sábado, 13 de marzo de 2021

A G R A V I O (De Apuros Varios) José Rivero Vivas


A G R A V I O

 (De Apuros Varios)

José Rivero Vivas

CUENTOS DE ALIENTO SANTACRUCERO

HONDA MESURA – Obra: C.08 (a.08)

APUROS VARIOS – Obra: C.09 (a.09)

Publicados en 1 volumen.

(ISBN 84-85896-30-0) D. Legal: TF. 1681/91

Editorial Benchomo, Islas Canarias. (Septiembre de 1991)

Obra escrita en Tenerife, Islas Canarias, hacia 1988-89, en cuanto series de relatos, ambas complementan un total, cuyo aporte, en su ser, trata de alentar el amor a Santa Cruz de Tenerife, exento de tópicos, modas y  costumbrismo, con noble ánimo de ver insinuarse Dubliners, de Joyce, en el entorno de esta ciudad. Los cuentos se hallan impregnados de aire intemporal; no obstante, exponen ciertos rasgos del momento, con temas que se enmarcan a la vuelta de una esquina, en el banco de una plaza, en mitad de un cruce, en un bar, una oficina, un centro oficial, una ciudadela o un solar.

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José Rivero Vivas

AGRAVIO

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Como le gustaban tanto las plantas, supuso que podría plantar flores en cualquier parte, para embellecer el lugar que habitase y refrescar el ambiente en torno y que la frescura del aire re­crease su respiración y el variado color le diera solaz al corazón. Quiso hacer lo propio en la ciudadela, al llegar del Norte, para quitar el aspecto de vertedero que tenía el patio, convertido en un déjeme pasar y usted dispense, porque si se ponía atención en el desfile era fácil caer redondo al suelo, fulminado por el sórdido ambiente. Perros y gatos pululaban hacinados con los habitantes de aquel sitio, y aunque gozaban de plena libertad para su depredación, no eliminaban los bichejos malandrines, que también abundaban y nada ni nadie ponía remedio a su acción destructiva. Plantar flores allí era una locura. No podrían guarecerse, y menos medrar, porque los chicos las romperían jugando a la pelota, y aun los mismos mayores no pondrían cuidado para que lucieran siempre vivas.

Pero Justa era una mujer hacendosa, procedente del Realejo, y estaba acostumbrada a la hermosa vegetación de verde monte y rico platanar. No se desanimaría por cuenta de la laboriosidad requerida ni perdería ilusión porque los demás vecinos hicieran mofa de su dedicación y su amor a enjardinar el terreno delante de su casa.

El patio era el espacio comunal que compartían las diez fami­lias de la vecindad. Primero estuvo empedrado con largos y pulidos callaos del mar. Con el paso de los años fueron apareciendo huecos, calvas, agujeros neutros que estropeaban la irregular superficie, luciendo su fondo terroso lleno de arena, con lo que el barrizal formado por la lluvia se convertía en auténtica pesadilla al acer­carse los meses de invierno. No obstante, nadie quería hacer nada ni se acordaba de una reparación a tiempo, desdeñando limpiar el lugar de inmundicias, arreglar los desagües, desatascar las canales y acondicionar todo aquello que suponía mejoras del edificio, de modo que el inadecuado habitáculo apareciera como digna morada de ser humano, y su estampa engalanada brillara mejor. Los inquilinos alegaban contra las incomodidades padecidas, pero ninguno se sentía responsable del desafuero ni nadie se erguía con autoridad sufi­ciente para con rigor exigir decoro y civismo a su vecino, ni mucho menos estaba dispuesto a actuar con generosidad permitiendo que el fruto de su trabajo fuera disfrutado por los demás sin importarle el esfuerzo desarrollado en la consecución de un rincón distinguido, como corresponde a la madriguera de un animal superior. Así, ante cualquier sugerencia al respecto, como puestos de acuerdo y sin vacilación, gritaban:

-Esto no es mío.

Hasta el día que llegó Justa a ocupar el cuarto más pequeño y más adentro del recinto. Como era de otra parte de la Isla, al quedarse en Santa Cruz se sintió oprimida, fuera de su ambiente, alejada de todo aquello que apreciaba, le era querido y significaba mucho para ella. La ciudadela, vivienda en desuso dentro de algún barrio típico de la capital, y casi desaparecida a estas al­turas, le pareció un horror; como no estaba acostumbrada a tamaño desconcierto, empezó a actuar sin consultar con nadie, barriendo el pavimento y recogiendo la basura desde atrás mismo hasta la entrada, sin importarle que la mirasen como bicho raro, o criatura depositada en la Tierra por una nave que viajara desde un remoto planeta.

