VASILI PETROVICH N.
Miembro del
Partido Comunista de la Unión
Soviética desde 1922
(fragmentos de su testimonio)
SVETLANA ALEKSIÉVICH
Fuimos un gran
imperio que abarcaba de mar a mar, desde el círculo polar hasta los trópicos.
¿Qué ha sido de aquel imperio? Lo vencieron sin arrojar una sola bomba… Sin su
Hiroshima. ¡Su Alteza el Embutido ganó la guerra! ¡Las buenas comilonas se
alzaron con la victoria! Y los Mercedes-Benz. El hombre no necesita más que
eso, no hace falta ofrecerle nada más, no merece la pena, ¡sólo quiere pan y
circo! He ahí el mayor descubrimiento del siglo XX, la respuesta a todos los
grandes humanistas y también a los soñadores del Kremlin. Nosotros, los de mi
generación, teníamos grandes planes… Soñábamos con la revolución mundial.
Íbamos a construir un mundo nuevo. A hacer felices a todos. Creíamos que era
posible (Le ahoga un súbito ataque de tos).
El asma me tiene harto. Espere, espere… (Se
recupera). Y fíjese que he conseguido vivir hasta el futuro con el que
todos soñaban. Morían por él, mataban por él. Hubo mucha sangre derramada por
esto… ¿Qué es lo que me reconcome? ¿Qué es lo que no me da paz? ¡Han pisoteado
nuestro ideal! ¡Han convertido el comunismo en un anatema! ¡Todo ha saltado por
los aires! Ahora resulta que soy un viejo al que se le han fundido los plomos… He
vivido demasiado. No hay que vivir tanto. Mejor no… Mejor no…
Nosotros
concebíamos una vida justa, sin ricos ni pobres. Nos dejábamos la vida por la
revolución, como idealistas… Moríamos desinteresadamente… Yo iba adonde me
mandaba el Partido. Me debía a él. No recuerdo mucho de la vida que tuve: lo
único que recuerdo es lo que trabajé. Todo el país era una cantera, una forja,
unos altos hornos… Ahora ya nadie trabaja así. Yo dormía tres horas al día.
Tres horas… Los países desarrollados iban cincuenta o cien años por delante.
¡Todo un siglo por delante! Y el plan de Stalin se proponía ponernos al día en
quince o veinte años. Su famoso salto adelante. ¡Y le creíamos! ¡Les daríamos
alcance! Ahora nadie cree en nada, pero entonces sí que creíamos… Yo no vivía
en mi casa, ¿sabe? Vivía en la fábrica, en la obra… Como se lo digo, sí… El
teléfono podía sonar a las dos de la mañana... Los dirigentes nos comportábamos
así. Desde el primero al último. Tengo en mi pecho dos condecoraciones y tres
infartos. Fui director de una fábrica de neumáticos y de una empresa de
construcción. Dirigí una cooperativa cárnica más tarde. También me encargué de
la dirección de un archivo del Partido. Después del tercer infarto me pusieron a
cargo del teatro… ¡Eran tiempos grandes aquéllos! Nadie buscaba sacar provecho
de lo que hacía… Por eso me da tanta pena lo que ocurre ahora… ¡Pero aquélla
fue una gran época! Jamás volveremos a vivir en un país tan grande y tan
poderoso. Yo lloré el día de la disolución de la URSS… Enseguida nos
maldijeron, nos calumniaron. Ganaron los burgueses, las pulgas, los gusanos.
Mi patria es
Octubre, es Lenin, es el socialismo… ¡Amaba la Revolución! Los hombres nunca
dejarán de soñar con la Ciudad del Sol… Oiga, soñar con tener un Mercedes-Benz
no es soñar de verdad… Y estos muchachos de hoy en día lo único que tienen en
la cabeza es un ordenador… Este nieto mío, que es el pequeño, me dijo cuando
estaba en noveno: «Voy a leer todo lo que encuentre sobre Iván el Terrible,
pero de Stalin no voy a leer nada. ¡Estoy harto de tu Stalin!». No saben nada y
ya están hartos. ¡Dejémoslo estar! Ahora todos maldicen el año 1917. Nos llaman
idiotas y se preguntan por qué nos dio por hacer la revolución. Pero yo
recuerdo los ojos de la gente, aquellos ojos llenos de luz… ¡Nuestros corazones
ardían! No queríamos nada para nosotros, no éramos como los de ahora, que sólo
piensan en su propio provecho.
