HACER LA LEY, HACER LA CHAPUZA
JUAN CARLOS ESCUDIER
Entre las muchas
virtudes que nos adornan, la de hacer leyes no está ni en el índice. No es que
no lo intentemos, porque ha habido etapas en que la actividad legislativa ha
sido un no parar. Despachamos como churros, y quizás sea ese el problema,
leyes, decretos, reglamentos, órdenes ministeriales, estatutos de comunidades
de vecinos y lo que nos pongan por delante. Siendo nuestra caligrafía
impecable, fallamos en los detalles. Siempre hay algo que no está ni se le
espera, que no se ha previsto, y eso que tenemos cámaras como el Senado que se
dicen de segunda lectura. Con las famosas correcciones de errores del BOE
podría llenarse varios tomos del Espasa y con lo que nuestras normas no tienen
en cuenta una enciclopedia completa y tronchante.
La Constitución es
el prototipo de lo que estamos diciendo. La Biblia de nuestro ordenamiento
jurídico es una escopeta de feria con la que no habría manera de ganar
legalmente el perro piloto. Sus olvidos y omisiones son tan célebres que
siempre hay que estar preparado para hacer el pino puente, como cuando abdicó
el Rey, nos dimos cuenta que no estaba previsto que lo hiciera y hubo que
redactar a toda prisa una ley orgánica con un solo artículo que empezaba
diciendo "S. M. el Rey Juan Carlos I de Borbón abdica la Corona de
España". Lo del artículo 99 sobre la designación de candidato a la
presidencia del Gobierno lo tenemos más reciente y es de antología: su punto 1
encomienda al Rey proponer candidato sin marcarle plazo, por lo que podría no
hacerlo en dos vidas; el punto 2 obliga al candidato propuesto a exponer su
programa al Congreso, pero hemos comprobado que los designados pueden apartar
de sus labios ese cáliz cuando no tienen sed o no les gusta el brebaje; el
punto 4 impone al rey formular sucesivas propuestas si el primer candidato no
obtiene la confianza del Parlamento, aunque también hemos comprobado que no
siempre es así por el jefe del Estado hace lo que le sale de la punta de la
corona. Pongamos un etcétera y acabaremos antes.
Ha sido ahora, en
medio de la crisis del coronavirus y con dos elecciones autonómicas convocadas
para el 5 de abril, cuando se ha reparado en que su celebración y la
consiguiente movilización de varios millones de personas ante las urnas
representaría un auténtico riesgo para la salud pública. De hecho, una vez
convocadas y disueltos los respectivos parlamentos en el País Vasco y Galicia,
no parece haber forma humana de cancelarlas o aplazarlas por mucho que
sufriéramos una invasión marciana, nos cayera una bomba atómica encima o, como
nos ocurre, hubiera un bichito muy cabrón que nos infecta al descuido.
El asunto tiene a
los expertos devanándose los sesos sin que se haya dado aún con una fórmula
para drenar la inmensa laguna de la ley electoral que no sea una chapuza. Se
apunta a que el Gobierno podría recurrir a alguno de los estados de emergencia
previstos –los de alarma, excepción y sitio-, cuando parece claro que eso sería
tanto como vulnerar el derecho fundamental de los ciudadanos a participar en
los asuntos públicos (artículo 23 de la Constitución) y crearía un precedente
espantoso. La propia regulación de los estados de emergencia ya fue una chapuza
en sí misma. Como sería la cosa que, aprobados apresuradamente tras el 23-F, no
hubieran podido aplicarse para evitar la intentona golpista de Tejero, ya que
se prevén que cuando se produzca o exista la amenaza de una insurrección, el
Gobierno ha de proponer al Congreso la declaración del estado de sitio, lo cual
no deja de ser un disparate cuando los diputados están retenidos por los
insurrectos. Ese es el nivel, amigos.
Otra de las vías
propuestas es la de un decreto de urgencia que encomendara a la Junta Electoral
la suspensión de las elecciones ante la crisis sanitaria, pero es que resulta
que la Constitución lo prohíbe expresamente en su artículo 86.1, donde se
establece su aplicación por extraordinaria y urgente necesidad -tal es el caso-
y al mismo tiempo se excluye de sus ámbitos todo lo que afecte al Derecho electoral
general.
Quedaría, claro, la
reforma exprés de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, porque si se
ha sido capaz de cambiar el artículo 135 de la Constitución con nocturnidad y
alevosía, modificar esa ley únicamente con alevosía no tendría que suponer
mayor dificultad, siempre que el coronavirus no impida a los parlamentarios
votar telemáticamente. Ya estarían tardando.
Está claro que
nadie es perfecto, pero empieza a ser bastante desagradable descubrir que
nuestro obeso corpus legal oculta entre su grasa insondables vacíos. Nos hemos
acostumbrado a suplir la imprevisión con la improvisación y tenemos muy
desgastado el famoso artículo 33, ese que empieza por un considerando y que
permite hacer lo que a uno le da la gana. La democracia son sus formas y aquí
son lo primero que perdemos junto con los papeles.
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