lunes, 13 de noviembre de 2017

POR LA GLORIA DE MI MADRE

POR LA GLORIA DE MI MADRE
DAVID TORRES
En un especial de Inocente, Inocente, le gastaron una broma a Chiquito de la Calzada haciéndole creer que, aprovechando su tirón popular, iban a presentarlo como candidato a presidente del gobierno. No tenían ideología definida y el programa electoral era una etiqueta de Anís del Mono, pero con menos forraje en las alforjas acabó triunfando Ciudadanos. A Chiquito es que le copiaban todo: los andares difíciles (los pies de punta y una mano en los riñones), los saltos, los gestos, el acento y, sobre todo, un repertorio de palabras cuya etimología se pierde en el misterio. Una vez, mi querido amigo Rafael Martínez Simancas -con el que tanto hablé en chiquités- me contó que el origen de la palabra fistro (existe también la variante finstro) provenía de un matador que había sufrido una cornada en el diodenal y al que tendrían que operar del esfínter: “Doctores, mucho cuidado con el fistro” les advirtió el torero. Chiquito lo oyó contarlo en alguna taberna de Málaga y el resto es historia de la léxicografía.

En medio de la sofisticada broma con que intentaba engatusarlo, Juan Imedio le explicaba a Chiquito que, entre los novedosos proyectos con que iban a cambiar de arriba abajo la política del país, estaba la iniciativa de presentar fistros en lugar de ministros: el fistro de Economía, el fistro de Interior, el fistro de Hacienda. Otra cosa más que le copiaron con el nombramiento de Guindos, Fernández Díaz, Zoido y Montoro. Ahora que se ha muerto no nos queda ni el consuelo de pensar en cuánto habría ganado España con él en La Moncloa: para empezar, los catalanes no habrían querido separarse ni hartos de vino. Es la diferencia entre la ficción y la realidad, entre tener un presidente de chiste y tener un chiste de presidente.

Cuando en marzo de 2012 murió Pepita, la mujer con la que compartió medio siglo de vida, a Gregorio Esteban Sánchez se le rompió el corazón. De esa cornada ya no logró recobrarse, por más que los amigos intentaban animarlo, y pasó los últimos cinco años lejos de los escenarios, exiliado de la televisión y de la fama, más Gregorio que Chiquito, roto de nostalgia y de dolor. En alguna entrevista de la que no quiero acordarme, hasta le hicieron llorar en público, y a media España, con razón, eso le pareció una canallada imperdonable, un pecado: un hombre como Chiquito de la Calzada no podía guardar lágrimas dentro, no estaba hecho para el llanto. ¿Te da cuen?

Una vez dije, y lo suscribo plenamente, que inventó, además de un idioma propio, el chiste faulkneriano, una manera enrevesada y barroca de contar una cosa en la que no se entendía nada pero se entendía todo a la vez, una narración aderezada de referencias líricas y cinematográficas, de Tarzán y de Perry Manson, con una fauna alternativa de niños orejones, ranas con cantimplora y moscas gordas como croquetas. La inmensa mayoría de sus chistes no hubieran extraído ni una carcajada en manos de cualquier otro cómico (ni siquiera de Eugenio, que era algo así como la antimateria de Chiquito en la galaxia del humor), pero hay por lo menos tres que me parecen rotundas obras maestras: el del concejal de Cuenca, el del trampolín de 30 metros que pide una toalla mojada en lugar de un cubo de agua, y el del mono que viola a un león. El final de este último me parece la mejor metáfora de la profesión periodística, cuando el león, enfurecido de rabia, entra en un camping buscando al mono que le ha borrado el cero, la gente sale corriendo en masa y el mono se disfraza con una camisa, se coloca unas gafas y se pone a leer el periódico tumbado en una hamaca:

-Oiga -pregunta el león-, ¿no habrá visto pasar por aquí a un monooor?

-¿Cuál? ¿Uno que ha dado por culo a un león?

-¡No me joda que ya ha salido en los periódicos!

Hay cómicos que, además de mucha risa, te dan alegría, felicidad, ganas de vivir. Lejos del sarcasmo de Gila o de la crítica de Tip y Coll, Chiquito pertenecía a esa gloriosa estirpe de los Hermanos Marx o del Gordo y el Flaco: basta pensar un instante en esa bendita gente y se te doblan hacia el cielo los labios. Un día una niña le pidió a Groucho Marx: “Por favor, no se muera usted, nunca”. Chiquito tampoco hizo caso, por la gloria de mi madre.

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