CORAZÓN DE TINIEBLAS
Joseph Conrad en una imagen de 1916.
- Alvin Langdon Coburn –
NYPL Digital Gallery
Hace poco más de un siglo, el 3 de agosto de 1924, fallecía Joseph Conrad a los 66 años de un ataque cardíaco. Dejaba una treintena larga de libros, entre los que se cuentan algunas de las novelas más hermosas y complejas del pasado siglo: Lord Jim, Nostromo, El agente secreto, La soga al cuello, Victoria, por citar sólo unas cuantas. Cualquiera de ellas bastaría para asegurarle un puesto de honor vitalicio en las letras inglesas, pero, más de cien años después, un puñado de páginas siguen resonando en nuestra conciencia con un eco profético y maligno, una narración breve cuyo embrujo va mucho más allá de la perfección técnica de su factura: "Heart of Darkness, acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado" sentenció Borges.
Nacido
en 1857 en Berdyczew, una pequeña localidad polaca que hoy es ucraniana, Józef
Teodor Konrad Nalecz-Korzeniowski siempre fue un culo de mal asiento,
alguien que se sentía forastero en todas partes y que buscó en el mar, primero,
una vía de escape al tedio que amortajaba su juventud, y luego, cuando decidió
dedicarse a la literatura, un inmenso escenario, el gran teatro trágico del
miedo, el coraje, la cobardía y todas las emociones humanas. Adoptó el idioma
inglés como instrumento, evocando las traducciones de Shakespeare al polaco que
hizo su padre, del mismo modo que acabó siendo oficial de la Marina Mercante
británica, pero en sus travesías a lo largo y lo ancho del globo, recalando en
los puertos del Índico, el Pacífico y el Atlántico, muy pronto empezó a
comprender lo que se ocultaba detrás del empeño civilizador del Imperio
Británico: "En su mayor parte, la conquista de la tierra no consiste más
que en arrebatársela a aquellos que tienen una piel distinta o la nariz
ligeramente más achatada que nosotros".
El
viaje que emprendió en 1890 a bordo del vapor Roi des Belges en el río Congo
supuso una toma de conciencia brutal de los horrores del colonialismo en
la finca personal del rey Leopoldo II de Bélgica, lugar de uno de los mayores e
infames genocidios de la historia contemporánea. "Descendió sobre
mí", escribe Conrad, "una gran melancolía cuando me di cuenta de que
los ideales y ensueños de un muchacho habían sido desplazados por las
actividades de Stanley y del Estado Libre del Congo; por la nada santa
recolección de un periodistilla sensacionalista y por el desagradable
conocimiento del más vil de los saqueos en la historia de la exploración
geográfica y de la conciencia humana".
Conrad,
que no solía tomar apuntes ni notas, llevó un diario de su navegación de más
de 1.600 kilómetros a lo largo del río Congo, aunque las cartas que
escribió durante el viaje son bastante elocuentes de su estado anímico:
"Siento de verdad haber venido aquí", escribe desde Kinshasa a Madame
Poradowska. "En serio que me arrepiento amargamente. Todo me es repelente
aquí. Los hombres y las cosas, pero especialmente los hombres. Y yo también les
soy repelente a ellos". La codicia, la esclavitud, la tortura no son más
que palabras. Conrad vio cabezas de nativos empaladas en postes y empalizadas
hechas con miembros humanos.
El
malestar de ese descubrimiento atroz se materializó en una serie de dolencias
físicas —neuralgias, reumatismos, dispepsia, ataques de asfixia— que ya no
le abandonarían. Supo que tenía que escribir algo sobre su descenso a los
infiernos del Congo, un trayecto físico que era también una inmersión moral en
las tinieblas del corazón humano. Supo, además, que el simple recuento
documental de las atrocidades cometidas por los enviados del rey Leopoldo no
bastaba. Para contar toda la verdad, tenía que echar mano de la ficción. Para
contarla de primera mano, tenía que recurrir a su alter ego, el capitán
Marlow.
En
las primeras páginas de El corazón de las tinieblas, el capitán
Marlow, sentado en un velero anclado en la desembocadura del Támesis,
piensa en los grandes marinos británicos, en Drake y en Franklin, y de pronto
murmura que Londres también ha sido "uno de los lugares oscuros de la
tierra". El relato que sigue entonces sobre su experiencia en África
bascula siempre entre dos polos, la luz y la oscuridad, la civilización y la
barbarie, suspendidos sobre un espacio físico, el Congo, que es mucho más
que un espacio físico: un abismo moral, el río infernal a cuyo término se
encuentra Kurtz, el agente comercial enloquecido que los nativos adoran
como a un dios y que ha perdido cualquier atisbo de compasión humana.
En
mi primer viaje a Auschwitz, en medio de esos barracones desnudos que
testimonian el holocausto nazi, recordé estremecido la pericia de Conrad al
bautizar al abominable demonio de su novela. Kurtz tiene nombre alemán: el
genocidio del Congo se había trasladado al corazón mismo de la civilización
occidental, en la Polonia natal de Conrad, del mismo modo que hoy día el
Congo sigue siendo un infierno inimaginable de codicia sumergido en una guerra
olvidada. Cuánto estamos necesitando otro Conrad que nos despierte de nuestro
sueño ilustrado, otro capitán Marlow que nos alumbre esos infiernos que no
queremos ver, en el Congo, en Gaza, en cualquier parte, aunque sólo sea para
descubrir que lo que nos late en el pecho es un corazón de tinieblas.
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