LOS BUENOS GESTORES
Jorge Gil / Europa Press / ContactoPhoto
Cuando las cosas marchan bien, la gestión es impecable: se ha ahorrado una cantidad ingente de dinero, miles, millones de euros. Y cuando las cosas van mal, se trata de un desastre natural
La
etimología de las palabras es importante. Los orígenes encierran significados
que el uso desvirtúa y hace olvidar. La política se vincula con la polis,
la ciudad, y tiene que ver con administrar un espacio común, gestionar recursos
y atender a las necesidades de las personas. Podríamos, incluso, tratar de
vincular la política con la ética, y tal vez tendría sentido si no fuera un
asunto tan trillado, pues aparentemente todas las formaciones tienen un manual
de prácticas éticas. Y, sin embargo, pasa lo que pasa.
En el mundo moderno, hay un conflicto entre las necesidades de las personas y el dinero. Existe un balance necesario entre ingresos y gastos. Ante la frialdad de un presupuesto, en el que se anotan cantidades que suman y restan cifras para arrojar un resultado final, no hay lugar para la empatía o las necesidades. Se trata de una batalla perdida, puesto que, a pesar de los eufemismos, una inversión no deja de ser un gasto, que no siempre retorna un beneficio inmediato o palpable. Y los diferentes gobiernos tienen que conseguir obtener resultados positivos. Al precio que sea. Y así pasa.
Deshumanizados,
los buenos gestores se agarran a cifras y a ratios con la voluntad de ahorrar
recursos, que puedan ser destinados a otras cuestiones. Entonces, la distancia
entre inversión y gasto se vuelve insalvable. Más cuando del desastre puede
hacerse un negocio lucrativo que enfrenta dos modelos: uno basado en la
atención a las personas y otro fundamentado en el negocio, el dinero. Y así
sucede con la sanidad, donde es preferible hacer un acuerdo con entidades
privadas que invertir en mejorar las condiciones laborales de los trabajadores,
que revierten en mejoras para los pacientes. O pasa cuando se construyen
edificios inmensos, modernas instalaciones vacías en las que no trabaja nadie,
dejando otros centros mal atendidos o desamparados. Así acontece también con la
educación, donde se transfieren enormes recursos a centros privados, a la par
que se recortan en centros públicos, de tal manera que se crean negocios de la
nada en detrimento del servicio público (ahí están las cifras de las nuevas
universidades privadas). También sucede esto cuando hablamos de los bomberos
forestales o las actuaciones en prevención de incendios. Pasa también en el
transporte. Y en los ayuntamientos. Las dimensiones del servicio público son
enormes, inabarcables para un texto modesto como este. Se vislumbra que hay una
querencia al abandono del servicio público, entendido como empresas y
trabajadores del estado, porque es una inversión (gasto) sin retorno económico
inmediato. Pero atiende a las necesidades de la gente, tanto diariamente como
en ocasiones excepcionales. Y para ello existen y se pueden crear recursos y
puestos de trabajo que se deben gestionar desde la política. Y gestionar no es
cerrar. Gestionar no es recortar. Gestionar no es mantener un servicio
infradotado o cerrado y esperar a que haya buena suerte, no suceda nada malo y
no se note que no hay médicos o que no hay bomberos.
De esta
manera, cuando las cosas marchan bien, la gestión es impecable: se ha ahorrado
una cantidad ingente de dinero, miles, millones de euros. Y cuando las cosas
van mal, se trata de un desastre natural. Pero la gestión es impecable. Siempre
es impecable. Y no es verdad. Porque una mala preparación para un evento de
cualquier clase es también mala gestión. Hacer desaparecer los servicios
públicos o dejarlos morir es un ejemplo de mala gestión. Aunque nos digan que
son los buenos gestores, los que saben gobernar. En realidad, no están
gobernando para la gente. Gobiernan para obtener un balance positivo en la hoja
de cálculo de la actividad económica. Y a veces… Ni eso.
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