CUATREROS DE
SALAMANCA
Esta plaza, que da para una zarzuela, marca la confluencia de las calles
Ortega y Gasset (Lista) y Príncipe de Vergara. La frontera entre la zona
bien-bien del barrio y la menos bien
La Plaza de Salamanca de Madrid. / R. A.
El séptimo reza así: no robarás. Ni caso. El mundo está lleno de cacos, manilargos, rateros y mangantes. Los hay de todo tipo y condición. Entre la tropa de a pie encontramos roba gallinas, carteristas y aluniceros. Un poco más arriba en la cadena trófica habitan atracadores, butroneros y artistas de la lanza térmica. Sin mono de trabajo y con guantes blancos, encontramos timadores y estafadores de postín. Por encima de ellos entramos en territorio de política y banca, donde abundan usureros en serie, traficantes de influencias y expoliadores de lo público. En la cúspide de este fraude piramidal que llamamos sociedad de mercado, nadan los peces gordos de tanto comer peces chicos: CEO’s de fondos de inversión y líderes de masas. En este país tenemos un punto todavía más alto: los Grandes de España. El Marqués de Salamanca fue uno de ellos, y bien que se notaba.
José
María de Salamanca y Mayol (Málaga, 1811) ostenta en los diccionarios un
batiburrillo de títulos: aristócrata, estadista, hombre de negocios, diputado…
Todos estos parabienes le venían por ser hombre de confianza de María Cristina
de Borbón y de su hija, Isabel II. Con estos enchufes, pudo hacer varias
fortunas estafando con bancos sufragados por sus patrocinadoras, haciendo
operaciones ventajosas con la Deuda Pública, y comerciando con bienes
esenciales como la sal. Como hombre moderno que era, vio que el nuevo juguete
de los trenes iba a dar mucho de sí, y allí cimentó otro de sus pelotazos. Algo
manirroto y siempre al borde de la legalidad, don José María tuvo que exiliarse
en repetidas ocasiones perseguido por la justicia. No pasa nada. Su última
estafa fue inmobiliaria: conseguir los derechos para la ampliación de Madrid
que hoy conocemos como barrio de Salamanca. Ahí se arruinó. Para compensarle,
los vecinos de Madrid le dedicaron una plaza.
La
Plaza de Salamanca está en la confluencia de las calles Ortega y Gasset (Lista)
y Príncipe de Vergara. Marca una linde entre la zona bien-bien del barrio y la
menos bien. Siguiendo Lista hacia Francisco Silvela, la parte más menesterosa.
De la plaza hacia Serrano, la “milla de oro”. Cuando era un niño chico iba allí
a jugar a esa plaza. Sí, ya sé que parece mentira, pero es que entonces no
tenía humos de autopista. Era accesible desde la acera, tenía suelo de tierra,
docenas de pinos y plátanos, columpios, bancos y un kiosco de helados y
horchatas. En medio de esa plaza pensada para el disfrute de la gente, ya
estaba la estatua del Marqués de Salamanca, obra de Jerónimo Suñol, el mismo
que inmortalizó en mármol a Colón en su respectiva glorieta. A Salamanca le
tocó otro material, el bronce, y allí está, con una pierna adelantada,
vistiendo levita, unos papeles en una mano y la otra en el bolsillo. El de la
cartera, supongo. Nada de eso se puede apreciar hoy. A mediados los 60,
Arias “Carnicerito” Navarro emprendió su cruzada contra todo lo que estorbase
al tráfico rodado. Así cayeron los bulevares de Serrano, Velázquez y Príncipe
de Vergara, que entonces se llamaba General Mola, en honor a ese criminal de guerra
que le molaba tan poco a su compinche gallego, que éste dio la orden
pertinente: que parezca un accidente. Una ordalía de excavadoras y volquetes, y
desapareció la plaza. Hicieron un parking subterráneo y solo se salvó una
docena de pinos. Recientemente, la Filomena remató el trabajo. Sin raíces
apenas, cayeron casi todos. Hoy quedan cuatro. El retaco arboricida debe estar
feliz.
La
plaza comenzó a urbanizarse a principios del siglo XX con excelentes palacetes
para disfrute de personajes de alcurnia. Allí está la bellísima Casa Palacio
Villota, obra de Joaquín Saldaña, un especialista en construir soluciones
habitacionales para millonetis. Sus jardines interiores, llenos de recovecos,
son un primor. Hoy es una casa de muebles venida a más. Mobiliario internacional,
de época y de mucho parné, mostrado al cliente por señoritas de buen ver y
personal del colectivo LGTBI. Al lado se encuentra otro palacete de mucho
tronío: la casa de Cuqui Fierro, meca de los saraos más relevantes durante la
larga noche. Lola Flores, Sara Montiel y Pilar de Borbón eran habituales. El
padre de Cuqui, Ildefonso Fierro hizo fortuna con las grandes guerras del siglo
pasado. Vendía materiales estratégicos: hierro, wolframio, tungsteno. Luego,
con los bárbaros en el poder, consiguió el monopolio de los fósforos. Toda
España encendía los celtas con sus cerillas. Al calor de esas lumbres elevó su
montaña de dinero hasta las cumbres borrascosas del negocio financiero, y montó
su propio banco (Banco Ibérico). No es de extrañar que le sobrase para
regalarle a su hija el palacio de marras. Hoy Cuqui lo tiene puesto en venta.
Está mayor y se acabaron los saraos. Voy a preguntar qué pide.
