CRIMINALES DE GUERRA,
CARNICEROS EN PAZ
DAVID
TORRES
Como
tantos otros, el concepto de criminal de guerra resulta siempre relativo:
depende mucho de si el criminal en cuestión perdió o ganó la guerra. Así, tras
la Segunda Guerra Mundial, los Aliados se permitieron el lujo de juzgar en
Nüremberg no sólo a ciertos jerarcas del aparato nazi, como Göring, Bormann o
Frank, sino también a altos mandos responsables de matanzas, médicos que
colaboraron en los campos de exterminio, empresarios que se lucraron con la
industria del genocidio y magistrados que impusieron las leyes de pureza
racial.
Fue
una labor pionera en la historia de los derechos humanos, aunque se quedara sin
juzgar un importante bancal de criminales, precisamente los del bando aliado.
Por citar sólo tres casos: la violación masiva de más de siete mil civiles
italianos por obra y gracia del Cuerpo Expedicionario Francés -los Goumiers-;
la masacre de Katyn, donde alrededor de veinte mil prisioneros polacos fueron
ejecutados por el ejército soviético; o el bombardeo de Dresde, en el que
cuatro ataques aéreos combinados de las fuerzas aéreas británicas y
estadounidenses arrasaron la llamada “Florencia del Elba” con un saldo de entre
cuarenta mil y cincuenta mil víctimas civiles.
Mención
aparte merecen las dos bombas atómicas arrojadas sobre Japón por orden del
presidente Truman, dos vistosas atrocidades que mataron más de ciento diez mil
personas, dejando a su paso un incontable reguero de secuelas, y cuya
justificación estratégica (causar un efecto psicológico tan devastador que
obligaría al ejército japonés a capitular) no se sostiene por el simple hecho
de que se lanzó una bomba el 6 de agosto en Hiroshima y otra el 9 de agosto en
Nagasaki. Más que para Hirohito, Fat Man era un mensaje en clave para Stalin.
Había que enseñarle a la URSS que en el frente del Pacífico no tenía nada qué
hacer y que, además, contaban con más de una.
De
manera que sí, que está muy bien que el Tribunal Penal Internacional haya
condenado al general Ratko Mladic por genocidio y crímenes contra la humanidad
durante la guerra de Bosnia, pero es una sentencia que nos deja un poco fríos a
quienes vimos escapar a Pinochet con su dodotis -gracias al apoyo de Margaret
Thatcher y de docenas de mamporreros más- y a quienes nunca veremos sentarse en
el banquillo a un genocida de la talla y el talante de Henry Kissinger. Más que
fríos, indiferentes y bastante mosqueados a quienes tenemos que seguir
soportando, año tras año, los homenajes, los monumentos y las calles decoradas
con los nombres de quienes dedicaron lo mejor de tu talento a cazar españoles
como a conejos.
No
es sólo la sombra insoslayable de la cruz en el Valle de los Caídos, el mayor
monumento al fascismo sobre la faz del planeta; ni la tumba, en la Basílica de
la Macarena en Sevilla, del general Queipo de Llano, responsable del asesinato
de Federico García Lorca y de más de cinco mil personas en la peor matanza de
la guerra civil, la Desbandá, un ataque contra civiles indefensos que
abarrotaban la carretera de Málaga a Almería. Es la infamia inalterable de casi
cuarenta años de paz -una época de “extraordinaria placidez”, según Mayor
Oreja- en la que los criminales seguían a lo suyo, violando mujeres y
torturando inocentes con la bendición de la iglesia. Hay demasiadas Srebrenicas
impunes en el mundo para alegrarse por la condena de un carnicero más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario