LOS TONTOS
JUAN CARLOS ESCUDIER
Por mucho que se le
vincule con una operación de lavado de dinero, que es perfectamente verosímil,
sigue siendo inalcanzable para el entendimiento humano por qué Ronaldinho usó
un pasaporte falso para entrar en Paraguay, razón por la cual ahora se
encuentra en prisión preventiva. Su abogado, eso sí, ha dado el argumento
definitivo: si un tipo con sus papeles brasileños en regla y que, como
ciudadano de Mercosur, le bastaba con su documento nacional de identidad para
ingresar al país sin ningún problema, si esa persona, mundialmente conocida
además, usa documentación falsa como paraguayo naturalizado en el control
migratorio es porque es rematadamente tonto. A falta de otros detalles, parece
una explicación convincente.
Los tontos o, mejor
dicho, quienes aparentan serlo, son muchos más de lo que parecen, al punto de
que bastaría con repasar nuestra reciente historia judicial para confirmarlo y
hasta para sustentar un cambio en las reglas penales, de manera que todo
encausado fuera considerado rematadamente lelo hasta que no se demostrara lo
contrario. Sustituir la presunción de inocencia por la de imbecilidad
facilitaría la labor de muchas defensas que, ante conductas o afirmaciones
incomprensibles de sus clientes, incompatibles con el sentido común, alegarían
su panfilismo como eximente. Sería misión de los jueces demostrar que, en
realidad, los supuestos mononeuronales iban de listos, que es lo más habitual.
Un Estado de Derecho garantista no tendría que despreciar esa posibilidad.
Fuera de los
tribunales se da una situación distinta. Tontos no faltan, es verdad, pero es
que al resto y por principio se le considera idiota. No hay corruptela, campaña
o directriz política que no confíe su éxito al supuesto candor general, ese que
siempre verá gigantes en vez de molinos de viento o que aceptará como normal y
hasta beneficioso lo que, en esencia, es una desfachatez inasumible. Se presume
de tal manera la tontuna colectiva que es ya una norma descargar
responsabilidades y culpas en quienes, si acaso, se limitan a padecer las
consecuencias de lo que les resulta completamente ajeno. La presión es de tal
calibre que muchos llegan a convencerse de que, en efecto, hubo un tiempo en el
que vivimos por encima de nuestras posibilidades, de que somos nosotros y no
las industrias contaminantes los que podemos revertir la crisis climática, de
que quien dijo derechos quiso decir utopías o de que todo lo que nos duele o
precariza es necesario y se ejecuta por nuestro bien.
El problema, sin
embargo, no es que nos tomen por tontos, porque pese a las altas dosis de soma
a las que se nos somete siempre es posible mantener algo de consciencia para
mandar a hacer puñetas a los expendedores de anestesia y a los manipuladores.
El verdadero peligro deviene cuando, además de parecer y actuar como tales, lo
somos de verdad.
Al margen de la
enfermedad en sí, uno de los males que ha acarreado la epidemia de coronavirus
es el de hacer aflorar al tonto que llevamos dentro o, por efecto de una
extraña mutación, transformarnos directamente en gilipollas. Los primeros
síntomas se manifestaron ya con diversos episodios de discriminación hacia
ciudadanos chinos, a los que se presumía infectados por el simple hecho de
tener los ojos rasgados y, a mayores, vender pilas y fundas para el móvil. La
sinofobia habría ido a mayores si el bichito de Wuhan no hubiera sido tan
democrático al elegir huésped sin hacer distingos entre nacionalidades.
Actualmente, la
estolidez se ha diversificado. Por un lado, están los temerarios, capaces de
poner en riesgo su salud y las de quienes les rodean por trivialidades que
suelen tener forma redonda y ocupan la mayor parte de sus cerebros. Pasándose
por el forro las recomendaciones, un amplio grupo de ellos se reunió anoche en
Valencia para dar ánimos a su equipo ante la decisión de las autoridades de que
todas las competiciones deportivas, partidos de fútbol incluidos, se disputen
durante las dos próximas semanas a puerta cerrada. "Valencia hasta la
muerte", gritaban los muy tontos.
Por otro lado,
están los apocalípticos que, a falta de refugios nucleares y bacteriológicos,
se conforman con resistir en sus casas y acumular en sus despensas ingentes
cantidades de lentejas precocinadas para que no falte el plato de cuchara hasta
que se acabe el mundo. Tendría un pase la compra compulsiva de desinfectantes y
mascarillas, en su mayoría inútiles, pero dudar del abastecimiento de legumbres
es sintomático. Del acaparamiento de los últimos días llama la atención la
fijación con el papel higiénico, que retrataría a sus compradores como
auténticos tontos del culo.
Podemos apostar, si
Garzón lo permite, a que seremos capaces de contener la epidemia vírica. La
otra, esa necedad tan contagiosa, tiene muy mal pronóstico. Somos muy capaces
de acabar como Ronaldinho y usar un pasaporte falso de Botsuana para intentar
entrar en Toledo. Al tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario