EL CORONAVIRUS COMO EUTANASIA
DAVID TORRES
Hace sólo ocho
años, allá por abril de 2012, el Fondo Monetario Internacional proponía los
recortes en las prestaciones sociales y el retraso de la edad de jubilación
como medidas urgentes "ante el riesgo de que la gente viva más de lo
esperado". El entrecomillado funciona aquí igual que la mascarilla para
evitar el contagio por el coronavirus, es decir, no es que sirva de mucho, pero
al menos mitiga un poco la impresión de asco. Detrás de esta frase tan elegante
se encontraba la no menos elegante directora del FMI, Christine Lagarde, una
señora de 56 años que había sucedido al frente de la institución a dos notorios
delincuentes, Dominique Strauss-Kahn y Rodrigo Rato, y que contaba con un
historial de desmanes casi tan sospechoso como el de sus antecesores en el
cargo.
Ocho años después,
hay que reconocer que la buena señora llevaba algo de razón en sus previsiones
eugenésicas, no sólo por motivos demográficos, sino porque el peligro de que
cierta gente siga viviendo más allá de lo razonable resulta demasiado alto. Por
ejemplo, la propia Christine Lagarde tiene ahora 64 años y es presidenta del
Banco Central Europeo, otra institución filantrópica dedicada a hacer más
llevadera la difícil existencia de los multimillonarios. En todo ese tiempo,
aparte de acumular sueldos inverosímiles y lanzar propuestas medievales como la
quita del diez por ciento a los ahorros familiares para reducir la deuda
pública, a Lagarde ni siquiera se le ha ocurrido poner en práctica sus propios
consejos y morirse para dar ejemplo.
Una de las grandes
lecciones que no aprendimos de la crisis de 2008 es que estábamos viviendo por
encima de nuestras posibilidades, que entre los pobres que malvivían debajo de
un puente y los pringados que apenas podíamos pagar una hipoteca no lográbamos
sacar adelante la financiación de los peluqueros de Lagarde, las alegres
borracheras de Juncker, los fiascos petrolíferos de Florentino y las pensiones
Nescafé del rey emérito, un señor tan rumboso que trata a sus amigas como si
fuesen reinas. Ahora, ante el descalabro económico provocado por la crisis del
coronavirus, los madrileños hemos descubierto que también estamos sobreviviendo
por encima de nuestras expectativas, colapsando servicios sanitarios que fueron
víctimas de los tijeretazos en los tiempos de Aguirre y enfermando por esa puta
manía de coger el metro para ir al trabajo en lugar de alquilar un helicóptero
o una limusina con cristales blindados, como hace la gente responsable.
Con el espacio
aéreo recién clausurado entre Estados Unidos y Europa, de repente el Brexit
parece una buena idea. Lo cierto es que la pandemia, tal como acaba de
catalogarla la OMS, con sus picos de mortalidad centrados en ancianos y
enfermos inmunodeprimidos, parece diseñada por la mismísima Christine Lagarde
junto a unos cuantos arquitectos de Treblinka. Hace unas semanas estábamos
discutiendo a voces la viabilidad de una ley de eutanasia más allá de los
lastres morales de la Biblia y ahora el coronavirus nos ofrece una selección
natural calcada de las siete plagas de Egipto. Nunca hay que subestimar aquel
principio freudiano de temer lo que secretamente se desea, especialmente cuando
viene bendecido desde las más altas instancias europeas. Mientras tanto, como
Pilatos, lavémonos las manos.
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