepuscular, que en 1993 evitó el
K.O. por los pelos y que en su discurso de la victoria imprevista dejó para la
historia una de las frases que le proporcionó precisamente Barroso: “He
entendido el mensaje”.
Pero en realidad,
González no había entendido una de las claves de la frase que le regaló su
asesor: la hora del viejo PSOE y de sus dogmas había pasado.
A diferencia del
nuevo grupo neocon que anidaba en El País –y que se expresaría abiertamente
como tal durante la “guerra contra el terrorismo” emprendida por George W. Bush
a partir de 2001–, la receta de Barroso marchaba en sentido contrario: hacia
una regeneración de la izquierda que la liberara de los dogmas heredados de la
Transición y en alianza con sectores sociales emergentes a partir de agenda
progresista que bebía precisamente de la cultura del mayo del 68 y que ponía
los pelos de punta a Cebrián y su cáfila: feminismo, ecologismo, democracia
participativa…
Las bases para el
gran pulso de la batalla por la hegemonía político mediática en la izquierda en
la década siguiente quedaban sólidamente asentadas.
Aznarato: las
trincheras preservan el statu quo
José María Aznar
llegó finalmente a la Moncloa en 1996 a lomos de la Convergència i Unió (CiU)
de Jordi Pujol, pero los planes de Cebrián en Prisa, con Antonio Caño en la
pole position para conectar con los nuevos tiempos conservadores, nunca
pudieron ni siquiera ensayarse. El choque entre el conglomerado de comunicación
y la Moncloa fue virulento desde el inicio y fue escalando rápidamente hasta un
nivel de destrucción nuclear, con el Gobierno implicado hasta las cejas en la
construcción de una plataforma mediática con el uso de Telefónica como caja
para intentar arrastrar a Prisa hacia la quiebra y, en paralelo, con maniobras
judiciales para encarcelar a su cúpula.
Con semejante
contienda, la “revolución pendiente” de Cebrián necesariamente quedó en un
cajón y Prisa se mantuvo en el espacio progresista, articulado alrededor del
felipismo, aunque con un cambio muy significativo con respecto a las dinámicas
anteriores: antes, las relaciones entre El País y el PSOE se movían en un plano
bastante igualitario, como consecuencia del poder y del éxito de ambos. Pero
ahora el PSOE entraba en barrena, despojado de poder y carcomido por guerras
cainitas, mientras que Prisa, a pesar del asedio teledirigido por Aznar, se
mantenía en la cúspide de influencia y de poderío económico, que culminaría con
la salida a Bolsa, en el año 2000, en un contexto de borrachera del capitalismo
de casino que minimizaba los riesgos del sobreendeudamiento, como iba a
descubrir con crudeza más tarde todo el mundo, Prisa incluido, al estallar la
burbuja financiera global a partir de 2008.
Prisa y el
felipismo siguieron juntos en la trinchera, con sacrificio de Josep Borrell
incluido, y los disidentes progresistas del felipismo-cebrianismo salieron del
tablero a la espera de tiempos mejores. Como el propio Barroso, que encontró en
el FNAC, fundado por extrotskistas franceses, una magnífica plataforma para
proseguir sus batallas culturales desde la empresa privada y hasta dar rienda
suelta a su notable talento como escritor con la publicación de su novela
Amanecer con hormigas en la boca (Debate, 1999).
Barroso encontró en
el FNAC, fundado por extrotskistas franceses, una magnífica plataforma para
proseguir sus batallas culturales desde la empresa privada
Tras el hundimiento
electoral en el año 2000, el PSOE se vio obligado a afrontar sus demonios en un
congreso decisivo del que, contra todo pronóstico, fue aupado como secretario
general José Luis Rodríguez Zapatero, en una alianza contranatura de todos contra
el felipismo, que apoyaba la candidatura de José Bono. Zapatero logró aunar a
renovadores, aperturistas, izquierdistas y hasta guerristas –que dejaron tirada
a su propia candidata, Matilde Fernández, en un giro crucial de última hora del
que todavía se arrepienten un cuarto de siglo después– para inaugurar una nueva
etapa que se proponía soltar amarras con el felipismo y sus dogmas, así como
reconectar con la evolución de la ciudadanía progresista y sus nuevas
ambiciones, lo que necesariamente pasaba por retomar debates congelados por el
pacto de la Transición.
Zapatero sí parecía
haber “entendido el mensaje” cifrado de Barroso: era inevitable que se
encontraran.
