viernes, 1 de noviembre de 2024

LOS BUENOS GESTORES

 

LOS BUENOS GESTORES

DAVID MARTÍNEZ 

 

Jorge Gil / Europa Press / ContactoPhoto

Cuando las cosas marchan bien, la gestión es impecable: se ha ahorrado una cantidad ingente de dinero, miles, millones de euros. Y cuando las cosas van mal, se trata de un desastre natural

La etimología de las palabras es importante. Los orígenes encierran significados que el uso desvirtúa y hace olvidar. La política se vincula con la polis, la ciudad, y tiene que ver con administrar un espacio común, gestionar recursos y atender a las necesidades de las personas. Podríamos, incluso, tratar de vincular la política con la ética, y tal vez tendría sentido si no fuera un asunto tan trillado, pues aparentemente todas las formaciones tienen un manual de prácticas éticas. Y, sin embargo, pasa lo que pasa.

En el mundo moderno, hay un conflicto entre las necesidades de las personas y el dinero. Existe un balance necesario entre ingresos y gastos. Ante la frialdad de un presupuesto, en el que se anotan cantidades que suman y restan cifras para arrojar un resultado final, no hay lugar para la empatía o las necesidades. Se trata de una batalla perdida, puesto que, a pesar de los eufemismos, una inversión no deja de ser un gasto, que no siempre retorna un beneficio inmediato o palpable. Y los diferentes gobiernos tienen que conseguir obtener resultados positivos. Al precio que sea. Y así pasa.

Deshumanizados, los buenos gestores se agarran a cifras y a ratios con la voluntad de ahorrar recursos, que puedan ser destinados a otras cuestiones. Entonces, la distancia entre inversión y gasto se vuelve insalvable. Más cuando del desastre puede hacerse un negocio lucrativo que enfrenta dos modelos: uno basado en la atención a las personas y otro fundamentado en el negocio, el dinero. Y así sucede con la sanidad, donde es preferible hacer un acuerdo con entidades privadas que invertir en mejorar las condiciones laborales de los trabajadores, que revierten en mejoras para los pacientes. O pasa cuando se construyen edificios inmensos, modernas instalaciones vacías en las que no trabaja nadie, dejando otros centros mal atendidos o desamparados. Así acontece también con la educación, donde se transfieren enormes recursos a centros privados, a la par que se recortan en centros públicos, de tal manera que se crean negocios de la nada en detrimento del servicio público (ahí están las cifras de las nuevas universidades privadas). También sucede esto cuando hablamos de los bomberos forestales o las actuaciones en prevención de incendios. Pasa también en el transporte. Y en los ayuntamientos. Las dimensiones del servicio público son enormes, inabarcables para un texto modesto como este. Se vislumbra que hay una querencia al abandono del servicio público, entendido como empresas y trabajadores del estado, porque es una inversión (gasto) sin retorno económico inmediato. Pero atiende a las necesidades de la gente, tanto diariamente como en ocasiones excepcionales. Y para ello existen y se pueden crear recursos y puestos de trabajo que se deben gestionar desde la política. Y gestionar no es cerrar. Gestionar no es recortar. Gestionar no es mantener un servicio infradotado o cerrado y esperar a que haya buena suerte, no suceda nada malo y no se note que no hay médicos o que no hay bomberos.

De esta manera, cuando las cosas marchan bien, la gestión es impecable: se ha ahorrado una cantidad ingente de dinero, miles, millones de euros. Y cuando las cosas van mal, se trata de un desastre natural. Pero la gestión es impecable. Siempre es impecable. Y no es verdad. Porque una mala preparación para un evento de cualquier clase es también mala gestión. Hacer desaparecer los servicios públicos o dejarlos morir es un ejemplo de mala gestión. Aunque nos digan que son los buenos gestores, los que saben gobernar. En realidad, no están gobernando para la gente. Gobiernan para obtener un balance positivo en la hoja de cálculo de la actividad económica. Y a veces… Ni eso.

 

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