jueves, 7 de noviembre de 2024

EEUU, LA DERROTA DE LA RAZÓN

 

EEUU, LA DERROTA DE LA RAZÓN

IGNASI GOZALO-SALELLAS

Ensayista i Professor de Comunicació i Filosofia (UOC)

Seguidores del candidato presidencial estadounidense por el partido republicano Donald Trump siguen los resultados electorales en el centro de Convenciones de Palm Beach en Florida, Estados Unidos. EFE/ Cristobal Herrera-Ulashkevich

El martes 5 de noviembre presenciamos el último capítulo de derrota de la razón humana. Hoy vence, con una fuerza aplastante, el irracionalismo del agravio. Ensimismado en una crisis de identidad nacional, no exclusiva de los norteamericanos, hoy vence el nihilismo civilizatorio. Hoy Estados Unidos le ha dicho al mundo que solo cree en sí mismo, y de forma violenta.

Dos días después de que muriera el gran músico norteamericano Quincy Jones, virtuoso trompetista, compositor y productor de los más grandes mitos de la nación —de Sinatra a Michael Jackson, de Ray Charles y Miles Davis a Billie Holiday—, menos de 72 horas después, despertamos de la nostalgia de esos años dorados yankees con la noticia del abrumador retorno de Donald J. Trump a la presidencia de los Estados Unidos. Un país que un día erigió, uno tras otro, los grandes mitos de la modernidad y de la vanguardia cultural, y que llevó a ésta al cetro de la globalización, hoy se encierra en sí mismo y vuelve a entregar los mandos a un ser déspota, vengativo, racista y orgullosamente inculto.

Si el primer Trump fue el del caos y la ignominia, el segundo será el del aislacionismo económico, social y cultural: recortes radicales del gasto, cierre de fronteras y una nueva masculinización de la vida colectiva. Como decía un artículo editorial del New York Times,"Win or Lose, Trump Has Already Won". Elevando el tono hacia un espacio de irracionalidad inédita entre la larga lista de presidentes de exquisita formación intelectual y humanista, Trump ha sido capaz de lo imposible: ser el primer presidente vencido en reconquistar la presidencia en más de un siglo. Solo lo hizo antes el demócrata Grover Cleveland, de 1884 a 1888 y de 1892 a 1896. De ello hace nada menos que 140 años.

El carácter volcánico e irracional de Trump fue el arma de la victoria. Hurgó en la división y conectó con miles de egos heridos, proyectándoles la ira como respuesta a los miedos de una parte de la nación que no entiende el ritmo vertiginoso que su propia maquinaria capitalista e imperialista ha impuesto al mundo entero. Ese tal vez sea el trágico final de America tal y como se nos narró en esta era dorada de imperialismo cultural y de aceleracionismo tecnológico: una reencarnación contemporánea del mito de Eresictón, ese rey soberbio que nunca se saciaba y que acabó devorándose a sí mismo incapaz de alimentar toda su voracidad.

Lo que es evidente es que el patriotismo unificador de antaño, fábrica del mito de un solo pueblo tras el escudo protector de la bandera y del himno, ya no es creíble. Hoy en Estados Unidos conviven los despojados trumpistas más arcaicos con los tecnófilos posthumanistas más visionarios; el conservadurismo moral más atávico del interior y del sur con los debates más sofisticados sobre género, sexualidad, raza o colonialismo del liberalismo de las costas. La bipolaridad social es tal que el intento de la candidata de Kamala Harris de acercarse al centro en busca de los moderados ha fracasado por completo. Ganó la estrategia de radicalización y denigración.

El mapa es realmente desolador para el progresismo nacional y mundial. Por primera vez en esta larga travesía distópica trumpista, su victoria lo es tanto en representantes como en voto popular. 70 millones de ciudadanos han votado a Trump, lo que representa una cifra superior al 51%. Si contra Hillary Clinton se proclamó presidente con un 48% y cosechó la derrota ante Biden con menos del 47%, en su ascenso algo habrá tenido que vez su rival.

Harris y el Partido Demócrata, perdedores en los siete estados clave, evidencian la crisis moral de la izquierda, incapaz de articular un discurso ideológico renovador y transversal, atractivo, engaging para las clases medias y populares. Harris fue el mal menor, pero pronto su figura se vio aniquilada por el vigor machista, despreciativo y repulsivo del rival. El perfil racional de Harris, basado en el sentido común y los constantes equilibrios de la realpolitik, no ha podido combatir el mejor producto de la antipolítica. Tampoco ha conseguido corregir los injustos hándicaps asociados a su figura: mujer, de color y sin hijos, californiana y miembro de la ‘pesada’ administración estatal (en tanto que fiscal). Todo ello la situaba en las antípodas del amplísimo voto republicano que siente que el que fuera eje nacional de antaño —la unidad familiar tradicional y su American way of life— está en riesgo. No por azar, la candidatura republicana situó de pareja de baile de Trump a JD Vance, actual senador por el estado de Ohio y autor del superventas Hillbilly, una elegía rural: Memorias de una familia y una cultura en crisis (Deusto).

La realidad es que la segunda era Trump dispondrá de un engranaje favorable inédito en la historia reciente del país: Presidencia, Cámara de Representantes, Senado y un Tribunal Supremo —de cargo vitalicio— descaradamente inclinado hacia la corrección ultraconservadora de grandes avances civiles y sociales que Estados Unidos lideró durante el siglo XX. El futuro del país dependerá en gran medida de la capacidad correctora de su sólido sistema institucional, pero no se puede vivir de espaldas a las expresiones de la sociedad. Mediante un voto indisimuladamente reaccionario, millones de votantes han expresado su deseo de venganza, la dignidad del odio, la liberación de las pasiones más bajas y una desesperada apuesta por la postdemocracia.

Trump llegó a la Casa Blanca hace ocho años como un intruso, y regresa ahora como un rey supersoberano al que le entregan las llaves de un futuro que la democracia no les ofreció. Para ello, probablemente se acompañe de otros plutócratas como Musk y se siga usando América Latina (Argentina) como laboratorio de pruebas. De la amenaza se ha pasado al campo de ensayo, así que la izquierda no tiene tiempo que perder. Le urge articular nuevas figuras y cadenas de transmisión para competir en la batalla —de momento solo cultural— que ahora mismo, como vemos en Europa, sigue perdiendo frente al reaccionarismo. Pero en mi opinón lo que de verdad se asoma es una crisis profunda de la razón dialéctica, aquella fundada en la deliberación y en la contradicción, pero siempre en el respeto y la dignidad de la discrepancia. Y en esto último, todxs tenemos nuestra parte de responsabilidad.

 

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