DETRÁS ESTÁ LA GENTE
Detrás del ruido, la mentira y la barbarie, está quien se ocupa sólo de
hacer lo que mejor puede, de dar lo mejor que esté en su mano
Voluntarios limpiando el desastre en
Benetússer. / Pacopac CC BY-SA
4.0, via Wikimedia Commons
El 11 de marzo de 2004, jueves, amaneció con miles de teléfonos temblando en Madrid. A esas horas en que muchos madrugan para ir al trabajo y a la facultad, o vuelven del trabajo y de la noche, hubo varias explosiones en la red ferroviaria de cercanías que conecta los municipios del sur de la región con la capital, epicentro en la estación de Atocha. La información fue muy confusa durante las primeras horas, empezando por la magnitud literal de la tragedia, que acabó alcanzando, con los días, la pavorosa cifra de 192 personas asesinadas y varios miles de heridos. La primera confusión, fruto directo de la mentira, vino por quienes mayor claridad, fiabilidad y rigor debían desplegar; los responsables del gobierno. Estos, calculando lo que les convenía decir, en vista de las elecciones generales fijadas para apenas tres días después, atribuyeron a la banda terrorista ETA los atentados, cuando la información policial de la que disponían ya apuntaba al islamismo radical. Muchas cosas cambiaron en España aquellos días, sobre todo en Madrid. La verdad se fue abriendo paso entre el fango, los escombros y la sangre a mayor velocidad de la que algunos pretendieron, y el gobierno de José María Aznar (el candidato Rajoy nunca se metió en política) fue finalmente derrocado el domingo, 14 de marzo, después de tres días acusando de mentir a los que combatían sus mentiras. Fue un antes y un después para la vida pública española, cuyos niveles de intoxicación mediática, descrédito gubernamental y polarización ciudadana –crispación fue la palabra mágica– abrieron un boquete cuyo fondo andamos tocando hoy. Tuvieron gran protagonismo en ello ciertos locutores de radio acomplejados desde el instituto, ciertos impresores de periodismo fantástico, y ciertos obispos con cara de cirio azuzando manifestaciones y homilías, nostálgicos de cuando los de su rango bendecían la danza negra de los buitres –con antorchas antes, con fusiles luego– asesinos del alba.
Mientras
tanto, sin embargo, en la calle y no en la tele, en la vida y no en la burbuja
narcisista y mezquina de ahí arriba; aquí abajo, abajo, la gente de
Madrid siguió viviendo aquel 11 de marzo con un silencio sobrecogedor, casi
sagrado. La gente de esa ciudad generosa y bravía, atropellada y entrañable,
escondrijo y babilonia de todos los fugitivos de este mundo, enmudeció aquel 11
de marzo como sólo lo innombrable nos enmudece; lo in-imaginable para
quienes, aun con mucha imaginación, no pueden concebir hasta qué niveles
delirantes el ser humano puede devenir en monstruo.
Paseando
aquel jueves 11 de marzo por la tarde, reparé en algo inédito: la gente, al
cruzarse, levantaba los ojos para buscar los ojos de los otros
Quien
esto escribe tenía entonces veinte años y tres meses de vértigo, y descubría al
fin –entendiendo con las entrañas, no con la razón– lo que escribiera sobre
nuestro país, setenta años antes, un inca milenario de tristeza infinita; un
huérfano del Perú muerto en París llamado César Vallejo. Pero uno entendía del
todo a César Vallejo, lo que Vallejo quiso decir sobre nosotros y nuestra
pavorosa guerra civil (ese milagro que es España, aparta de mí este cáliz),
en la calle, en las caras de la gente de Madrid, durante esos días de marzo.
Flotaba en el aire un silencio atronador; apenas circulaban coches. Paseando
aquel jueves por la tarde, solo y sin rumbo, atravesando Chamberí, reparé en
algo inédito: la gente, al cruzarse con la gente, levantaba los ojos para
buscar los ojos de los otros. La gente –atropellada y ciega tantas veces,
tantas veces ajena por no ver al mendigo inoportuno de la esquina– necesitaba
mirar las caras de los otros; saber que los otros estaban ahí. Como si en
los ojos del desconocido asomara un familiar.
