YO VOTÉ A KODOS
JONATHAN MARTÍNEZ
Donald Trump y Kamala Harris durante
un debate presidencial.
Brian Cahn/ Europa Press.
Es
una escena infantil de la que ya casi no me acordaba pero que ha vuelto como
una ráfaga caliente a mi memoria. Estamos en los primeros años noventa. Mi
primo y yo nos hemos despertado alborotados porque hoy no es día de escuela y
podemos ver Pressing Catch. Embobados, con los ojos imantados frente a
la pantalla, soñamos que nos convertimos en alguno de aquellos luchadores,
personajes espléndidos con disfraces de fantasía que nos seducen entre
posturitas y cabriolas. El público vibra y nosotros vibramos con él porque ha
llegado Hulk Hogan al cuadrilátero y es nuestro favorito. Amamos su
bandana, su mirada desorbitada y ese bigote rubio de motorista pendenciero.
Entonces, como en el despertar abrupto de un sueño, mi tío pasa delante de la televisión y dibuja una sonrisa indulgente. "Todo eso es de mentira". Mi primo y yo no estamos dispuestos a tolerar semejante herejía. ¿Quieres decir que esos gritos de dolor son falsos? ¿Que los músculos relucientes son de pega? ¿Que los choques cuerpo a cuerpo forman parte de una calculada coreografía? Ni hablar del peluquín. Para un niño crecido en los noventa, la lucha libre es tan verídica como un telediario y el maquillaje de El Último Guerrero es no mucho más sospechoso que las corbatas de José María Carrascal.
Con
los años uno aprende a detectar todo lo que el mundo tiene de teatro, no solo
la industria estadounidense del espectáculo sino también su orden político. En
aquellos tiempos de Pressing Catch vimos por ejemplo los estragos de la
guerra del Golfo, el primer bombardeo televisado en riguroso directo, y
aquellos fulgores explosivos en la noche de Bagdad eran reales pero tenían algo
de impostado. De hecho, George H. W. Bush justificó el ataque después de
que todas las emisoras difundieran el testimonio lloroso de una niña kuwaití
llamada Nayirah. Ahora sabemos que aquellas lágrimas eran tan falsas
como las acrobacias de Hulk Hogan.
Las
tecnologías han multiplicado el show y ya no necesitamos reunirnos en
torno a la televisión para asistir a una lluvia de misiles. Ahora la sangre
asoma en el recinto íntimo de nuestros teléfonos móviles. Tampoco necesitamos
esperar al telediario para conocer los pormenores de la política estadounidense
porque las noticias se inmiscuyen por todas las rendijas de nuestra vida cotidiana.
Delante mis ojos embobados, imantados frente una red social cualquiera, Obama
rapea junto a Eminem en un mitin de Kamala Harris. Ya no soy ningún niño
pero he visto el bigote pendenciero de Hulk Hogan en un mitin de Donald
Trump.
Me
he dado cuenta de lo mucho que sabemos sin querer de las campañas electorales
estadounidenses. Sabemos de qué pie baila Taylor Swift. Sabemos que
Beyoncé apoya a Harris y que Musk es trumpista hasta las trancas. En
1996, en un evento del Partido Demócrata, los Clinton bailaron la
Macarena y no hubo un solo medio en España que no recogiera la ocurrencia. En
su momento, Barack Obama blandió con tanto éxito el "Yes we can" que
eclipsó con creces el origen sindical del lema: la huelga de hambre de César
Chávez en Arizona y el liderazgo de Dolores Huerta en la Unión de
Campesinos, que en los años setenta empezaron a corear el "Sí se
puede".
Desde
todos los foros se nos invita a tomar partido. Donald o Kamala. Republicanos
o demócratas. Elefantes o burros. En efecto, los niños rata de la alt-right
están enchufadísimos con la posibilidad de que las gorras rojas de MAGA
regresen a la Casa Blanca, así tengan que asaltar otra vez el Capitolio
vestidos de Pressing Catch. A la par, el cártel del bulo hace sus ñapas
desde las profundidades de X y Jeff Bezos asoma la patita torciendo la línea
editorial del Washington Post. Dicen que una victoria de Trump daría un
espaldarazo a la cultura del odio, consolidaría a Valdímir Putin y contentaría
a los muchos partidos iliberales que han prosperado en Europa.
En
la lógica del mero descarte solo nos quedaría Kamala Harris, pues la trampa del
bipartidismo deja escaso espacio a los matices. La campaña demócrata, entre
otras cosas, ha hecho bandera del derecho al aborto ahora que aún colea la
controversia sobre la muerte de una mujer embarazada en Georgia. Hace dos años
que el Tribunal Supremo restringió los derechos reproductivos y aún se están
pagando las consecuencias. Harris también ha prestado atención al sistema de
salud. Incapaz de promover nada parecido a una sanidad pública, se compromete a
proteger el bastión de Medicare y defiende una reducción de los precios de la
insulina.
Mi
espíritu más infantil me dice que Donald Trump no es Kamala Harris igual que El
Último Guerrero no es Hulk Hogan. Pero la voz de mi tío suena al fondo como un
silbido de la conciencia. "Todo eso es de mentira". Hay diferencias
sensibles, por supuesto, aunque el fondo de la cuestión está coreografiado y no
deja apenas margen para el debate. Ninguno de los dos candidatos, pongamos por
caso, tiene otro programa internacional que no sea continuar suministrando
armas a Netanyahu y echar más leña al fuego del genocidio. Israel tiene
legítimo derecho a la defensa, dice Harris mientras se le llenan las
convenciones de abucheos.
Como
soy una víctima del colonialismo cultural, no puedo dejar de recordar a Kang y
a Kodos, los dos extraterrestres de Los Simpsons que se presentan a las
elecciones con un mismo programa oculto. Someter a la población. Restaurar la
esclavitud y conquistar nuevos planetas. Hay un tipo que se plantea escoger una
tercera papeleta pero los alienígenas lo disuaden. "Adelante, tira tu voto
a la basura". Cuando por fin Kang se impone en las urnas, Marge se
pregunta qué demonios hacen los ciudadanos de Springfield sometidos a trabajos
forzados. Con una cadena al cuello y un chasquido de látigos a su espalda,
Homer responde en un retintín antológico. "A mí no me mires, yo voté a
Kodos".
Por
fortuna, en este lado del océano no tenemos ninguna obligación de elegir entre Trump
y Harris. De hecho, si en Europa nos interesan estos comicios es porque dirimen
el futuro de una potencia mundial que lleva décadas colonizando nuestras
voluntades. Que dirige un espacio geopolítico donde ocupamos una posición
subalterna. Que exhibe sus teatrillos en nuestras televisiones. Una potencia
mundial donde no vale tanto el voto como el capital, poderoso caballero de lobbies
y magnates. Como dice un viejo chiste, Estados Unidos tiene la mejor democracia
que el dinero puede comprar. Y como hubiera dicho mi tío, es toda de mentira.
No hay comentarios:
Publicar un comentario