POR LA GLORIA DE MI MADRE
DAVID
TORRES
En un especial de Inocente, Inocente, le gastaron una broma a
Chiquito de la Calzada haciéndole creer que, aprovechando su tirón popular,
iban a presentarlo como candidato a presidente del gobierno. No tenían
ideología definida y el programa electoral era una etiqueta de Anís del Mono,
pero con menos forraje en las alforjas acabó triunfando Ciudadanos. A Chiquito
es que le copiaban todo: los andares difíciles (los pies de punta y una mano en
los riñones), los saltos, los gestos, el acento y, sobre todo, un repertorio de
palabras cuya etimología se pierde en el misterio. Una vez, mi querido amigo
Rafael Martínez Simancas -con el que tanto hablé en chiquités- me contó que el
origen de la palabra fistro (existe también la variante finstro) provenía de un
matador que había sufrido una cornada en el diodenal y al que tendrían que
operar del esfínter: “Doctores, mucho cuidado con el fistro” les advirtió el
torero. Chiquito lo oyó contarlo en alguna taberna de Málaga y el resto es
historia de la léxicografía.
En medio de la sofisticada broma con que intentaba engatusarlo,
Juan Imedio le explicaba a Chiquito que, entre los novedosos proyectos con que
iban a cambiar de arriba abajo la política del país, estaba la iniciativa de
presentar fistros en lugar de ministros: el fistro de Economía, el fistro de
Interior, el fistro de Hacienda. Otra cosa más que le copiaron con el
nombramiento de Guindos, Fernández Díaz, Zoido y Montoro. Ahora que se ha
muerto no nos queda ni el consuelo de pensar en cuánto habría ganado España con
él en La Moncloa: para empezar, los catalanes no habrían querido separarse ni
hartos de vino. Es la diferencia entre la ficción y la realidad, entre tener un
presidente de chiste y tener un chiste de presidente.
Cuando en marzo de 2012 murió Pepita, la mujer con la que
compartió medio siglo de vida, a Gregorio Esteban Sánchez se le rompió el
corazón. De esa cornada ya no logró recobrarse, por más que los amigos
intentaban animarlo, y pasó los últimos cinco años lejos de los escenarios,
exiliado de la televisión y de la fama, más Gregorio que Chiquito, roto de
nostalgia y de dolor. En alguna entrevista de la que no quiero acordarme, hasta
le hicieron llorar en público, y a media España, con razón, eso le pareció una
canallada imperdonable, un pecado: un hombre como Chiquito de la Calzada no
podía guardar lágrimas dentro, no estaba hecho para el llanto. ¿Te da cuen?
Una vez dije, y lo suscribo plenamente, que inventó, además de
un idioma propio, el chiste faulkneriano, una manera enrevesada y barroca de contar
una cosa en la que no se entendía nada pero se entendía todo a la vez, una
narración aderezada de referencias líricas y cinematográficas, de Tarzán y de
Perry Manson, con una fauna alternativa de niños orejones, ranas con
cantimplora y moscas gordas como croquetas. La inmensa mayoría de sus chistes
no hubieran extraído ni una carcajada en manos de cualquier otro cómico (ni
siquiera de Eugenio, que era algo así como la antimateria de Chiquito en la
galaxia del humor), pero hay por lo menos tres que me parecen rotundas obras
maestras: el del concejal de Cuenca, el del trampolín de 30 metros que pide una
toalla mojada en lugar de un cubo de agua, y el del mono que viola a un león.
El final de este último me parece la mejor metáfora de la profesión periodística,
cuando el león, enfurecido de rabia, entra en un camping buscando al mono que
le ha borrado el cero, la gente sale corriendo en masa y el mono se disfraza
con una camisa, se coloca unas gafas y se pone a leer el periódico tumbado en
una hamaca:
-Oiga -pregunta el león-, ¿no habrá visto pasar por aquí a un
monooor?
-¿Cuál? ¿Uno que ha dado por culo a un león?
-¡No me joda que ya ha salido en los periódicos!
Hay cómicos que, además de mucha risa, te dan alegría,
felicidad, ganas de vivir. Lejos del sarcasmo de Gila o de la crítica de Tip y
Coll, Chiquito pertenecía a esa gloriosa estirpe de los Hermanos Marx o del
Gordo y el Flaco: basta pensar un instante en esa bendita gente y se te doblan
hacia el cielo los labios. Un día una niña le pidió a Groucho Marx: “Por favor,
no se muera usted, nunca”. Chiquito tampoco hizo caso, por la gloria de mi
madre.
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