SOBRE
LA PELÍCULA DE ALBERT SERRA, GANADORA DE LA CONCHA DE ORO
GUILLERMO
MARTÍNEZ
Una imagen del tráiler de Tardes
de soledad (Serra, 2024).
La victoria de Tardes de soledad en la 72 edición del Festival de San Sebastián ha coronado su paso por el certamen desde que se anunciara hace unas semanas. La polémica personalidad de Albert Serra, la temática de la película y su exposición mediática –con protesta de PACMA incluida– generaron una expectación máxima en público y prensa. Su estreno despertó opiniones muy opuestas entre los espectadores y periodistas e hizo que la obra cumpliera con el papel impuesto de “película del festival” que se esperaba de ella. En general, las opiniones en torno a ella se han escorado hacia lo positivo, y el premio conseguido da buena cuenta de una tendencia favorable en la recepción de la película. Numerosos críticos y académicos han escrito análisis en torno a ella que exceden –al igual que este mismo– la dimensión habitual de los que suele recibir una película en su estreno. Otro ejemplo más del teóricamente fértil terreno de debate que la película ha propiciado. También numerosos periodistas y espectadores, posicionados en el lado contrario, han expresado que se trata de una apología de la tauromaquia, o un ejemplo de crueldad por la dureza de sus imágenes.
Los
comentarios respecto al posicionamiento de la película han sido unos de los más
escuchados: ¿apología de la tauromaquia, crítica o ninguna de las dos? Hay un
hecho evidente y es que Tardes de soledad está alineada con los
intereses del mundo de la tauromaquia, aunque el interés del propio Albert
Serra no tenga por qué alinearse necesariamente con el de esa industria, y
probablemente no lo haga, o no le interese preocuparse por ello. Sin embargo,
este hecho incontestable –el mismo Serra y los productores lo han admitido
durante el Festival– no debería ser excusa para despreciar o legitimar la
película. Que Tardes de soledad ofrezca una mirada acrítica desde el
punto de vista moral hacia el mundo de la tauromaquia no debería ser el punto
de partida para el análisis de la película. Este hecho es una característica
propia del filme, no un error o un despiste, y por lo tanto debe ser abordado
dentro del análisis.
Serra
es cobarde porque sabe perfectamente que no está filmando ninguna “danza” ni
ningún “duelo”, sino una masacre
Tardes
de soledad tampoco es una película sobre la
institución de la tauromaquia. Albert Serra no está interesado en lo
institucional sino en los detalles estéticos que adornan, justifican o
legitiman esas instituciones. La monarquía en La Mort de Louis XIV o el
imperialismo colonial de Pacifiction son representados desde el mismo
interior de esas estructuras, sin interés por discutirlas explícitamente, sino
para usarlas como marco en el desarrollo de una propuesta estética concreta. En
ese sentido Tardes de soledad es idéntica, y Albert Serra apenas
representa tangencialmente una pequeñísima parte de toda esa infraestructura
económica y empresarial que rodea al mundo del toro, bien porque no está
interesado en ello o bien porque no le han dejado hacerlo: las declaraciones de
uno de los productores al recoger el premio sugieren esta última dirección. El
autor está interesado en la estética del toreo, y por ello dedica la inmensa
mayoría de los 125 minutos que dura la película a mostrar nada menos que cinco
corridas de toros del torero Andrés Roca Rey. El resto del metraje se divide en
varias escenas filmadas dentro del minibús que transporta al torero y su equipo
tras los encierros, y en la que se pueden escuchar conversaciones entre todos
ellos, y un par de escenas sobre la liturgia del vestido y desvestido del traje
de luces, por la mañana y la noche.
Tardes
de soledad es, entonces, un documental
mayoritariamente observacional. El verdadero interés de Serra, como decimos,
está en la acción, en la estética de la muerte: el movimiento de toro y matador
en el ruedo, la danza que ambos practican hasta el fin de uno o el otro. Este
interés es legítimo, pero cobarde, pues Serra sabe perfectamente que no está
filmando ninguna “danza” ni ningún “duelo”, sino una masacre. No existe
igualdad ninguna en el ruedo, ni desde luego una conciencia y una agencia
iguales entre torero y toro. El toro no elige aparecer en la plaza como el
torero. El toro se presenta drogado y atontado para ser lo más inofensivo
posible para el torero, mientras que el torero cuenta con la ayuda de un amplio
equipo de ayudantes que se ocupan de colocar al toro en la posición más
precaria posible para que él, ya con todo a su favor, pueda ejercer esa “danza”
con el toro. No existe un solo escenario en el que este supuesto duelo pueda
darse en igualdad, y en aquellos momentos en los que el toro parece ofrecer un
desafío más complicado al torero, sus ayudantes no dudarán en afirmar que el
toro es vil y mezquino. A Albert Serra le interesa ese combate entre bestia y
hombre, pero no le importan las condiciones en las que se da, puesto que su
interés, como hemos remarcado, es puramente estético, y la estética se puede
aislar fácilmente de todo aquello que la rodea.