Ayer la radio
difundió la noticia de que le habían cortado un brazo a un monumento a Lenin
erigido en el centro de la ciudad… Lo hicieron en plena noche y para venderlo
como chatarra… Por unos kopeks de nada… Lenin fue un icono. ¡Nuestro Dios! Y
ahora no pasa de ser materia prima. Lo venden y lo compran a peso… Y yo vivo
todavía en este mundo… ¡Maldicen el comunismo! El socialismo es una basura. Eso
dicen ahora. Me dicen: “¿Acaso hay alguien que se tome en serio el marxismo hoy
en día? Su lugar está en los libros de historia”…
Me condujeron ante
el comandante. “¿Cuántos años tienes?”, me preguntó. Le mentí y le dije que
diecisiete, cuando, en realidad, ni siquiera había cumplido los dieciséis. Pero
eso me valió para incorporarme al Ejército Rojo. Nos repartieron perneras y
estrellas rojas para clavar en las boinas. No tenían gorros, pero las estrellas
nos las dieron igualmente. ¿Acaso se podía militar en el Ejército Rojo sin una
estrellita en la frente? Cuando nos dieron fusiles nos sentimos genuinos
guardianes de la Revolución. Nos rodeaban el hambre y las epidemias: la fiebre
tifoidea, el tifus… Pero nosotros éramos felices… Nos guiaba un único
sentimiento: ¡la victoria o la muerte! Podíamos morir, sí, pero sabíamos por
qué moriríamos.
El futuro… El
futuro iba a ser algo hermoso… ¡Yo me lo creía! ¡Me lo creía! (Habla a gritos). Creíamos en la hermosa
vida que nos esperaba a todos. Era una utopía, sí… Una utopía… Pero ¿qué tenéis
vosotros ahora? Tenéis vuestra propia utopía: ¡el mercado! El paraíso del
mercado. ¡El mercado os hará felices a todos! ¡Vaya quimera la vuestra! Las
calles se han llenado de gánsteres con americanas de color violeta y cadenas de
oro tan largas que les llegan a la panza. Un capitalismo de caricatura, como el
que mostraban las páginas de la revista satírica Krokodil. ¡Una parodia! La ley de la jungla ha venido a sustituir a
la dictadura del proletariado: pégale un mordisco al débil e inclínate ante el
poderoso. La más antigua de todas las leyes que conoce este mundo… (Otro ataque de tos. Otra pausa)…Entro en
las habitaciones de mis nietos y todo lo que veo en ellas es extranjero: las
camisas, los tejanos, los libros, la música… Ni el cepillo de dientes que
utilizan es ruso. ¡Parecen indígenas venidos de otro mundo! Van a los
supermercados como quien visita un museo. ¡Celebrar el cumpleaños en un
McDonald’s les parece el no va más! “¡Hemos ido al Pizza Hut, abuelo!”, me
dicen, orondos. ¡Como si volvieran de la Meca, oiga! Y me preguntan: “¿De
verdad creías en el comunismo? ¿Y por qué no en los extraterrestres, ya
puestos?”. Yo soñaba con que hubiera paz en las chozas y guerra en los
palacios. Mis nietos sueñan con ser millonarios… Las tiendas están llenas de
embutidos, pero no se ve a nadie feliz. No veo a nadie a quien le brillen los
ojos…
Primero se llevaron
a mi mujer… Fue al teatro una noche y no regresó… Me había avisado antes: «Algo
raro está pasando. Se han llevado a todas mis amigas. Parece que son unas
traidoras…». «Nosotros no somos culpables de nada y no nos detendrán», le dije.
De eso estaba seguro ¡Totalmente seguro! ¡No tenía dudas de ello! Yo fui muy
leninista y luego muy estalinista. Fui estalinista hasta 1937, creía en Stalin,
en todo lo que decía y en todo lo que hacía. Era el más grande, sí… Era
grandioso… Era el líder de todos los tiempos, de todos los pueblos... Pensaba
entonces que Stalin estaba siendo engañado y que estaba rodeado de una pandilla
de traidores. Confiaba en que el Partido lo arreglaría todo. Pero arrestaron a
mi mujer, una militante leal al Partido…
Tres días más tarde
vinieron por mí. Lo primero que hicieron fue meter las narices en la estufa a
ver si olía a quemado. Querían saber si había arrojado algo antes de que
llegaran. Eran tres. Uno iba seleccionando todo lo que le gustaba: “Esto ya no
lo va a necesitar”, repetía. Descolgó el reloj de pared. Aquello me sorprendió
mucho… Jamás habría imaginado algo semejante… El registro se prolongó desde las
dos de la madrugada hasta el amanecer. Teníamos muchos libros en casa y los
hojearon uno a uno. Registraron la ropa. Destriparon las almohadas… Ya corría
la época de los arrestos masivos. Cada noche se llevaban a alguien. La
situación era terrorífica. Detenían a alguien y todas las personas de su
entorno actuaban como si ignoraran el arresto. Hacer preguntas no tenía ningún
sentido. El interrogador me lo dejó claro desde nuestro primer encuentro:
“Usted ya es culpable, al menos, de no haber denunciado a su mujer”. Pero eso
me lo dijo ya en la cárcel… A primera hora de la mañana concluyó el registro. Me
ordenaron recoger mis cosas… Muchos me preguntan ahora: “¿Y por qué estuvo
callado tanto tiempo?”. Y yo respondo: “Así eran las cosas en esos tiempos”.
