miércoles, 6 de noviembre de 2024

DANA, ‘PRESTIGE’ Y EL ETERNO RETORNO

 

DANA, ‘PRESTIGE’ Y EL ETERNO RETORNO

A una distancia de 22 años y una península entera por medio, el contraste entre ambos desastres es que antes la extrema derecha era anecdótica, la derecha era civilizada y la oposición, responsable

XOSÉ MANUEL PEREIRO

Voluntarios limpian chapapote de una playa gallega. / La Sexta

Para los que no hemos provocado ni la más mínima crisis, pero hemos sufrido varias como periodistas y como ciudadanos, la catástrofe de la DANA es, con todas las diferencias, un déjà vu de otras. La más clara, la del Prestige. Antes de que me salten merecidamente a la yugular, la diferencia esencial es que ahora en Valencia se han producido cientos de muertes, por ninguna (o una) hace 22 años por estas fechas en Galicia, y que ahora miles de personas lo han perdido materialmente todo y entonces lo que se vio afectado (en principio temporalmente) fue sólo su medio de vida.

Sin embargo, la tragedia provocada por un fenómeno meteorológico en la costa mediterránea y la ocasionada por un naufragio en el noroeste atlántico tienen un punto en común: el del accidente convertido en desastre por la inacción o las malas decisiones de las autoridades. Del Gobierno central en el caso del petrolero, decidiendo alejarlo para no responsabilizarse de su destino, y del valenciano en el de la riada, haciendo caso omiso de todas las previsiones y de una alerta real. En ambos casos, los ejecutivos locales cometieron dejación de responsabilidades: en el de la Xunta de Galicia, dejándose arrebatar, por obediencia partidaria debida, la gestión de los aspectos locales. De entrada, eran de su competencia y, sobre todo, su grado de control, logístico y político, era considerablemente más eficaz que el del Estado, por mucho que el ámbito teórico de decisión residiese en manos ajenas y lejanas. En el de la Generalitat, exhibiendo una inoperancia criminal por un cóctel mezcla –en las proporciones que quieran– de desidia, falta de control y salvaguarda de intereses, tipo los que esgrimía en Tiburón (Steven Spielberg, 1975) el alcalde de la localidad turística afectada.

En ambos casos, los ejecutivos locales cometieron dejación de responsabilidades

Ambas catástrofes han puesto en evidencia una característica española que los clásicos del pensamiento patriota han considerado tradicionalmente una virtud: la capacidad de improvisación. La habilidad de echar mano rápidamente de algo (sea la imaginación, la temeridad o la chapuza) para sustituir la planificación y la prevención. En el Prestige, los medios de salvamento públicos estaban destinados fuera de la zona de riesgo, cuyo control estaba reservado a la gestión privada mediante empresas que, durante décadas, maniobraron –con la aquiescencia de las sucesivas autoridades competentes– en base a sus rendimientos particulares, y para ello agravaron, en más de un caso, los siniestros. En la comunidad con la línea de costa más extensa de la Península y con el mayor número de naufragios, únicamente estaban almacenados ocho kilómetros de barreras anticontaminación.

Y por supuesto, en los dos casos “no se podía saber”…, pero sí tener sospechas más que fundadas. Y había experiencias anteriores de sobra. En el de la costa valenciana, además –que no es poco– del aviso de la Aemet, el urbanismo y la obra civil perpetrada durante décadas, primero de forma salvaje y después planificado democráticamente, ignoró las posibles consecuencias, plegándose al lobby inmobiliario y al “capitalismo popular”. En el caso de la costa atlántica (y no solo atlántica), donde se ha producido un siniestro con derrame de hidrocarburos con una frecuencia de uno por década, las presiones del lobby petrolero y el del transporte marítimo han retrasado la implementación y la aplicación de sucesivas normas de seguridad.

Vamos con las diferencias. La primera es que la invasión de chapapote no afectó a ninguna infraestructura básica. Ni a las vías de comunicación, ni al suministro de agua o electricidad, ni al de alimentos. Los voluntarios, e incluso los curiosos y los “turistas de catástrofe” podían transitar por donde querían. El único problema que hubo que afrontar, al principio sin ayuda oficial, fue el de cómo darle techo y comida a cientos de voluntarios que se presentaban de improviso (Muxía, una población de poco más de mil habitantes, atendió en el puente de la Constitución, por sus propios medios, a cuatrocientas personas). Al contrario, en Valencia, con todas las infraestructuras arrasadas, y ni siquiera atendidas las necesidades de la población, la presencia de más gente sobre el terreno no deja de ser un problema logístico necesitado de una cuidada planificación.

En el caso de la actual tragedia, el problema no es tanto la donación como su distribución

Salvo para atender las necesidades de los voluntarios, en Galicia no se necesitaron aportaciones de alimentos o enseres (sí se llegaron a tener que comprar fuera de la comunidad botellines de agua o equipos de trabajo). En el caso de la actual tragedia, el problema no es tanto la donación, ingente gracias a una enorme oleada solidaria (un ejemplo: el R.C. Deportivo reunió en un solo día 80 toneladas de alimentos y ropa, y se necesitó un dispositivo especial de tráfico para su traslado), como su distribución sobre el terreno. Cuando el Prestige, aunque hubo sucesivas oleadas y los marineros necesitaron salir a afrontarla a mar abierto, la marea negra estaba en el mar y en la costa. Los miles de voluntarios (la posterior estimación oficial estableció que fueron 120.000 y que hicieron 353.556 jornadas laborales) le ahorraron una auténtica fortuna en salarios a las administraciones públicas, pero su labor fue más importante que urgente. Resolver la marea marrón es, al contrario, tan urgente como importante.

Donde las diferencias son abismales es en los aspectos políticos. En el Prestige, como las administraciones autonómica y central eran del mismo signo, no había mucho a quien responsabilizar. Según la entonces first lady, Ana Botella, la culpa fue del barco. O de “los políticos”, según vindicaba sin concretar la prensa mainstream. De Nunca Máis, de “los que ladran su rencor por las esquinas” (según el entonces presidente) y de los que quieren “batasunizar” Galicia (Jaime Mayor Oreja y Paco Vázquez). Ahora, con gobiernos e instituciones de distinto signo, la paleta cromática de responsabilidades es mucho más rica. De todas formas, la más llamativa de las diferencias es que en la crisis del chapapote José María Aznar no estuvo nunca a menos de 300 metros de cualquier manifestante. Tardó meses en dejarse ver, y cuando apareció lo hizo separado en todo momento por un dispositivo policial que arremetía sin contemplaciones contra cualquier muestra no ya de agresividad, sino de disidencia.

Con todo, a una distancia de 22 años y una península entera por medio, el contraste mayor es que antes la extrema derecha era anecdótica, la derecha era civilizada y la oposición, responsable.

 

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