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miércoles, 28 de agosto de 2019

VASILI PETROVICH N.


VASILI PETROVICH N.
Miembro del Partido Comunista de la Unión 
Soviética desde 1922
(fragmentos de su testimonio)  

SVETLANA ALEKSIÉVICH
Fuimos un gran imperio que abarcaba de mar a mar, desde el círculo polar hasta los trópicos. ¿Qué ha sido de aquel imperio? Lo vencieron sin arrojar una sola bomba… Sin su Hiroshima. ¡Su Alteza el Embutido ganó la guerra! ¡Las buenas comilonas se alzaron con la victoria! Y los Mercedes-Benz. El hombre no necesita más que eso, no hace falta ofrecerle nada más, no merece la pena, ¡sólo quiere pan y circo! He ahí el mayor descubrimiento del siglo XX, la respuesta a todos los grandes humanistas y también a los soñadores del Kremlin. Nosotros, los de mi generación, teníamos grandes planes… Soñábamos con la revolución mundial. Íbamos a construir un mundo nuevo. A hacer felices a todos. Creíamos que era posible (Le ahoga un súbito ataque de tos). El asma me tiene harto. Espere, espere… (Se recupera). Y fíjese que he conseguido vivir hasta el futuro con el que todos soñaban. Morían por él, mataban por él. Hubo mucha sangre derramada por esto… ¿Qué es lo que me reconcome? ¿Qué es lo que no me da paz? ¡Han pisoteado nuestro ideal! ¡Han convertido el comunismo en un anatema! ¡Todo ha saltado por los aires! Ahora resulta que soy un viejo al que se le han fundido los plomos… He vivido demasiado. No hay que vivir tanto. Mejor no… Mejor no…


Nosotros concebíamos una vida justa, sin ricos ni pobres. Nos dejábamos la vida por la revolución, como idealistas… Moríamos desinteresadamente… Yo iba adonde me mandaba el Partido. Me debía a él. No recuerdo mucho de la vida que tuve: lo único que recuerdo es lo que trabajé. Todo el país era una cantera, una forja, unos altos hornos… Ahora ya nadie trabaja así. Yo dormía tres horas al día. Tres horas… Los países desarrollados iban cincuenta o cien años por delante. ¡Todo un siglo por delante! Y el plan de Stalin se proponía ponernos al día en quince o veinte años. Su famoso salto adelante. ¡Y le creíamos! ¡Les daríamos alcance! Ahora nadie cree en nada, pero entonces sí que creíamos… Yo no vivía en mi casa, ¿sabe? Vivía en la fábrica, en la obra… Como se lo digo, sí… El teléfono podía sonar a las dos de la mañana... Los dirigentes nos comportábamos así. Desde el primero al último. Tengo en mi pecho dos condecoraciones y tres infartos. Fui director de una fábrica de neumáticos y de una empresa de construcción. Dirigí una cooperativa cárnica más tarde. También me encargué de la dirección de un archivo del Partido. Después del tercer infarto me pusieron a cargo del teatro… ¡Eran tiempos grandes aquéllos! Nadie buscaba sacar provecho de lo que hacía… Por eso me da tanta pena lo que ocurre ahora… ¡Pero aquélla fue una gran época! Jamás volveremos a vivir en un país tan grande y tan poderoso. Yo lloré el día de la disolución de la URSS… Enseguida nos maldijeron, nos calumniaron. Ganaron los burgueses, las pulgas, los gusanos.
Mi patria es Octubre, es Lenin, es el socialismo… ¡Amaba la Revolución! Los hombres nunca dejarán de soñar con la Ciudad del Sol… Oiga, soñar con tener un Mercedes-Benz no es soñar de verdad… Y estos muchachos de hoy en día lo único que tienen en la cabeza es un ordenador… Este nieto mío, que es el pequeño, me dijo cuando estaba en noveno: «Voy a leer todo lo que encuentre sobre Iván el Terrible, pero de Stalin no voy a leer nada. ¡Estoy harto de tu Stalin!». No saben nada y ya están hartos. ¡Dejémoslo estar! Ahora todos maldicen el año 1917. Nos llaman idiotas y se preguntan por qué nos dio por hacer la revolución. Pero yo recuerdo los ojos de la gente, aquellos ojos llenos de luz… ¡Nuestros corazones ardían! No queríamos nada para nosotros, no éramos como los de ahora, que sólo piensan en su propio provecho.
