jueves, 31 de octubre de 2024

MEMORIAS IMPERIALES, PRESENTES GENOCIDAS

 

MEMORIAS IMPERIALES, PRESENTES 

GENOCIDAS

HELIOS F. GARCÉS

Una mujer sostiene un cartel contra la colonización mientras la gente se manifiesta en la Plaza Dam de Ámsterdam. Ana Fernandez/ Europa Press.

La discusión sobre la descolonización del espacio público y, en líneas generales, sobre la descolonización en el mundo del arte, de la cultura y de la institución museo representa un fenómeno relativamente reciente en nuestros territorios. Las instituciones culturales del Estado español comienzan, cada vez con más insistencia, a verse interpeladas por una serie de enfoques y discursos que ponen en cuestión la forma en la que el legado colonial e imperial es abordado en sus espacios de poder. Este debate genera múltiples reacciones, todas ellas sintomáticas y de diferentes intensidades, sin importar el color político. Desde quienes, desde el propio gobierno, parecen, y subrayo ‘parecen’, acoger con preocupación la tarea, hasta quienes la rechazan de manera categórica invocando la retórica revisionista de la "leyenda negra" –mejor sería llamarla "leyenda blanca"–.

Este debate de moda, que pretende abstraerse de la lucha por la descolonización de los pueblos y territorios actualmente en situaciones coloniales y neocoloniales, suele girar en torno a las ideas de reparación o restitución. Reparación y restitución de lo que fue robado por el museo como institución colonial perteneciente a las burguesías occidentales. Pero el museo no es un artefacto autosuficiente que alberga meros objetos, sino un dispositivo institucional que solidifica narrativas y que, al mismo tiempo, es alojado por un territorio concreto. Un territorio en el que se manifiestan los conflictos de clase, raza, género, sexualidad, etc., que constituyen la sociedad moderna, en el seno de la cual la institución museo cobra sentido.

Lo cierto es que, de maneras diversas, la exaltación de la ideología imperial persiste en el espacio público, a menudo de forma sutil, mucho más allá del museo. Esa sutilidad indica, sin embargo, algo mucho más siniestro: que la deshumanización del otro es normalidad. Una imagen brutal, desapercibida, de Santiago ‘Matamoros’ aplastando y persiguiendo musulmanes con su caballo en el tímpano que preside la entrada a una de las iglesias más céntricas de Barcelona habla por sí sola. No es una excepción, sino sólo un ejemplo que, también en este texto, funciona como lapsus e indicador. Lejos de reaccionar únicamente escandalizándonos, deberíamos abordar lo que esto descubre de nuestros imaginarios y de su papel como sustento ideológico del proyecto imperial que, en estos momentos, sigue causando genocidios, ocupación, expolio, desposesión y explotación. Hay que saber leer el diálogo de muerte entre una imagen como esta y la existencia de un CIE o la de cuatro policías de paisano que golpean a un trabajador africano y requisan su género a la entrada del metro.

Lo simbólico y lo material

Muchas de estas pervivencias latentes que articulan ideológicamente el espacio público, fueron recogidas y resignificadas por los agentes intelectuales del régimen franquista como parte de sus esfuerzos por inscribirse en el proyecto de la cristiandad imperial y de la empresa colonial. Es importante remarcar esta continuidad en lo que respecta a la gestión de la memoria en los territorios del Estado español, ya que, durante y a partir de la llamada Transición española, este marco cultural del olvido programado se apuntaló institucionalmente por medio de una retórica progresista. Es por eso que la memoria de la sublevación fascista del 36 y del genocidio puesto en marcha por sus mercenarios, base de los 40 años de dictadura franquista, fueron a parar, de cara a los sucesivos gobiernos hasta el día de hoy, al mismo lugar que la memoria imperial y colonial de estos territorios.

Todo lo cual funciona como un síntoma. Un síntoma que nos descubre que el problema no es, únicamente, lo que, desde el supuesto horizonte de la descolonización se intenta reparar o restituir. El problema también late en lo que sigue quedando en pie del universo simbólico del imperio, ineludiblemente ligado a lo que queda en pie de su dominio material y político. El ocultamiento de la memoria histórica del imperio, la colonización y el franquismo se conjuga a la perfección con un presente en el que la ideología de la deshumanización del otro es precisamente lo que sustenta el genocidio que el ejército sionista, con la complicidad del liderazgo occidental progresista, está llevando a cabo en Palestina. Es la escandalosa desmemoria, o el abuso instrumental de la misma por parte de los revisionismos reaccionarios, lo que, en nuestro presente, asegura el fortalecimiento de un marco ideológico desde el que genocidios generalmente invisibilizados como los perpetrados en Sudán o el Congo adquieren estatus de normalidad.