En
ese sentido, Tardes de soledad no hace ninguna aportación política
relevante de forma explícita. Está totalmente desinteresada de analizar
ideológicamente su sujeto de representación –algo que, repetimos, es una
característica de la película, no una crítica hacia ella–, pero esto
naturalmente no implica que la película carezca de ideología. Como trabajo
puramente estético sobre un juego de cazadores y cazados, o de asesinos y
asesinados, es una película antagónica a, por ejemplo, Punishment Park,
con la que comparte varios temas por oposición. Peter Watkins inventó, en este
falso documental, una distopía en la que el gobierno de los EE.UU. ofrecía a
prisioneros políticos la posibilidad de evitar su condena en prisión si accedían
a entrar en ese Punishment Park, un pedazo de desierto donde pueden alcanzar un
indulto si consiguen escapar de él y de un grupo de policías que pretende
darles caza. Uno de los elementos más fascinantes de Punishment Park es
cómo a través de la fabulación documental, del mockumentary, se
analizaban las formas de representación de un régimen de las imágenes
absolutamente inhumano, donde la muerte de unos presos es retransmitida por
televisión para el consumo de los espectadores. En términos semejantes, películas
del estilo como la saga de Los Juegos del Hambre o Battle Royale
también han planteado ideas en torno a la cultura de masas y el consumo de
eventos asimétricos en los que un sujeto es cazado y aniquilado por otros sin
posibilidad de escapar.
Tardes
de soledad representa una realidad
despolitizada para el consumo de académicos y críticos
La
diferencia, por supuesto, con estos elementos ficcionales es que la tauromaquia
es real, y aunque el toro no es un ser humano –por mucho que los compañeros de
Andrés Roca Rey le otorguen características humanas cuando les interesa–,
haríamos bien en no despreciar su sufrimiento, su terror, y su derecho a no ser
aniquilado por diversión. Mientras que Punishment Park sugiere una
distopía en la que un terrorífico juego de poderes podría darse, Tardes de
soledad representa una realidad despolitizada para el consumo de académicos
y críticos, que encuentran aquí la posibilidad de separar el arte de la
política y contemplar uno sin prestar atención al otro, sumergiéndose en un
éxtasis estético de la profundidad de un charco de lluvia.
La
tauromaquia es, en esencia, una lucha asimétrica entre ser humano y animal, y
esa asimetría se traslada a la puesta en escena de la película. Serra no puede
acercarse al toro, porque se pondría en peligro, por lo que tiene que recurrir
al teleobjetivo para filmar las corridas desde los tendidos y la barrera. En
ese sentido, el punto de vista de Tardes de soledad es muy parecido al
que tendría cualquier corrida de toros retransmitida por televisión. Y aunque
prescinde de imágenes del público y busca primeros planos, aislando a toro y
torero del resto de la plaza, esencialmente el trabajo de cámara no es muy
diferente del de un equipo de televisión. Es cierto que las imágenes de la
película contienen un ritmo y un tempo concretos, conseguidos a través
del montaje, que exageran las características estéticas de esa “danza de la
muerte”. Esta es la mayor diferencia que mantiene con la retransmisión
televisiva: no busca simplemente “retransmitir” el acto, sino encontrar sus
destellos estéticos, su belleza y su tragedia.
El
resultado es un trabajo un tanto cobarde. La distancia entre sujeto(s) filmado
y cineasta nunca se anula, el toro siempre está lejos y el cineasta, a salvo,
encuentra la belleza a través del puro poder tecnológico. La cercanía que el
cine documental muchas veces exige aquí solo se da en las escenas accesorias a
las corridas; en el ruedo la muerte se observa de lejos, por si acaso. Qué
mayor evidencia de que lo visto es pura realidad y horror que el punto de vista
que toma la película, a salvo de cualquier peligro. Desde estos espacios
protegidos, Serra compone sus cuadros con paciencia, buscando caminos ya
explorados dentro de la pintura taurina. Tiene a su favor el tiempo,
característica primordial del cine, para crear un suspense y un drama, pero las
imágenes de la película no ofrecen ambigüedad: toro y torero posan para su
cámara, y si el toro desfallece y su sangre brilla al sol de la tarde, tanto
mejor, más bella será la imagen.
Su
mirada hacia el mundo de la tauromaquia es fascinante: es la mirada de un
extranjero
Pero
Tardes de soledad no es cobarde por filmar la corrida desde lejos, o
incluso por no posicionarse explícitamente. Es cobarde por refugiarse en la
estética para no tener que pensar la realidad más allá de ella. El arte por el
arte, podría decirse. Pero claudicar públicamente ante el poder de las imágenes
de explicarse a sí mismas es a su vez renunciar a intervenir la realidad. Si la
fe en lo pictórico es absoluta, el cine desaparece en un océano de simbología.
Leer la película en clave de masculinidades, o incluso desde lo queer,
es precisamente otorgarle una dimensión de la que ha prescindido de forma
voluntaria. La estética de la tauromaquia está asociada a la estética de la
España Negra, del franquismo y el nacionalcatolicismo. Pero estas dimensiones
discursivas no existen en la película de Serra, que comienza con un plano de un
toro en penumbra encuadrado exactamente igual que el toro de Osborne, puesto
que para él el símbolo es a su vez mito. Su visión de España está desproblematizada
y su mirada hacia el mundo de la tauromaquia es fascinante: es la mirada de un
extranjero.
Tal
vez sea esa la única forma de soportar la grabación de una barbarie,
convencerse de que lo que ves no te atañe y es pasajero. Albert Serra es un
cineasta expatriado que hasta hace no mucho era denostado por una gran parte de
la crítica y la industria. Resulta bastante divertido que lo que ha vuelto a
reconciliar a España con Serra y a Serra con España haya sido un documental
sobre la tauromaquia tan hábil y terrible que permite olvidar rencillas con el
cineasta y abrazar un pedazo de nacionalismo con fervor sin preocuparse
demasiado por nada que no sean sus imágenes. Serra, siempre tan preocupado por
separar su obra del cine comercial, por posicionarse como el auteur por
excelencia, ha creado una película sin embargo repleta de imágenes de consumo,
desde luego no para la cultura de masas, pero sí para una Academia y una
crítica ávidas de referencias estéticas. Que sus imágenes sean extremadamente
desagradables y violentas no debe distraernos de este hecho: la muerte, como
evidencia el presente, es el negocio más rentable del mundo.
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