Siempre consideré culpables a Yezhov, a Yagoda, pero jamás al Partido. Ahora,
cincuenta años después, es fácil juzgar. Y burlarse de los viejos idiotas… Pero
en aquella época yo marchaba hombro con hombro junto a todos. Pero ya no queda
ninguno… Pasé un mes encerrado en una celda de aislamiento… Me interrogaron dos
semanas más tarde. Preguntaron si sabía que mi mujer tenía una hermana viviendo
en el extranjero. “Mi mujer es una comunista honesta”, dije. El instructor
tenía sobre la mesa la denuncia contra mi esposa. No pude dar crédito a la
identidad de su autor: ¡nuestro propio vecino! Lo supe por la lera. La firma.
Había sido mi camarada, por así decirlo, desde los tiempos de la guerra civil.
Era un militar de alto rango… Estaba algo enamorado de mi mujer y, de hecho, me
daba celos… El juez de instrucción me relató con lujo de detalles las
conversaciones que habíamos mantenido. No había duda: había sido él, nuestro
vecino… Porque todas aquellas conversaciones habían ocurrido en su presencia… Mi
mujer había sido declarada “enemigo”… “¿Con quién se reunía su mujer? ¿A quién
le entregaba los planos?”, me interrogaban. Yo lo negaba todo. ¿De qué planos
hablaban? Me golpeaban. Me pateaban. Y eso lo hacían mis camaradas. Yo tenía un
carnet del Partido y ellos tenían un carnet del Partido. Y mi mujer también
tenía el suyo.
Luego me metieron
en una celda con otras cincuenta personas. Nos sacaban dos veces al día a hacer
nuestras necesidades. ¿Cómo nos las arreglábamos el resto del tiempo? ¡A ver
cómo le explico yo eso a una dama como usted! Había una cubeta enorme junto a
la puerta… (Con aire malévolo).
¡Intente acuclillarse y cagar delante de todo el mundo! Nos daban de comer
arenque ahumado y nada de agua. Cincuenta personas… Había un estudiante que
había ido a parar allí por haber contado un chiste: “En un salón engalanado
cuelga un retrato de Stalin y un profesor lee una conferencia sobre Stalin,
mientras el coro canta una canción dedicada a Stalin y un poeta declama un
poema loando a Stalin. ¿Qué se celebra? El centenario de la muerte de Pushkin”.
(Me echo a reír, pero él permanece serio).
Le costó diez años de cárcel sin derecho a correspondencia. Había un chófer que
fue encarcelado debido a su parecido físico con Stalin. Y, en serio, se le
parecía mucho. También había un encargado de lavandería, un peluquero que no
era miembro del Partido y un cerrajero… Hombres humildes, casi todos. También
compartía celda con un exmiembro del Partido Social-Revolucionario que nos
decía, alegrándose sin tapujos: “¡Me alegro de que también vosotros, los
comunistas, estéis presos aquí y tampoco comprendáis nada de nada!”… Llegué a
pensar que el poder soviético había sido derogado. Y que Stalin ya no nos
gobernaba…
En la cárcel me encontré a un viejo camarada…
Nikolái Verjovtsev, miembro del Partido desde el año 1924. Un día estaban unos
amigos pasando el rato, amigos cercanos, y alguien leía en voz alta el Pravda. Ponía que el Politburó del
Comité Central había estado discutiendo la cuestión de la fecundación de las
yeguas. Y a él se le ocurrió preguntar, en tono jocoso, si el Comité Central no
tenía cuestiones más importantes que tratar que la fecundación de las yeguas.