Estos
días, después de que un diluvio arrasara zonas de Valencia y Albacete, los
fantasmas de aquellos días de marzo de hace dos décadas, en Madrid, parecieron
emerger en esas calles, que la mayoría sólo vemos a través de una pantalla. Da
igual: se ven perfectamente arrasadas por el agua, así como por el llanto y la
desesperación de quienes han perdido familiares, hogares y formas de vida. Se
ven perfectamente diezmadas por el fango y el detritus; así como por los nuevos
pero viejísimos buitres que siempre sacaron rédito de las aguas revueltas y de
los muertos huérfanos, los que ni siquiera tienen nombre aún. No sabemos
todavía a cuánto ascenderá la tragedia en cifras esculpidas en mármol, pero la
tecnología actual, que amplifica todo, también hace lo suyo para que se pueda
identificar en horas a los manipuladores, a los incompetentes, a los
oportunistas y a los herederos de la barbarie. Cierto que algunas cosas –pues
somos humanos, aunque algunos se crean dioses– siempre escaparán a nuestro
control y entendimiento. Cierto, también, que es legítimo y necesario que
quienes escurran el bulto, eludan responsabilidades, mientan, manipulen, saquen
tajada de cualquier tipo, y sobre todo invoquen y aticen la danza macabra de
los buitres al alba, sepan que todo tiene consecuencias en esta vida, y que la
paciencia, como el planeta, siempre tiene un límite.
No
la inventamos nosotros, a la vida, pero la co-creamos a nuestra viva imagen a
diario. Por eso, mientras algunos azuzan la eterna pelea en el barro de los
fantasmas españoles de Goya; mientras los más tóxicos –que son minoría pero
siempre los que más gritan, y por eso se les oye más– usan la tragedia ajena
para suplir vacíos y complejos de diván; mientras, sin embargo, ahí abajo, abajo,
detrás de todo el ruido y de la escoria, y como cantaba Serrat, está la
gente. La que se ocupa sólo de hacer lo que mejor puede, de dar lo mejor que
esté en su mano, porque en cada desconocido que rema contra el fango late
escondido un familiar.
En
la pantalla, en las calles diezmadas de esos pueblos del desastre, han asomado
estos días muchachos senegaleses como robles oscuros, achicando el agua
criminal del naufragio –nadie tendrá más experiencia en eso que ellos–, y
sonriendo. Ha asomado una viejecilla autóctona, de edad ya indefinible y de
nombre Isabel, haciendo recolecta de víveres en el estadio de Mestalla con la
misma diligencia con que afrontaría de niña un bombardeo. Han asomado bomberos
españoles, pero también franceses y portugueses. Han asomado refugiados de
Gaza, diciendo, desde el abismo donde no queda nada más que dignidad, que “para
lo que ustedes quieran, aquí estamos”. Han asomado mujeres magrebíes dando a
todos de comer. Ha asomado un electricista, de nombre Manuel, que ayudó a
recuperar la corriente eléctrica de varias viviendas en Paiporta, y que miraba
a la cámara del móvil que le grababa con la naturalidad cotidiana con que hizo
siempre su trabajo, aunque esta vez sea gratis y el mundo se le haya caído
encima: dónde está lo extraordinario –parece decir– en hacer lo que uno tiene
que hacer, cuando hay que hacerlo, para quien debe hacerse. Han asomado riadas
de personas, miles de personas, echada a pie a la carretera, yendo a ayudar a
sus pueblos vecinos.
Y
juraría –no es delirio– que vi también asomar en la pantalla, en un ángulo
perdido, a César Vallejo. Una horda de buitres le increpaba, por ser humano y
pobre y no haber hecho nunca mal a nadie. Pero sobre todo, supongo, porque
barría las calles junto a los demás; anónimo, hambriento, invencible.
Susurrando en un silencio atronador que si la nobleza, la decencia, esa cosa
antiquísima y fraterna que nos hace humanos, cae de nuevo, en cualquier rincón
del mundo –digo, es un decir…–,
…salid,
niños del mundo: id a buscarla!
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