MEMORIAS IMPERIALES, PRESENTES
GENOCIDAS
HELIOS F.
GARCÉS
Una mujer sostiene un cartel contra
la colonización mientras la gente se manifiesta en la Plaza Dam de Ámsterdam.
Ana Fernandez/ Europa Press.
La discusión sobre la descolonización del espacio público y, en líneas generales, sobre la descolonización en el mundo del arte, de la cultura y de la institución museo representa un fenómeno relativamente reciente en nuestros territorios. Las instituciones culturales del Estado español comienzan, cada vez con más insistencia, a verse interpeladas por una serie de enfoques y discursos que ponen en cuestión la forma en la que el legado colonial e imperial es abordado en sus espacios de poder. Este debate genera múltiples reacciones, todas ellas sintomáticas y de diferentes intensidades, sin importar el color político. Desde quienes, desde el propio gobierno, parecen, y subrayo ‘parecen’, acoger con preocupación la tarea, hasta quienes la rechazan de manera categórica invocando la retórica revisionista de la "leyenda negra" –mejor sería llamarla "leyenda blanca"–.
Este
debate de moda, que pretende abstraerse de la lucha por la descolonización de
los pueblos y territorios actualmente en situaciones coloniales y
neocoloniales, suele girar en torno a las ideas de reparación o restitución.
Reparación y restitución de lo que fue robado por el museo como institución
colonial perteneciente a las burguesías occidentales. Pero el museo no es un
artefacto autosuficiente que alberga meros objetos, sino un dispositivo institucional
que solidifica narrativas y que, al mismo tiempo, es alojado por un territorio
concreto. Un territorio en el que se manifiestan los conflictos de clase, raza,
género, sexualidad, etc., que constituyen la sociedad moderna, en el seno de la
cual la institución museo cobra sentido.
Lo
cierto es que, de maneras diversas, la exaltación de la ideología imperial
persiste en el espacio público, a menudo de forma sutil, mucho más allá del
museo. Esa sutilidad indica, sin embargo, algo mucho más siniestro: que la
deshumanización del otro es normalidad. Una imagen brutal, desapercibida, de
Santiago ‘Matamoros’ aplastando y persiguiendo musulmanes con su caballo en el
tímpano que preside la entrada a una de las iglesias más céntricas de Barcelona
habla por sí sola. No es una excepción, sino sólo un ejemplo que, también en
este texto, funciona como lapsus e indicador. Lejos de reaccionar únicamente
escandalizándonos, deberíamos abordar lo que esto descubre de nuestros
imaginarios y de su papel como sustento ideológico del proyecto imperial que,
en estos momentos, sigue causando genocidios, ocupación, expolio, desposesión y
explotación. Hay que saber leer el diálogo de muerte entre una imagen como esta
y la existencia de un CIE o la de cuatro policías de paisano que golpean a un
trabajador africano y requisan su género a la entrada del metro.
Lo
simbólico y lo material
Muchas
de estas pervivencias latentes que articulan ideológicamente el espacio
público, fueron recogidas y resignificadas por los agentes intelectuales del
régimen franquista como parte de sus esfuerzos por inscribirse en el proyecto
de la cristiandad imperial y de la empresa colonial. Es importante remarcar
esta continuidad en lo que respecta a la gestión de la memoria en los
territorios del Estado español, ya que, durante y a partir de la llamada
Transición española, este marco cultural del olvido programado se apuntaló
institucionalmente por medio de una retórica progresista. Es por eso que la
memoria de la sublevación fascista del 36 y del genocidio puesto en marcha por
sus mercenarios, base de los 40 años de dictadura franquista, fueron a parar,
de cara a los sucesivos gobiernos hasta el día de hoy, al mismo lugar que la
memoria imperial y colonial de estos territorios.
Todo
lo cual funciona como un síntoma. Un síntoma que nos descubre que el problema
no es, únicamente, lo que, desde el supuesto horizonte de la descolonización se
intenta reparar o restituir. El problema también late en lo que sigue quedando
en pie del universo simbólico del imperio, ineludiblemente ligado a lo que
queda en pie de su dominio material y político. El ocultamiento de la memoria
histórica del imperio, la colonización y el franquismo se conjuga a la
perfección con un presente en el que la ideología de la deshumanización del
otro es precisamente lo que sustenta el genocidio que el ejército sionista, con
la complicidad del liderazgo occidental progresista, está llevando a cabo en
Palestina. Es la escandalosa desmemoria, o el abuso instrumental de la misma
por parte de los revisionismos reaccionarios, lo que, en nuestro presente,
asegura el fortalecimiento de un marco ideológico desde el que genocidios
generalmente invisibilizados como los perpetrados en Sudán o el Congo adquieren
estatus de normalidad.