Zapatero: la
ruptura impensable entre Prisa y el PSOE
La sorpresiva
victoria de Zapatero en 2004, bajo la conmoción de los atentados del 11-M,
reequilibraba de nuevo la situación histórica entre El País y el PSOE, que
volvía a la Moncloa, pero con una novedad muy significativa: Prisa seguía bajo
la órbita del felipismo, mientras que en la Moncloa soplaban los vientos nuevos
que traía Zapatero, que cimentó su victoria interna en abrir una nueva etapa
libre de los corsés del felipismo y que aspiraba pues a sacarse de encima
cualquier pretensión de tutela del viejo PSOE.
Este choque se
visualizó muy claramente ya en la primera reunión al máximo nivel entre el
nuevo presidente del gobierno y la cúpula de Prisa, que le trató como si fuera
un don nadie y le sugirió sin contemplaciones los nombres para llevar las
políticas de Comunicación.
Pero Zapatero ya
tenía decidido a quién nombrar y no estaba en la terna sugerida por Prisa:
Miguel Barroso.
El afán de tutela,
explicitada sin remilgos en esta primera y fatal reunión, así como las
vinculaciones entre el grupo de comunicación y el viejo PSOE en un nuevo marco
en que, debido a la debilidad del partido frente al poderío del grupo
mediático, la Moncloa se arriesgaba a quedar en una posición subordinada,
habían convencido a Zapatero y Barroso de la necesidad de abrir el campo de
juego del ecosistema mediático para la entrada de nuevos actores progresistas.
En su planteamiento, se trataba de un plan doblemente democrático: tanto para
el interés general, puesto que la entrada de operadores televisivos privados
con Felipe González había derivado paradójicamente en una hegemonía
incontestable de la derecha con Tele5 y Antena3 en el panorama audiovisual,
como para la propia izquierda, demasiado condicionada por un monocultivo de
Prisa, tan poderosa que no dejaba crecer la hierba, y erigida en un auténtico
contrapoder felipista.
Desde la Secretaría
de Estado de Comunicación, Barroso fue clave para abrir el terreno de juego con
la licencia televisiva que permitió a la televisión de Prisa –Cuatro– emitir en
abierto y a la vez facilitar la irrupción de un nuevo actor progresista, La
Sexta, llevando por vez primera la competencia también en el ecosistema
mediático de la izquierda.
La reacción de
Prisa fue equivalente al desencuentro de la década anterior con Aznar: se
apretó el botón de guerra nuclear. Esta vez, contra Zapatero y, sobre todo,
contra el “visitador” –así empezaron a calificarle–, al que responsabilizaron
de la tragedia de perder el monopolio y al que destinaron toda la artillería
mediática: Miguel Barroso.
Esa ruptura
política y mediática ha marcado la izquierda desde entonces, con un pulso
permanente entre dos polos: el del felipismo, que en los últimos años busca
abiertamente la colaboración con el PP para blindar el relato de la Transición,
y el de la renovación auspiciada por Barroso en el PSOE y en la Moncloa,
primero con Zapatero, luego con el intento frustrado de Carme Chacon y
finalmente con Pedro Sánchez, que aspira a colaborar con la izquierda
alternativa y los nacionalistas para superar los márgenes fijados por la
Transición hace más de cuatro décadas. Hasta 2018, Prisa jugó a tope con el
primer polo, felipista. Desde 2021, y de la mano de Barroso, pasó a alinearse
con el segundo.
LaSexta-Público:
auge y caída del conglomerado alternativo
En contra del
esquema diseñado por Barroso, el nacimiento de La Sexta no logró consolidar un
conglomerado potente que compitiera con Prisa por el segmento de mercado
progresista. Los problemas arreciaron desde el principio, por la
incompatibilidad entre los dos polos del accionariado más interesados en la gestión
de la nueva cadena, que apenas se conocían entre sí antes de la aventura y que
tenían en las relaciones históricas con Barroso el único nexo en común:
Globomedia, con base en Madrid, era el eje editorial del proyecto y aportó la
presidencia de La Sexta, que recayó en José Miguel Contreras. Y para el
“hierro” –cámaras, logística, equipamientos, etc.– se incorporó en el último
momento Mediapro, con base en Barcelona y liderado por Jaume Roures, que había
coincidido con Barroso en los círculos de izquierda alternativa en Barcelona
durante la Transición.
El nacimiento de La
Sexta no logró consolidar un conglomerado que compitiera con Prisa por el
segmento de mercado progresista
Pero Mediapro no se
conformó con el papel que se le atribuía, restringido al “hierro”, y casi desde
el primer día empezó a maniobrar para hacerse con el control del grupo y entrar
de lleno en la dirección editorial. Al no lograr avances en el control de la
redacción, en manos de Antonio García Ferreras, entonces en plena sintonía con
Contreras, Roures buscó reforzar su posición de contrapoder interno con una
interlocución directa con la Moncloa a través del lanzamiento del diario
Público a espaldas de sus socios.