Lo dijo una mañana y esa misma noche se lo llevaron. Le fracturaron los dedos
de la mano con una puerta. Se los rompieron como lápices. Lo tuvieron días
enteros con una máscara antigás sujeta a la cabeza. (Calla). Uno no sabe cómo contar todo esto hoy en día… Aquello fue
la barbarie, sí. Era humillante. Eras un mero trozo de carne… tirado en medio
de tus meados…
Pasé poco menos de
un año encerrado en la cárcel. Pensaba que mi juicio se celebraría de un
momento a otro… Me sorprendía que tardaran tanto en juzgarme. Por lo que sé,
los procedimientos carecían de toda lógica. Llevaban miles de casos al mismo
tiempo… Era un caos. A punto de cumplirse el año me convocaron ante un nuevo
juez de instrucción… Poco después acabaron retirándome todos los cargos y
poniéndome en libertad. Había sido un error y punto. ¡El Partido seguía
confiando en mí! Stalin era un gran director de teatro… Comenzaron las
rehabilitaciones. El pueblo respiró aliviado. ¡Stalin había conocido por fin la
verdad y había puesto remedio! Pero aquello no era más que un breve receso
antes de nuevos ríos de sangre… ¡Era un juego! Pero todos se lo creyeron. Y yo
me lo creí también. Verjovtsev me mostró sus dedos rotos cuando acudí a
despedirme de él y me dijo: “Ya llevo diecinueve meses y seis días aquí. Nadie
me dejará salir. Tienen demasiado miedo”. Fue fusilado en 1941, cuando los
alemanes estaban a las puertas de la ciudad. El NKVD fusiló a todos los presos
que no consiguió evacuar. A los comunes los dejaron marchar sin más, pero a los
presos políticos los liquidaron por traidores. Cuando los alemanes tomaron la
ciudad y abrieron las puertas de la cárcel encontraron montañas de cadáveres.
Después, obligaban a los vecinos de la ciudad a contemplarlas, a ser testigos
de lo que había hecho el poder soviético.
El año 1941 mientras
todos se lamentaban, yo gritaba de júbilo: ¡Llegaba la guerra! ¡Me voy a la
guerra! No obstante, no resultó fácil. El comisario de reclutamiento era un
conocido mío. “Tengo instrucciones claras de no alistar a los ‘enemigos’”, se
disculpaba. “Pero ¿de qué enemigo estás hablando? ¿Te parezco un enemigo?”,
protestaba yo. “Tu mujer cumple condena en un campo de trabajo por actividad
contrarrevolucionaria…”, se defendía él. Cayó Kiev… Se peleaba en Stalingrado.
Hasta las mujeres jóvenes eran reclutadas… ¿Y yo? Escribí una carta al comité
regional del Partido pidiéndoles que me enviaran al frente o me fusilaran. Dos
días más tarde recibí una citación para que me presentara en el centro de
reclutamiento. La guerra iba a ser mi salvación…
Volví a casa con
dos heridas y tres condecoraciones. Me convocaron al comité regional del
Partido. “Desgraciadamente, no podemos devolverle a su mujer. Su mujer murió.
Lo que sí podemos es devolverle el honor…”, me dijeron. Me devolvieron el
carnet del Partido. ¡Me sentí tan feliz! Sencillamente, era un hombre feliz…
Hay algo más que
necesito contarle… Yo tenía quince años. Un grupo de soldados del Ejército Rojo
llegó de repente a mi aldea. Venían a caballo, borrachos. Formaban un “batallón
de recuperación de alimentos”. Se echaron a dormir hasta la caída de la noche,
cuando convocaron a todos los miembros del Komsomol.
El comandante tomó la palabra: “El Ejército Rojo está pasando hambre. Lenin
está pasando hambre. Y, mientras, los kulaks
nos esconden el pan o lo queman”, dijo. Yo sabía que el hermano de mi madre, el
tío Semión, había llevado al bosque unos sacos de trigo y los había enterrado.
Y yo era un joven comunista. Había jurado fidelidad al Komsomol. Esa misma noche fui adonde se alojaban los soldados y los
conduje al lugar donde mi tío había guardado los alimentos. Cargaron una
carreta entera con ellos. El comandante me estrechó la mano: “Crece pronto,
hermanito”, me dijo. A la mañana siguiente me despertaron los gritos de mamá.
La casita del tío Semión ardía envuelta en llamas. A él lo encontraron en el
bosque. Los soldados lo habían destripado y cortado en trozos con sus sables…
Yo tenía quince años. El Ejército Rojo pasaba hambre… Lenin pasaba hambre… Me
dio miedo salir a la calle. Me encerré en casa y no paraba de llorar. Mi buena
mamá lo comprendió todo. Esa noche me dio un morral. “¡Márchate, hijo mío! ¡Que
Dios te perdone, infeliz criatura!”, me dijo. (Se cubre los ojos con las manos, pero eso no me impide constatar que
llora).
Yo quiero morir
siendo un comunista. Ése es mi último deseo…
Svetlana Aleksiévich
El fin
del Homo sovieticus”, 2013
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