¿Quién repara y cuál es el marco?

Considero que esta pregunta forma parte ineludible de la reflexión sobre la posibilidad utópica de un territorio realmente habitable, más allá de la ciudad existente. De nuevo, lo simbólico y lo material cohabitan. No se trata de un debate sobre imágenes. Barcelona, como Madrid o cualquier otra gran ciudad de Europa, cuando se consigue desenmascarar su imagen cosmopolita, resulta ser una ciudad segregada. De hecho, las periferias de estas ciudades son habitadas precisamente por muchos de esos pueblos cuya memoria se dice querer reparar, reconocer o representar: gente gitana, magrebí, africana; comunidades procedentes de las ex colonias del Sur Global y sus descendientes. Personas que, más allá de las bestiales consecuencias de la colonial Ley de Extranjería que afecta a sus padres y madres, siguen experimentando el racismo en toda su crudeza, aunque tengan DNI.

Nuestras comunidades habitan la periferia. Sin embargo, la memoria de su opresión está oculta en el centro de la ciudad a través de la exaltación de la ideología del imperio. Estas narrativas no son abstractas, sino que funcionan como institucionalización del relato nacional, preñado por las condiciones vitales de estos pueblos, que siguen enfrentando formas de opresión, explotación y desposesión ligadas a la historia del imperio. Así que un territorio otro es también uno que, entre otros muchos factores, abandona la exaltación de la memoria imperial-colonial. Y, al mismo tiempo, no hay manera de abandonar la glorificación del imperio sin abordar lo que su legado sigue produciendo en el presente.

Resulta atractivo, sobre todo para las instituciones, hablar de descolonización en pasado y en abstracto, porque no hay forma más hábil de banalizar un lenguaje tan necesario. Así, en el modelo multicultural gestionado por el gran capital y la sociedad neoliberal, reparación y restitución son, en realidad, integración e inclusión. Integrar e incluir implica entonces apagar el potencial revolucionario del otro/a y darle un lugar en la performance. Me explico. Ante la incómoda interpelación creciente de esas voces pertenecientes a otras genealogías, la institución activa sus estrategias. Por regla general, la institución pone en marcha un régimen de representación guiado por una concepción neoliberal de las políticas de la identidad. La puesta en marcha de este marco, a veces bienintencionado, no genera políticas de la restitución, sino políticas de la cooptación. Esto tiene un efecto alienante en los de abajo, que dejan de pensar en términos emancipatorios y comienzan a desear en términos de tokenismo.

Integración e inclusión son los paradigmas usados en los términos de la política cultural y de reconocimiento de minorías en el Estado español durante décadas y ese sigue siendo el paradigma filosófico que, utilizando a veces otros términos aparentemente rompedores, sigue funcionando. Es importante reflexionar sobre dichos marcos, ya que estos educan sensibilidades políticas y, además, son usados para generar nuevos nichos de mercado al mismo tiempo que se otorgan algunas migajas con las que cambiar detalles sin alterar el orden que hace posible la situación. Es imposible transformar el espacio público, el museo, o cualquier institución cultural, sin ponerse en marcha hacia la transformación del régimen político, cultural y económico del que forma parte.

Mientras este proyecto no esté en marcha, las proclamas sobre la descolonización de la memoria, del espacio público o del museo pueden constituir trampas por medio de las que apaciguar deseos de justicia real convirtiéndolos en aspiraciones vacuas. ¿Qué podemos hacer entonces? Seguimos precisando de prácticas culturales instituyentes que nos sirvan para elaborar un diagnóstico crítico sobre la patología del Estado y sobre el papel de la cultura dominante en el mantenimiento de dicha patología. Esto suena menos espectacular que "descolonizar el museo", pero quizás es más honesto. Las instituciones culturales críticas pueden contribuir a esta labor, como ya lo hacen en su trabajo con muchos equipos periféricos de investigadoras, historiadoras, escritoras y artistas militantes que, desde fuera de la academia y desde un adentro incómodo, forman parte de movimientos amplios. En este objetivo, también pueden cumplir su papel los elementos rebeldes y contestatarios de la institución que conocen al monstruo sin dejarse devorar por sus espejismos. Sin dejarse engañar por la tendencia de la institución a proteger un relato nacional único, afín a un Estado de origen colonial que encuentra su razón de ser en la supresión del otro/a, y que legitima así la pretensión de un presente y un futuro únicos.

 

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