Sumar un periódico
de ámbito nacional al nuevo conglomerado formaba parte del plan quinquenal del
proyecto alrededor de La Sexta, pero Roures y Tatxo Benet se adelantaron y lo
montaron por su cuenta y al servicio de sus intereses particulares. Desde fuera,
parecía que se estaba construyendo un gran grupo mediático. En realidad, el
periódico evidenciaba la guerra, ya imposible de reconducir, dentro de este
espacio justo a las puertas de la mayor crisis económica desde la Gran
Depresión de 1929, que a punto estuvo de llevárselo todo por delante.
La brutalidad de la
crisis económica acabó con el experimento: el núcleo de Mediapro, con más fondo
de armario financiero, acabó imponiéndose internamente, entre acusaciones de
desvío de fondos para financiar Público con la caja de La Sexta que nunca
llegaron a trascender. Pero los ganadores del pulso interno se aprestaron a
cerrar la edición impresa del periódico y a controlar la edición digital a
través de personas interpuestas para así contar con mejores cartas para
implorar al nuevo Gobierno del Partido Popular de Mariano Rajoy y Soraya Saénz
de Santamaría que facilitara la absorción de La Sexta por Antena3 en el nuevo
espacio de Atresmedia como la única vía para salvar el pellejo ante el mar de
deudas generado, incluso a costa de que sus participaciones en el nuevo
conglomerado se quedaran en residuales.
El fin de la
ilusión terminó con La Sexta dirigido por Ferreras pero dentro del universo
controlado por Planeta –muy bien conectada con el PP– y con el Grupo Prisa
movilizando todas sus tropas a favor de Alfredo Pérez Rubalcaba enarbolando la
bandera del “viejo PSOE”, para impedir a toda costa –todo parecía permitido–
que Carme Chacon, entonces esposa de Barroso, lograra hacerse con la secretaría
general del PSOE.
Pintaban bastos,
con artillería de “fuego amigo” a discreción y una nueva “década ominosa” en
ciernes: Barroso se replegó en La Habana como delegado de la multinacional WPP
(accionista de Mediapro). Un dulce retiro que resultó ser apenas una tregua.
Cebrián-Caño:
“Revolución conservadora”en El País
Ahogado por el peso
de la deuda descomunal de Prisa, y ya libre de la tutela de Polanco, Cebrián
pudo por fin acometer, tras la llegada a la Moncloa de Mariano Rajoy, la
“revolución conservadora” que había pergeñado infructuosamente en la década de
1990: entenderse también con el PP en nombre de una supuesta “política de
Estado” responsable que pasaría porque el PSOE, felipista, colaborara con los
conservadores para cerrar el paso a cualquier “aventura” que se propusiera ir
más allá de límites que fijó la Transición, particularmente ante el proceso
independentista en Cataluña.
Para esta fase,
Cebrián desempolvó la candidatura de Caño a la dirección del periódico, que se
arrastraba también de un cuarto de siglo antes, formó un comité editorial
nucleado alrededor del felipismo y de sus propuestas “responsables” de gran
coalición, que pasaban por situar al frente del PSOE a Susana Díaz y
desembarazarse de Pedro Sánchez, y cerró filas con el Gobierno de Rajoy aprovechando
que le ofreció un respirador asistido económico a través de las maniobras de
Soraya Sáenz de Santamaría, quien pasó a tener carta blanca en Prisa para vetar
a periodistas o incluso mandarles a lejanas corresponsalías.
No se trata de
rumores: el giro fue evidente tanto para la redacción, que entró en una
profunda depresión que ha dejado fuertes secuelas, como para los lectores, que
ante el brusco giro a la derecha y la contemporización con la Moncloa
desertaron en masa del proyecto, lo que agravó sus dificultades económicas y lo
hizo todavía más dependiente del Gobierno del PP, con la cuenta de resultados
permanentemente en rojo.
Esta sumisión de
Prisa a Soraya Sáenz de Santamaría está muy bien explicada desde dentro, y con
abundantes detalles, en el libro Memorias de luz y niebla (Galaxia Gutenberg,
2020), de Gregorio Marañón, uno de los puntales del Consejo de Administración
de Prisa durante más de tres décadas y artífice del bonus multimillonario que
se embolsó Cebrián por el ERE de 2012.
