lunes, 1 de noviembre de 2021

DEFENDER LA DIGNIDAD DEL CONGRESO: ¿QUÉ MENOS?

 

DEFENDER LA DIGNIDAD DEL CONGRESO: 

¿QUÉ MENOS?

La injusticia perpetrada contra Alberto Rodríguez es un avasallamiento consentido de la autonomía parlamentaria que no puede quedar sin contestación

GERARDO PISARELLO

Mucho se ha escrito y mucho se ha dicho al respecto. Pero cuando se es testigo directo de un atropello es difícil callar. Contemplada desde la propia Mesa del Congreso, la injusticia perpetrada esta semana contra Alberto Rodríguez aparece sin duda como un doble agravio. Como un golpe artero a la inocencia de un diputado canario, obrero industrial de profesión, condenado sin base probatoria jurídicamente admisible. Pero también como un avasallamiento consentido de la autonomía del Congreso que por elementales razones de dignidad no puede quedar sin contestación.

1.  El origen del entuerto: un diputado de origen popular condenado sin pruebas.

Que la condena a Alberto Rodríguez es un despropósito es algo que juristas y comentaristas de todas las sensibilidades han reconocido de manera llamativa. Los hechos, como es ya conocido, se remiten a una protesta que tuvo lugar hace ocho años, durante una visita a La Laguna del entonces ministro de  Educación del Partido Popular, José Ignacio Wert. Alberto Rodríguez, que no militaba aún en Podemos pero que era ya un activista comprometido en numerosas causas sociales en su tierra, fue acusado de propinar una supuesta patada a la rodilla de un policía durante la protesta contra la Ley de Educación del Partido Popular. Desde aquel lejano 2014 hasta el día de hoy, la coincidencia en que, salvo la declaración del agente implicado, no existe testimonio, imagen o registro alguno que avalen aquella acusación, es amplísima. Lo han dicho juristas de sensibilidades diversas. Lo sostuvieron en un voto particular dos magistrados del Tribunal Supremo que se pronunciaron al respecto. Y en cierto modo lo admitió la mayoría de la Sala, que no se atrevió a sancionarlo más que con 45 días de prisión. Una pena tan leve que el propio Código Penal obliga a sustituirla por una simple multa.

 

2. La mano ejecutora: un juez arrogante ya reprendido por su arbitrariedad.

 

A pesar de todo eso, el presidente de la Sala del Supremo, Manuel Marchena, se empleó a fondo para conseguir una mutación de todo punto arbitraria: que un reproche penal mínimo, que una mínima pena de multa, se convirtieran en castigo máximo, llegando a privar a Alberto Rodríguez de su escaño en el Congreso. El objetivo, obviamente, era lanzar una advertencia a navegantes: cualquier ejercicio del derecho a la protesta puede convertirse, en el futuro, en causa de expulsión de la vida política institucional.

 

Marchena fue dejando claro cuál era su plan: exigir que su decisión se cumpliera, una y otra vez, pero sin explicitarla nunca por escrito

 

No era la primera vez que Marchena lo intentaba. Ya en 2008, el juez con cuya designación el Partido Popular pretendía “controlar por detrás la Sala Segunda del Tribunal Supremo”, instó a la condena por desobediencia y la inhabilitación del presidente del Parlamento vasco, Juan María Atutxa. En aquella ocasión, la decisión acabó en el Tribunal de Estrasburgo, que entendió que el Supremo había vulnerado el derecho a un debido proceso. Más tarde, Marchena ensayó una operación similar con los diputados independentistas que se encontraban en prisión. Esta vez, temeroso de que una nueva decisión similar lo expusiera abiertamente a la prevaricación, no se atrevió a consignar por escrito su voluntad de dejar sin escaño al diputado nacido en el barrio obrero de Ofra, en Santa Cruz de Tenerife. Escogió otra vía más sibilina: presionar al Congreso para que asumiera la operación y, degradando su propia autonomía, se convirtiera en cómplice último de la misma.

 

Y así ocurrió. En cada uno de sus oficios de “aclaración” del sentido de la sentencia, Marchena fue dejando claro cuál era su plan: exigir que su decisión se cumpliera, una y otra vez, pero sin explicitarla nunca por escrito, forzando a sus destinatarios en el Parlamento a leer en su mente lo que la propia literalidad de la sentencia no expresaba. Para consumar su propósito, contó con la complicidad activa del PP y de Vox. Y también, por desgracia, de una presidenta de la Mesa del Congreso que prontamente dimitió en su defensa de la dignidad institucional de la Cámara.

 

 

3. La colaboración necesaria: una Presidencia de la Cámara que consintió el desafuero.

 

Apenas conocida la sentencia, el PP y Vox salieron a defender abiertamente que la única ejecución posible de la misma consistía en privar a Alberto Rodríguez de su escaño. Y no solo eso: en las propias sesiones de la Mesa, el representante de Vox no dudó en recurrir al lenguaje de la amenaza, y en más de una ocasión recordó a la Presidenta que no secundar la lectura más severa de la sentencia la exponía a acabar condenada por desobediencia.