Ayer la radio difundió la noticia de que le habían cortado un brazo a un monumento a Lenin erigido en el centro de la ciudad… Lo hicieron en plena noche y para venderlo como chatarra… Por unos kopeks de nada… Lenin fue un icono. ¡Nuestro Dios! Y ahora no pasa de ser materia prima. Lo venden y lo compran a peso… Y yo vivo todavía en este mundo… ¡Maldicen el comunismo! El socialismo es una basura. Eso dicen ahora. Me dicen: “¿Acaso hay alguien que se tome en serio el marxismo hoy en día? Su lugar está en los libros de historia”…
Me condujeron ante el comandante. “¿Cuántos años tienes?”, me preguntó. Le mentí y le dije que diecisiete, cuando, en realidad, ni siquiera había cumplido los dieciséis. Pero eso me valió para incorporarme al Ejército Rojo. Nos repartieron perneras y estrellas rojas para clavar en las boinas. No tenían gorros, pero las estrellas nos las dieron igualmente. ¿Acaso se podía militar en el Ejército Rojo sin una estrellita en la frente? Cuando nos dieron fusiles nos sentimos genuinos guardianes de la Revolución. Nos rodeaban el hambre y las epidemias: la fiebre tifoidea, el tifus… Pero nosotros éramos felices… Nos guiaba un único sentimiento: ¡la victoria o la muerte! Podíamos morir, sí, pero sabíamos por qué moriríamos.
El futuro… El futuro iba a ser algo hermoso… ¡Yo me lo creía! ¡Me lo creía! (Habla a gritos). Creíamos en la hermosa vida que nos esperaba a todos. Era una utopía, sí… Una utopía… Pero ¿qué tenéis vosotros ahora? Tenéis vuestra propia utopía: ¡el mercado! El paraíso del mercado. ¡El mercado os hará felices a todos! ¡Vaya quimera la vuestra! Las calles se han llenado de gánsteres con americanas de color violeta y cadenas de oro tan largas que les llegan a la panza. Un capitalismo de caricatura, como el que mostraban las páginas de la revista satírica Krokodil. ¡Una parodia! La ley de la jungla ha venido a sustituir a la dictadura del proletariado: pégale un mordisco al débil e inclínate ante el poderoso. La más antigua de todas las leyes que conoce este mundo… (Otro ataque de tos. Otra pausa)…Entro en las habitaciones de mis nietos y todo lo que veo en ellas es extranjero: las camisas, los tejanos, los libros, la música… Ni el cepillo de dientes que utilizan es ruso. ¡Parecen indígenas venidos de otro mundo! Van a los supermercados como quien visita un museo. ¡Celebrar el cumpleaños en un McDonald’s les parece el no va más! “¡Hemos ido al Pizza Hut, abuelo!”, me dicen, orondos. ¡Como si volvieran de la Meca, oiga! Y me preguntan: “¿De verdad creías en el comunismo? ¿Y por qué no en los extraterrestres, ya puestos?”. Yo soñaba con que hubiera paz en las chozas y guerra en los palacios. Mis nietos sueñan con ser millonarios… Las tiendas están llenas de embutidos, pero no se ve a nadie feliz. No veo a nadie a quien le brillen los ojos…
Primero se llevaron a mi mujer… Fue al teatro una noche y no regresó… Me había avisado antes: «Algo raro está pasando. Se han llevado a todas mis amigas. Parece que son unas traidoras…». «Nosotros no somos culpables de nada y no nos detendrán», le dije. De eso estaba seguro ¡Totalmente seguro! ¡No tenía dudas de ello! Yo fui muy leninista y luego muy estalinista. Fui estalinista hasta 1937, creía en Stalin, en todo lo que decía y en todo lo que hacía. Era el más grande, sí… Era grandioso… Era el líder de todos los tiempos, de todos los pueblos... Pensaba entonces que Stalin estaba siendo engañado y que estaba rodeado de una pandilla de traidores. Confiaba en que el Partido lo arreglaría todo. Pero arrestaron a mi mujer, una militante leal al Partido…
Tres días más tarde vinieron por mí. Lo primero que hicieron fue meter las narices en la estufa a ver si olía a quemado. Querían saber si había arrojado algo antes de que llegaran. Eran tres. Uno iba seleccionando todo lo que le gustaba: “Esto ya no lo va a necesitar”, repetía. Descolgó el reloj de pared. Aquello me sorprendió mucho… Jamás habría imaginado algo semejante… El registro se prolongó desde las dos de la madrugada hasta el amanecer. Teníamos muchos libros en casa y los hojearon uno a uno. Registraron la ropa. Destriparon las almohadas… Ya corría la época de los arrestos masivos. Cada noche se llevaban a alguien. La situación era terrorífica. Detenían a alguien y todas las personas de su entorno actuaban como si ignoraran el arresto. Hacer preguntas no tenía ningún sentido. El interrogador me lo dejó claro desde nuestro primer encuentro: “Usted ya es culpable, al menos, de no haber denunciado a su mujer”. Pero eso me lo dijo ya en la cárcel… A primera hora de la mañana concluyó el registro. Me ordenaron recoger mis cosas… Muchos me preguntan ahora: “¿Y por qué estuvo callado tanto tiempo?”. Y yo respondo: “Así eran las cosas en esos tiempos”. Siempre consideré culpables a Yezhov, a Yagoda, pero jamás al Partido. Ahora, cincuenta años después, es fácil juzgar. Y burlarse de los viejos idiotas… Pero en aquella época yo marchaba hombro con hombro junto a todos. Pero ya no queda ninguno… Pasé un mes encerrado en una celda de aislamiento… Me interrogaron dos semanas más tarde. Preguntaron si sabía que mi mujer tenía una hermana viviendo en el extranjero. “Mi mujer es una comunista honesta”, dije. El instructor tenía sobre la mesa la denuncia contra mi esposa. No pude dar crédito a la identidad de su autor: ¡nuestro propio vecino! Lo supe por la lera. La firma. Había sido mi camarada, por así decirlo, desde los tiempos de la guerra civil. Era un militar de alto rango… Estaba algo enamorado de mi mujer y, de hecho, me daba celos… El juez de instrucción me relató con lujo de detalles las conversaciones que habíamos mantenido. No había duda: había sido él, nuestro vecino… Porque todas aquellas conversaciones habían ocurrido en su presencia… Mi mujer había sido declarada “enemigo”… “¿Con quién se reunía su mujer? ¿A quién le entregaba los planos?”, me interrogaban. Yo lo negaba todo. ¿De qué planos hablaban? Me golpeaban. Me pateaban. Y eso lo hacían mis camaradas. Yo tenía un carnet del Partido y ellos tenían un carnet del Partido. Y mi mujer también tenía el suyo.