El estropicio fue
tal que la sorpresiva caída de Mariano Rajoy y la llegada a la Moncloa de Pedro
Sánchez, víctima de los cañonazos lanzados desde Prisa y su consejo felipista
“responsable”, forzó una rectificación por parte del Consejo de Administración,
entonces liderado por el Banco Santander, ante la quiebra económica en ciernes
de la compañía: se encomendó la misión de salvación a dos periodistas con gran
autoridad en la redacción y entre los lectores, Soledad Gallego Díaz y Joaquín
Estefanía, que estaban ya semijubilados.
El núcleo alrededor
de Caño fue despedido y con los años se ha ido apartando del proyecto a la
cáfila de intelectuales que forjaron esa época, en su mayoría felipistas o en
tránsito hacia la derecha, que han acabado atrincherados en el diario digital
The Objective, con la excepción de Cebrián, que sigue impertérrito cobrando una
tarifa especial por sus artículos y se mantiene como presidente de honor de El
País. La reciente salida de Fernando Savater y Félix de Azúa se inscribe
todavía en esa misma onda expansiva.
Oughourlian-Barroso:
la extraña pareja
La gran paradoja es
que la reconexión de Prisa con su base tradicional de lectores y el realineado
con el segmento progresista del mercado se debe al financiero Joseph
Oughourlian, que se cansó de perder dinero en un proyecto desnortado, cada vez
más alejado de su comunidad lectora y gestionado como “una casa de apuestas
fallidas” al servicio de proyectos políticos del establishment que solían
estrellarse sin alcanzar nunca sus objetivos, como sus infructuosos y
constantes intentos de aupar a Susana Díaz o de noquear a Pedro Sánchez.
En 2021, el
presidente del fondo Amber Capital dio un golpe de mano y reunió los apoyos
suficientes en el Consejo de Administración para hacerse con la presidencia de
Prisa, dirigir él mismo la corporación y relegar a Cebrián a un lugar puramente
honorífico a partir de motivaciones de estricta racionalidad económica,
desprendida de cualquier ideología: si los lectores y la audiencia de El País y
la Ser son mayoritariamente progresistas, la línea editorial del grupo debe
moverse también dentro de estos parámetros, desde el rigor y con la máxima
independencia que permita una situación financiera tan desesperada.
La reconexión de
Prisa con su base tradicional de lectores se debe al financiero Joseph
Oughourlian
Durante sus años en
el consejo, al que se había incorporado en 2015, Oughourlian escuchó muchas
historias de complots en los que siempre acababa apareciendo supuestamente la
mano oculta de Barroso, convertido en una auténtica obsesión para Cebrián desde
que Zapatero se negó a aceptar la tutela de Prisa y de González, en 2004.
Y así fue como,
para estupefacción general, el financiero acabó llamando a Barroso, le
incorporó al consejo y le entregó plenos poderes para que Prisa reconectara con
su audiencia, lo que incluyó el nombramiento de Pepa Bueno en la dirección de
El País y de Montse Domínguez en la de la Cadena Ser.
Oughourlian sí
había entendido el mensaje, aunque solo fuera para dejar de perder dinero.
En poco más de dos
años, El País suma 350.000 suscriptores, con lo que al fin recorre la misma
senda que siguen desde hace años los diarios de referencia en los países
occidentales, que basan su modelo de negocio en la construcción de una base de
lectores de pago, un auténtico tabú para Cebrián, que nunca entendió el nuevo
mundo digital, y no en una timba de apuestas políticas. Para ello el grupo
necesitaba recuperar la sintonía con su audiencia, lo que ha facilitado que al
menos todas las unidades del grupo dejen de perder dinero.
Pese a ello, la
situación sigue siendo muy complicada, con el agobio de la estratosférica deuda
acumulada en el pasado, por lo que el giro impulsado por Barroso dista mucho de
estar consolidado y depende en buena medida de la entrada de más inversores que
acaben compensando al financiero francés para que pueda reducir las minusvalías
que acumula.
Tras la muerte de
Barroso, el nombramiento de Jordi Gracia como nuevo presidente del Consejo
Editorial de Prisa y de José Miguel Contreras como director de Contenidos ha
sido interpretado por un cáustico analista con retranca como una prueba de que
“Barroso sigue trabajando después de muerto”.
Eso sí: los
millones de la multinacional francesa Vivendi y de su ultraderechista dueño,
Vincent Bolloré, próximo de Oughourlian y socio de este en varias aventuras,
aguardan su momento por si el nuevo polo empresarial que estaban construyendo
Barroso y Contreras no alcanza a cumplir sus objetivos.
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Esta pieza
pertenece a la sección Reality News, espacio de la Revista Mongolia dedicado a
noticias reales.
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