 

Como es sabido, los Letrados de la Cámara salieron a cerrar el paso a dicha pretensión con un informe inapelable. En él se sostenía no había ni una sola línea de la sentencia que contemplara de manera “clara y expresa” el cese de Alberto Rodríguez en el cargo, por lo que esa interpretación debía descartarse. Al pronunciarse sobre ese Informe, la Mesa, como órgano colegiado, hizo además algo muy importante: se atribuyó la competencia para decidir cómo había que llevar a efecto la sentencia.

 

Con el Informe de los Letrados y el apoyo de la mayoría de la Mesa, incluidos los diputados del PSOE, Meritxell Batet podría haber hecho frente a las pretensiones de Marchena

 

Con el Informe de los Letrados y el apoyo de la mayoría de la Mesa, incluidos los diputados del PSOE, Meritxell Batet podría haber hecho frente a las pretensiones de Marchena. Para ello, bastaba con recordarle que la pena principal impuesta a Alberto Rodríguez ya se había satisfecho con el pago de la multa a la que se le condenó y que la inhabilitación especial para el sufragio pasivo solo podía operar pro futuro, impidiéndole concurrir a elecciones durante 45 días. No quiso o no se atrevió a hacerlo. Pero lo más grave es que dio un paso más allá, y cediendo a las intenciones reales, aunque nunca puestas por escrito por el presidente del Supremo, pidió directamente a la Junta Electoral Central que sustituyera al diputado canario.

 

Con esta decisión unilateral, adoptada sin dar audiencia a la Mesa y sin ningún nuevo informe jurídico que la avalara, la presidenta de la Cámara no solo vulneró los derechos políticos de Alberto Rodríguez y de los miles de canarios y canarias que lo eligieron como su voz en Madrid. Consintió que se avasallara la autonomía del Congreso y escribió uno de los episodios más infaustos de la historia del parlamentarismo español.

 

4. Un imperativo democrático de mínimos: recuperar la dignidad del Congreso.

 

La condena y la expulsión del Congreso de Alberto Rodríguez, diputado de clase trabajadora, coinciden con dos hechos que dicen mucho del tiempo en que vivimos. Uno, la emergencia pública de delitos millonarios de evasión y blanqueo de capitales atribuidos a Juan Carlos I, todavía hoy impunes. Otro, la constatación judicial de que el partido que escogió a Marchena “para controlar por detrás la Sala Segunda del Supremo”, contaba con una caja B con la que se financiaba ilegalmente, trucando el juego democrático. A la asimetría entre cada uno de estos hechos le corresponde una asimetría en la actitud frente a los mismos. Cuando estas líneas vean la luz, el monarca Borbón con el que Franco dejó “todo atado y bien atado” proseguirá impertérrito su exilio de lujo en Abu Dhabi. También la cooptación del Poder Judicial pergeñada por el PP para que su propia corrupción quede impune continuará blindada. Mientras tanto, Alberto Rodríguez se reincorporará a su puesto de obrero industrial. Y lo hará, como él mismo ha dicho, sin renunciar a revertir la cadena de tropelías e injusticias cometidas en su contra.

 

 

 

Esa actitud de resistencia frente al abuso, esa voluntad de seguir en pie a pesar de las ventajas concedidas a los poderosos de turno, no admiten mirar hacia otro lado. Hace siglos, en 1512, un diputado llamado Richard Strode quiso presentar una iniciativa legislativa en el parlamento inglés para mejorar las condiciones laborales de los mineros del estaño. Ya entonces, sus adversarios utilizaron un tribunal para apresar a Strode e impedirle asistir al Parlamento. Pero el Parlamento reaccionó, hizo valer su autonomía y ordenó su inmediata liberación. Ese pulso marcó un hito y sentó las bases de la inmunidad parlamentaria como garantía de libertad política frente a esas operaciones de guerra judicial que hoy se conocen como lawfare.

 

La presidencia del Congreso no ha estado a la altura de la mejor tradición garantista parlamentaria ni ha hecho respetar la división de poderes. Y su propio partido debería habérselo recordado. Por eso, por Alberto Rodríguez y por todos los Richard Strode que en el futuro podrían ser víctimas de una justicia persecutoria y arbitraria, el oficio enviado por Meritxell Batet a la Junta Electoral Central debe quedar sin efecto. Por eso, y para que la autonomía del Congreso no se vea irreparablemente atropellada, debe ser la propia Cámara quien tenga la última palabra. Hay que pelearlo. Aunque más no sea para que la autonomía parlamentaria pueda ser de forma creíble otro de los nombres de la libertad en nuestros tiempos.

 

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Gerardo Pisarello y Javier Sánchez Serna son diputados por el Grupo Confederal de Unidas Podemos-En Comú Podem-Galicia en Común y miembros de la Mesa del Congreso.

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