Pidió permiso al propietario, un señor que vivía en un caserón de Costa y Grijalba, porque su contrato de alquiler no le permitía mover una piedra ni aun para levantar escombros, vertidos de viejo sobre el terreno, y que no hubiera tanta basura, que aquello parecía un estercolero mal traído, aparte el peligro de ratas y demás animalejos aprensivos, propagadores de miseria y enfermedades.

Al verla tan afanosa y aplicada en el quehacer enorme de bien disponer trastos, quitar atrabancos y construir un jardincillo bor­deado de tejas en punta a lo largo del muro que marcaba la divi­soria con la casa de al lado, una de las mujeres, pizpireta ella, molesta por su actitud, comentó:

-Yo no barro porque la casa no me pertenece.

-Déjela -replicó Justa terminante.

-No, porque la estoy pagando.

-Para usarla, no para destruirla.

A la vecina de la tercera puerta, cuando la vio con el perro que hacía su necesidad en el bordillo de enfrente, le dijo:

-Señora. Lleve el chucho a la calle. Aprenderá solo, en cuan­to haya ido tres veces.

Mucho luchó Justa para poner concierto en aquella comunidad de seres maldecidos por su propia desestima. Nunca consiguió colabo­ración ni apoyo, y, al final, tuvo que ceder, claudicar, darse por vencida y no limpiar más, sino recogerse en su cuarto y dejar que perros y gatos estropearan las plantas y ensuciaran a placer donde se les antojara. Desistió al fin, eludiendo broncas y líos con los vecinos, y se limitó a permanecer callada dentro de sus cuatro paredes.

Como no podía estar sin contacto con la belleza natural, cogió una lata de aceitunas, la arregló convenientemente, la llenó de tierra en el Proparque y plantó un gajo de geranio olvidado en el parterre que hizo meses antes a lo largo de la tapia fronteriza. Lo cuidó con esmero y al tiempo brotó una flor, preciosa, de un rosa aterciopelado, realmente primorosa. Le hablaba, la tocaba, la aca­riciaba musitándole:

-Hermosa mía, que me procuras contento y me provocas el ansia de vida que me faltaba hacía tiempo, ¿Quién podrá arrebatarme esta felicidad que me brindas? Nadie, si estoy presente.

Una mañana, al levantarse, encontró que la flor había sido co­gida bruscamente, como arrancada de cuajo, y la planta yacía tronchada, marchita ya para siempre.

Justa lloró su pérdida tremenda y ganas le dieron de macha­carlo todo. Hasta los inocentes castigaría, que los niños, con sus juegos y sus pillerías, también contribuían a que el patio estu­viera convertido en un antro de desagrado y rechazo. Pero no. Se contuvo. ¿Para qué?

Entonces optó por salir bien temprano y no regresar hasta las tantas de la noche. Así no tropezaba con ninguno, para no encararse con quienes le dañaban con su presencia, que no podía evitar, pues su hacienda era escasa y le resultaba imposible trasladarse a dis­tinto lugar o mudarse a una casa nueva. A no ser que le cayera la lotería, y en tal caso…

Un día no volvió, y la comunidad respiró a sus anchas, quejándose de la hediondez y el estado de abandono de la ciudadela, de su incomodidad, de los perros, los gatos y la pobre vida que llevaban, sumidos en la insalubridad de aquel recinto infecto, que el dueño se despreocupaba de atender y dotarlo de las debidas condi­ciones como para ser considerado una buena vivienda.

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José Rivero Vivas

AGRAVIO

 (De Apuros Varios)

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CUENTOS DE ALIENTO SANTACRUCERO

HONDA MESURA – Obra: C.08 (a.08)

APUROS VARIOS – Obra: C.09 (a.09)

Publicados en 1 volumen.

(ISBN 84-85896-30-0) D. Legal: TF. 1681/91

Editorial Benchomo, Islas Canarias. (Septiembre de 1991)

Obra escrita en Tenerife, Islas Canarias, hacia 1988-89, en cuanto series de relatos, ambas complementan un total, cuyo aporte, en su ser, trata de alentar el amor a Santa Cruz de Tenerife, exento de tópicos, modas y  costumbrismo, con noble ánimo de ver insinuarse Dubliners, de Joyce, en el entorno de esta ciudad. Los cuentos se hallan impregnados de aire intemporal; no obstante, exponen ciertos rasgos del momento, con temas que se enmarcan a la vuelta de una esquina, en el banco de una plaza, en mitad de un cruce, en un bar, una oficina, un centro oficial, una ciudadela o un solar.

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Tenerife

Islas Canarias

Enero de 2021

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