EEUU,
LA DERROTA DE LA RAZÓN
IGNASI
GOZALO-SALELLAS
Ensayista i
Professor de Comunicació i Filosofia (UOC)
Seguidores del candidato presidencial estadounidense
por el partido republicano Donald Trump siguen los resultados electorales en el
centro de Convenciones de Palm Beach en Florida, Estados Unidos. EFE/ Cristobal
Herrera-Ulashkevich
El
martes 5 de noviembre presenciamos el último capítulo de derrota de la razón
humana. Hoy vence, con una fuerza aplastante, el irracionalismo del agravio.
Ensimismado en una crisis de identidad nacional, no exclusiva de los
norteamericanos, hoy vence el nihilismo civilizatorio. Hoy Estados Unidos le ha
dicho al mundo que solo cree en sí mismo, y de forma violenta.
Dos días después de que muriera el gran músico norteamericano Quincy Jones, virtuoso trompetista, compositor y productor de los más grandes mitos de la nación —de Sinatra a Michael Jackson, de Ray Charles y Miles Davis a Billie Holiday—, menos de 72 horas después, despertamos de la nostalgia de esos años dorados yankees con la noticia del abrumador retorno de Donald J. Trump a la presidencia de los Estados Unidos. Un país que un día erigió, uno tras otro, los grandes mitos de la modernidad y de la vanguardia cultural, y que llevó a ésta al cetro de la globalización, hoy se encierra en sí mismo y vuelve a entregar los mandos a un ser déspota, vengativo, racista y orgullosamente inculto.
Si
el primer Trump fue el del caos y la ignominia, el segundo será el del aislacionismo
económico, social y cultural: recortes radicales del gasto, cierre de fronteras
y una nueva masculinización de la vida colectiva. Como decía un artículo
editorial del New York Times,"Win or Lose, Trump Has Already Won".
Elevando el tono hacia un espacio de irracionalidad inédita entre la larga
lista de presidentes de exquisita formación intelectual y humanista, Trump ha
sido capaz de lo imposible: ser el primer presidente vencido en reconquistar la
presidencia en más de un siglo. Solo lo hizo antes el demócrata Grover
Cleveland, de 1884 a 1888 y de 1892 a 1896. De ello hace nada menos que 140
años.
El
carácter volcánico e irracional de Trump fue el arma de la victoria. Hurgó en
la división y conectó con miles de egos heridos, proyectándoles la ira como
respuesta a los miedos de una parte de la nación que no entiende el ritmo
vertiginoso que su propia maquinaria capitalista e imperialista ha impuesto al
mundo entero. Ese tal vez sea el trágico final de America tal y como se
nos narró en esta era dorada de imperialismo cultural y de aceleracionismo
tecnológico: una reencarnación contemporánea del mito de Eresictón, ese rey
soberbio que nunca se saciaba y que acabó devorándose a sí mismo incapaz de
alimentar toda su voracidad.
Lo
que es evidente es que el patriotismo unificador de antaño, fábrica del mito de
un solo pueblo tras el escudo protector de la bandera y del himno, ya no
es creíble. Hoy en Estados Unidos conviven los despojados trumpistas más
arcaicos con los tecnófilos posthumanistas más visionarios; el conservadurismo
moral más atávico del interior y del sur con los debates más sofisticados sobre
género, sexualidad, raza o colonialismo del liberalismo de las costas. La
bipolaridad social es tal que el intento de la candidata de Kamala Harris de
acercarse al centro en busca de los moderados ha fracasado por completo. Ganó
la estrategia de radicalización y denigración.
El
mapa es realmente desolador para el progresismo nacional y mundial. Por primera
vez en esta larga travesía distópica trumpista, su victoria lo es tanto en
representantes como en voto popular. 70 millones de ciudadanos han votado a
Trump, lo que representa una cifra superior al 51%. Si contra Hillary Clinton
se proclamó presidente con un 48% y cosechó la derrota ante Biden con menos del
47%, en su ascenso algo habrá tenido que vez su rival.
Harris
y el Partido Demócrata, perdedores en los siete estados clave, evidencian la
crisis moral de la izquierda, incapaz de articular un discurso ideológico
renovador y transversal, atractivo, engaging para las clases medias
y populares. Harris fue el mal menor, pero pronto su figura se vio aniquilada
por el vigor machista, despreciativo y repulsivo del rival. El perfil racional
de Harris, basado en el sentido común y los constantes equilibrios de la realpolitik,
no ha podido combatir el mejor producto de la antipolítica. Tampoco ha
conseguido corregir los injustos hándicaps asociados a su figura: mujer, de
color y sin hijos, californiana y miembro de la ‘pesada’ administración estatal
(en tanto que fiscal). Todo ello la situaba en las antípodas del amplísimo voto
republicano que siente que el que fuera eje nacional de antaño —la unidad
familiar tradicional y su American way of life— está en riesgo. No por
azar, la candidatura republicana situó de pareja de baile de Trump a JD Vance,
actual senador por el estado de Ohio y autor del superventas Hillbilly, una
elegía rural: Memorias de una familia y una cultura en crisis (Deusto).
La
realidad es que la segunda era Trump dispondrá de un engranaje favorable
inédito en la historia reciente del país: Presidencia, Cámara de
Representantes, Senado y un Tribunal Supremo —de cargo vitalicio—
descaradamente inclinado hacia la corrección ultraconservadora de grandes
avances civiles y sociales que Estados Unidos lideró durante el siglo XX. El
futuro del país dependerá en gran medida de la capacidad correctora de su
sólido sistema institucional, pero no se puede vivir de espaldas a las
expresiones de la sociedad. Mediante un voto indisimuladamente reaccionario,
millones de votantes han expresado su deseo de venganza, la dignidad del odio,
la liberación de las pasiones más bajas y una desesperada apuesta por la
postdemocracia.
Trump
llegó a la Casa Blanca hace ocho años como un intruso, y regresa ahora como un
rey supersoberano al que le entregan las llaves de un futuro que la democracia
no les ofreció. Para ello, probablemente se acompañe de otros plutócratas como
Musk y se siga usando América Latina (Argentina) como laboratorio de pruebas.
De la amenaza se ha pasado al campo de ensayo, así que la izquierda no tiene
tiempo que perder. Le urge articular nuevas figuras y cadenas de transmisión
para competir en la batalla —de momento solo cultural— que ahora mismo, como
vemos en Europa, sigue perdiendo frente al reaccionarismo. Pero en mi opinón lo
que de verdad se asoma es una crisis profunda de la razón dialéctica, aquella
fundada en la deliberación y en la contradicción, pero siempre en el respeto y
la dignidad de la discrepancia. Y en esto último, todxs tenemos nuestra parte
de responsabilidad.
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