lunes, 23 de marzo de 2020

¿POR QUÉ SOMOS MÁS IDIOTAS QUE ANTES?


¿POR QUÉ SOMOS MÁS IDIOTAS QUE ANTES?
XOSÉ MANUEL PEREIRO
De entrada, reconozco que este título es un clickbait como una catedral. Que en todo caso debería ser: “¿Por qué no somos tan listos como deberíamos?”. O incluso “¿Por qué seguimos reaccionando como primates y/o nos la siguen colando pese a que tenemos más elementos de juicio e información que nunca?”. Es decir, no es de extrañar que de las descripciones de un rinoceronte que hacían los viajeros medievales acabase saliendo, sistema boca-oreja mediante, el concepto unicornio. Sin embargo, ahora, cuando hasta el más desganado de los telespectadores puede conocer al detalle los ritos de apareamiento de la mosca de la fruta y el analfabetismo ha sido prácticamente erradicado de nuestra sociedad, sigue habiendo gente con el mismo grado de conocimiento y de credulidad que sus ancestros, cuando eran los buhoneros los que traían al pueblo las novedades de cuarta mano.



Sé que a muchos no les gustará, pero buena parte de la culpa hay que atribuírsela a aquello del periodismo ciudadano, que resultó ser al periodismo lo que C's a la regeneración política. De la misma forma que cuando Dios murió proliferaron las religiones estrambóticas, el bastante merecido ocaso de los grandes medios (a eso vamos en el párrafo siguiente) ha provocado que se le dé la misma credibilidad a la portada de un diario que al whatsapp que nos llega de un número a veces desconocido. A mí no me llegan muchos, porque suelo ladrarle a los remitentes, pero dos de los que pasaron el filtro eran dos de esos audios, sin padre ni madre conocidos, que circulan estos días por las redes sociales. Ambos versaban sobre el caos orgiástico del Consejo de Ministros del pasado viernes. En uno, un señor con una voz y un tono que solo podían proceder de un excelente corte de traje, empezaba citando como confidente a su hermano –“no daremos nombres”–, abogado del estado, que estaba recibiendo la información de otros abogados del estado y finalizaba con un “noticia confirmada, pues”. Otro era de una señorita acelerada y muy resuelta que indicaba como fuente de autoridad “un grupo de whatsapp de periodistas que estudiaron en el CEU”. No decían lo de “esto no lo verás en los medios” porque algunos medios también lo decían. En concreto, lo hacía uno de esos caballeros que deleitan con su prosa a los lectores tratando temas varios y confunden eso –ellos y sus lectores– con el periodismo, como él mismo lo certifica: “Te llama alguien, te cuenta algo, y tú lo publicas. Punto”. (Esa es la más exacta definición de chisme, bulo o rumor. Punto. Acabe el rumor siendo cierto o no. Punto y aparte).

La parte de culpa que no tiene ese periodismo cuñado le corresponde a los propios méritos de los grandes medios, fundamentalmente de la televisión, que ha colonizado completamente la forma de informar del resto de los soportes, empezando por la prensa. Cabeceras antaño serias que compiten en tiempo real con los magazines vocingleros en la fabricación de exclusivas y últimas horas, y consideran materia de interés a los protagonistas de los espectáculos de variedades televisivas y a sus cucamonas. “Antes todo el mundo quería ser famoso como el arquero más hábil o la mejor bailarina, pero nadie quería que hablaran de él por ser el cornudo del barrio, el impotente declarado o la puta más irrespetuosa”, contaba Umberto Eco en De la estupidez a la locura. “En el mundo del futuro esta distinción habrá desaparecido; se estará dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de que le «vean» y «hablen de él». No habrá diferencia entre la fama del gran inmunólogo y la del jovencito que ha matado a su madre a golpes de hacha”.

Si no hay diferencias entre el gran amante y el ganador del concurso mundial de quién la tiene más corta, entre el que haya fundado una leprosería en África central y el que haya defraudado al fisco con más habilidad (las comparaciones siguen siendo de Eco), también se borran entre el bulo “esto no lo verás en los medios” y lo que sí se puede ver en los medios. Si a la gente que lo está dando todo para contener la plaga no se les define como lo que son, trabajadores de la sanidad pública que realizan –con creces– el cometido para el que han sido contratados y se les califica indefectiblemente como “héroes” (pero sin las comillas) se está dando el mensaje de que parar una epidemia no depende de un sistema sanitario universal robusto (eso incluye profesionales comprometidos con él), sino de un arrebato épico como el del héroe de Cascorro o el de Agustina de Aragón, pero en colectivo.

Estos son los momentos en los que el periodismo es más servicio público que nunca. Pero de la necesaria función de distraer, emocionar, excitar o ayudar a dormir se tienen que encargar otros.

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