sábado, 28 de marzo de 2020

EBRIA LUZ INSEPULTA



EBRIA LUZ INSEPULTA
ROBERTO CABRERA

(…) cada palabra, como acontecer del momento,
hace que esté ahí también lo no dicho. Gadamer, 1977, p.549

Hay que recurrir a otras palabras, tonos, formas de silencio,
para comprender lo que el lenguaje quiere decir. Grondin., 2003, p 224

            Eran jóvenes que pensaron en revolucionar el lenguaje y cuya poesía resiste y evoluciona desde aquella emergencia transida de cambios a empujones, achicándole espacio a la banalidad, poetas que en su ingénita madurez reclaman la solvencia para desatar el nudo y bajar del nido de los conceptos hacia las emociones encandiladoras, grabando esporas germinantes en la lava de la tradición. Son Quantas de luz ciega, las ondas que gravitan; de futuro partículas de una luz heredada, honda huella, nuevo giro contundente que mella el afilado machete eléctrico que corta nubes led de un espacio global, porque nada está en su sitio sino en el orden visceral.

Sin luz propia no hay poesía. Sin miga no hay alma, y así tantas circunstancias que atraen a una lectura única, aceptación de eterno retorno, luces por explorar, y gozar.

La señaléctica que el poeta ha ido evidenciando cobra valor en el lenguaje y su económico uso, auténtica luz que en todos sus infinitos registros se cuela por cada rendija de los versos para ofrecer tonalidades sucesivas en los lienzos y óleos que nos contemplan, su trama, el rencor, la esperanza, la vacuidad, la muerte, en medio, el equilibrio, la phronesis, la prudencia virtual desde su pensamiento divergente, desde el afuera que combate enfrentado a tantas espadas de mecánica racionalidad, tantas capas de ignominia a deshijar.
La sombra no se puede enterrar, proverbio africano. Ebria luz insepulta del poeta Javier Castañeda, parece suscribir este adagio en su anverso azaroso.  Bien sea por los rayos solares o por explosiones de supernovas desde sus nidos luminosos o el big bang, todo lo que alumbra nuestro universo lírico y personal, queda aquí retratado con ese arrebato propio de la poesía adelantada al conocimiento y determinación. La trascendencia de la luz, amanece en el libro con una cita de Rubén Darío al sol, al Zeus insomne, deidad insoslayable.
         La poesía se emborracha de ese reflejo insepulto para, balbuceante despertar a cada verdad en las cosas en una catártico proceder con sus flecos de inconsciencia, con su aparecer contradictorio, con un efecto en el lenguaje trastabillante que viene a realzar la espita brillosa del sentido.
         Basta entonces de significados, conviene estrujar lo razonable adquirido, crear nuevas metáforas resquebrajantes del idioma que lo tiñan de nuevas expresividades. Mi yo como intérprete no puede enmudecer ni ante la poesía de Castañeda, merecedor de la luz, ni frente a otros poetas benahoríes como él,  que coincidieron en la ciudad de La Laguna en los años 80, tales como Leocadio Ortega, Olga Luis o Antonio Arroyo, y que no han pasado desapercibidos ni para la crítica ni para el público, por su universalidad y aporte de vigor y originalidad a la poesía insular. 
Quisiera como tal acercarme con modestia a cada una de las tres partes en que se presenta la obra. En la primera parte el poeta va revelando su impostura  hacia un lenguaje asimilable sin vislumbrar la pregunta de dónde ha nacido cada verso. Reflexiones, cuadros, visiones, y espacios viajan con la luz. Y encontré la sinestesia en La luz hablada, los hombres huecos de T.S. Eliot, tablas flamencas, la duda en Sol de sombra o el aplastamiento del tiempo en Bisagras sin piedad, tatuajes y despedidas y toda una suerte de adiviñas. El mito de Don Sebastián, la necesidad del equilibrio entre la historia, el presente y la lengua del texto, pero también  un estilo lezamiano y  evocador del gran Luis Feria, que remueven los túneles urbanos, las casas sin hogar y la vida del sinvivir.

         En la segunda entrega y a cámara lenta, el autor reclama la calma para que la lumbre llegue a lo que estaba oculto u ocultado, desde la violación sufrida por Artemisis Gentileschi, la costra clerical, el propio cuerpo y sus metamorfosis, algo similar a los continentes de tierra amarga de Dulce Díaz Marrero, el ocaso, el despertar de Eros, amantes de ayer, premoniciones, hasta la paciencia infinita de la inacción.
En la tercera, hay como un ajuste de cuentas con la beatitud irredenta. La Noche finita frente a un mañana perenne para después de la muerte. Las obras y el dolor de Munch, la dialéctica, la monadología de Leibnitz en Florece sola, la ocultación, los días perdidos del despertar, la obra inacabada de Gaudí, estrellas y diosas del orto como Madonna, los árboles huérfanos de las grandes ciudades, la identidad nómada del turista en temporada alta. El pasmar la luz de la escuela sevillana, los estibadores de vivencias, hasta recalar en Ebria luz insepulta, un canto a la vida dionisíaca.



@Roberto Cabrera


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