¿Quién
repara y cuál es el marco?
Considero
que esta pregunta forma parte ineludible de la reflexión sobre la posibilidad
utópica de un territorio realmente habitable, más allá de la ciudad existente.
De nuevo, lo simbólico y lo material cohabitan. No se trata de un debate sobre imágenes.
Barcelona, como Madrid o cualquier otra gran ciudad de Europa, cuando se
consigue desenmascarar su imagen cosmopolita, resulta ser una ciudad segregada.
De hecho, las periferias de estas ciudades son habitadas precisamente por
muchos de esos pueblos cuya memoria se dice querer reparar, reconocer o
representar: gente gitana, magrebí, africana; comunidades procedentes de las ex
colonias del Sur Global y sus descendientes. Personas que, más allá de las
bestiales consecuencias de la colonial Ley de Extranjería que afecta a sus
padres y madres, siguen experimentando el racismo en toda su crudeza, aunque
tengan DNI.
Nuestras
comunidades habitan la periferia. Sin embargo, la memoria de su opresión está
oculta en el centro de la ciudad a través de la exaltación de la ideología del
imperio. Estas narrativas no son abstractas, sino que funcionan como
institucionalización del relato nacional, preñado por las condiciones vitales
de estos pueblos, que siguen enfrentando formas de opresión, explotación y
desposesión ligadas a la historia del imperio. Así que un territorio otro es
también uno que, entre otros muchos factores, abandona la exaltación de la
memoria imperial-colonial. Y, al mismo tiempo, no hay manera de abandonar la
glorificación del imperio sin abordar lo que su legado sigue produciendo en el
presente.
Resulta
atractivo, sobre todo para las instituciones, hablar de descolonización en
pasado y en abstracto, porque no hay forma más hábil de banalizar un lenguaje
tan necesario. Así, en el modelo multicultural gestionado por el gran capital y
la sociedad neoliberal, reparación y restitución son, en realidad, integración
e inclusión. Integrar e incluir implica entonces apagar el potencial
revolucionario del otro/a y darle un lugar en la performance. Me explico.
Ante la incómoda interpelación creciente de esas voces pertenecientes a otras
genealogías, la institución activa sus estrategias. Por regla general, la
institución pone en marcha un régimen de representación guiado por una
concepción neoliberal de las políticas de la identidad. La puesta en marcha de
este marco, a veces bienintencionado, no genera políticas de la restitución,
sino políticas de la cooptación. Esto tiene un efecto alienante en los de
abajo, que dejan de pensar en términos emancipatorios y comienzan a desear en
términos de tokenismo.
Integración
e inclusión son los paradigmas usados en los términos de la política cultural y
de reconocimiento de minorías en el Estado español durante décadas y ese sigue
siendo el paradigma filosófico que, utilizando a veces otros términos
aparentemente rompedores, sigue funcionando. Es importante reflexionar sobre
dichos marcos, ya que estos educan sensibilidades políticas y, además, son
usados para generar nuevos nichos de mercado al mismo tiempo que se otorgan
algunas migajas con las que cambiar detalles sin alterar el orden que hace
posible la situación. Es imposible transformar el espacio público, el museo, o
cualquier institución cultural, sin ponerse en marcha hacia la transformación
del régimen político, cultural y económico del que forma parte.
Mientras
este proyecto no esté en marcha, las proclamas sobre la descolonización de la
memoria, del espacio público o del museo pueden constituir trampas por medio de
las que apaciguar deseos de justicia real convirtiéndolos en aspiraciones
vacuas. ¿Qué podemos hacer entonces? Seguimos precisando de prácticas
culturales instituyentes que nos sirvan para elaborar un diagnóstico crítico
sobre la patología del Estado y sobre el papel de la cultura dominante en el mantenimiento
de dicha patología. Esto suena menos espectacular que "descolonizar el
museo", pero quizás es más honesto. Las instituciones culturales críticas
pueden contribuir a esta labor, como ya lo hacen en su trabajo con muchos
equipos periféricos de investigadoras, historiadoras, escritoras y artistas
militantes que, desde fuera de la academia y desde un adentro incómodo, forman
parte de movimientos amplios. En este objetivo, también pueden cumplir su papel
los elementos rebeldes y contestatarios de la institución que conocen al
monstruo sin dejarse devorar por sus espejismos. Sin dejarse engañar por la
tendencia de la institución a proteger un relato nacional único, afín a un
Estado de origen colonial que encuentra su razón de ser en la supresión del otro/a,
y que legitima así la pretensión de un presente y un futuro únicos.
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