Más
allá de los palacetes, el edificio que domina la plaza es el mastodonte del
Ministerio de Asuntos Exteriores. Se construyó en 1942 siguiendo los planos de
Francisco Bellosillo García y Juan Bautista Esquer de la Torre. Durante décadas
fue la sede del INI (Instituto Nacional de Industria), y creció más y más hasta
engullir toda la manzana que ocupa. En ese tránsito pasó a mejor vida el cine
Padilla, que estaba en la esquina de esa calle con General Pardiñas. Aquel INI
era la piedra clave que sostenía la ensoñación franquista de la autarquía.
Englobaba todas las grandes empresas del régimen: Campsa, Iberia, Hunosa… Nunca
cuadraron bien las cuentas. Aunque hoy no se quiera recordar, cuando se robaba
a lo grande era durante el franquismo. De aquellos latrocinios vienen las
fortunas de hoy. Cuando España fue recibida en Europa, lo primero fue exigir
que entrásemos de rodillas, así que hubo que desmantelar el trasto. Fue la
ocasión de llevar el bulto a la estación de los amiguetes: en el reparto del
botín se privatizaron los pilares económicos de España. Han cantado bingo. El
INI desapareció oficialmente en 1995, así que hubo que buscarle uso al
mamotreto: Exteriores. Duró poco, porque en 2004 descubrieron que el bloque
rezumaba naftaleno y allí no se podía vivir. A lo mejor esa fue la causa de los
desmanes del INI y de nuestra política exterior, quién sabe. El caso es que se
tiraron de obras “desnaftaledoras” hasta 2021, año en que ese niño empollón que
juega a ser ministro de exteriores volvió a inaugurarlo. El edificio supura en
granito y ladrillo los complejos imperiales del franquismo rancio. Ahora le han
lavado la cara y han plantado unos jardincillos japoneses en la cubierta. Dicen
que es un edificio “sostenible”. En el barrio todo el mundo reza para que se
sostenga. Más obras no, por favor.
Alrededor
de la Plaza de Salamanca encontramos otros edificios notables, muchos de ellos
con la firma del citado Saldaña. En la esquina de Castelló con Lista está el
palacete de la marquesa de Hinojosa, que luego se convertiría en el Tribunal
Tutelar de Menores del franquismo. Allí se disponía de los hijos de los rojos fusilados,
que iban penados al Auxilio Social para ser debidamente domesticados. Si eran
bebés, directamente entraban en subasta. Un edificio, pues, de grato recuerdo.
Hoy es un restaurante de hiper-lujo, de esos con chefs vestidos por la cólera
de Dior. Al lado de esa pocholada de palacete hay un par de bloques algo más
modernos, pero de muy buena factura. En uno de ellos vivió su historia de amor
la elefanta que se casó con un marichalado. Tuvieron unos niños encantadores
que son la alegría de las fiestas. Esos no necesitan de auxilio social, más
bien de una terapia de grupo. O de electroshock. Justo enfrente, cruzando
Lista, encontramos el emporio March. Otro que tal baila. Este emprendedor
consiguió sus buenos beneficios con monopolios en el Marruecos ocupado,
tratando con cerdos y tabaco, dicho sea con y sin segundas lecturas. Luego se
metió en política y tuvo el rasgo de genio de financiar el golpe de estado del
36. O sea, que le debemos unos 600.000 muertos a ojo de buen fusilero. A ver
cuándo se los pagamos. Durante el franquismo se movió como piraña en el agua, y
muestra de ello es el magnífico palacio que tiene en Lista, entre Castelló y
Núñez de Balboa. Una obra maestra del clasicismo francés con la firma de
Saldaña (quién si no), y posteriormente reformado por Luis Gutiérrez Soto. Los
jardines apabullan por su frondosa generosidad, y la casita… Dentro de la misma
manzana, sacaron terreno para construir la Fundación March (1971), obra de José
Luis Picardo. Un edificio con vuelo futurista, fachada impoluta de mármol níveo
y un huerto en la entrada donde crecen obras monumentales de Sempere, Berrocal,
Chillida o Vaquero Turcios. Blanquear el pasado sí que es una obra de arte.
Uno
podría preguntarse por qué habita tanto descuidero alrededor de la plaza dedicada
al saqueador de los trenes. Puede que la respuesta esté en otro edificio
aledaño: el Colegio de Nuestra Señora del Pilar. Ocupa toda una manzana entre
Príncipe de Vergara, Don Ramón de la Cruz, Castelló y Ayala. Es obra de Manuel
Aníbal (1910), por encargo de la Condesa de la Vega del Pozo. Esta buena
señora, de orígenes belgas, quería hacer de aquel monumento neogótico un
colegio de institutrices para niñas pobres. La idea era convertir a las
desdichadas en cargos medios del staff doméstico, y si no, maestras o jefas de
talleres. Pero aquella suculenta edificación estaba pidiendo a gritos destinos
más altos: convertirse en la fábrica de cuadros dirigentes de España por los
tiempos de los tiempos. Y así viene siendo hasta el día de hoy. Los apellidos cantan
como gayumbos sobados: Aznar, Villalonga, Rubalcaba, Lissavetzky, Fernández
Ordoñez, Solana, García Escudero… Todos ellos pilaristas. Y los que no caben en
este artículo. Lo que viene siendo una factoría de poder, por no decir las
cosas por su nombre. Un detalle curioso: muy cerca del Pilar se encuentran los
domicilios familiares de Rato y Bárcenas. Como se ve, la Plaza de Salamanca da,
por lo menos, para una zarzuela. Propongo un título: el marqués y sus
cuatreros. Música, maestro.
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