Luego me metieron en una celda con otras cincuenta personas. Nos sacaban dos veces al día a hacer nuestras necesidades. ¿Cómo nos las arreglábamos el resto del tiempo? ¡A ver cómo le explico yo eso a una dama como usted! Había una cubeta enorme junto a la puerta… (Con aire malévolo). ¡Intente acuclillarse y cagar delante de todo el mundo! Nos daban de comer arenque ahumado y nada de agua. Cincuenta personas… Había un estudiante que había ido a parar allí por haber contado un chiste: “En un salón engalanado cuelga un retrato de Stalin y un profesor lee una conferencia sobre Stalin, mientras el coro canta una canción dedicada a Stalin y un poeta declama un poema loando a Stalin. ¿Qué se celebra? El centenario de la muerte de Pushkin”. (Me echo a reír, pero él permanece serio). Le costó diez años de cárcel sin derecho a correspondencia. Había un chófer que fue encarcelado debido a su parecido físico con Stalin. Y, en serio, se le parecía mucho. También había un encargado de lavandería, un peluquero que no era miembro del Partido y un cerrajero… Hombres humildes, casi todos. También compartía celda con un exmiembro del Partido Social-Revolucionario que nos decía, alegrándose sin tapujos: “¡Me alegro de que también vosotros, los comunistas, estéis presos aquí y tampoco comprendáis nada de nada!”… Llegué a pensar que el poder soviético había sido derogado. Y que Stalin ya no nos gobernaba…
En la cárcel me encontré a un viejo camarada… Nikolái Verjovtsev, miembro del Partido desde el año 1924. Un día estaban unos amigos pasando el rato, amigos cercanos, y alguien leía en voz alta el Pravda. Ponía que el Politburó del Comité Central había estado discutiendo la cuestión de la fecundación de las yeguas. Y a él se le ocurrió preguntar, en tono jocoso, si el Comité Central no tenía cuestiones más importantes que tratar que la fecundación de las yeguas. Lo dijo una mañana y esa misma noche se lo llevaron. Le fracturaron los dedos de la mano con una puerta. Se los rompieron como lápices. Lo tuvieron días enteros con una máscara antigás sujeta a la cabeza. (Calla). Uno no sabe cómo contar todo esto hoy en día… Aquello fue la barbarie, sí. Era humillante. Eras un mero trozo de carne… tirado en medio de tus meados…
Pasé poco menos de un año encerrado en la cárcel. Pensaba que mi juicio se celebraría de un momento a otro… Me sorprendía que tardaran tanto en juzgarme. Por lo que sé, los procedimientos carecían de toda lógica. Llevaban miles de casos al mismo tiempo… Era un caos. A punto de cumplirse el año me convocaron ante un nuevo juez de instrucción… Poco después acabaron retirándome todos los cargos y poniéndome en libertad. Había sido un error y punto. ¡El Partido seguía confiando en mí! Stalin era un gran director de teatro… Comenzaron las rehabilitaciones. El pueblo respiró aliviado. ¡Stalin había conocido por fin la verdad y había puesto remedio! Pero aquello no era más que un breve receso antes de nuevos ríos de sangre… ¡Era un juego! Pero todos se lo creyeron. Y yo me lo creí también. Verjovtsev me mostró sus dedos rotos cuando acudí a despedirme de él y me dijo: “Ya llevo diecinueve meses y seis días aquí. Nadie me dejará salir. Tienen demasiado miedo”. Fue fusilado en 1941, cuando los alemanes estaban a las puertas de la ciudad. El NKVD fusiló a todos los presos que no consiguió evacuar. A los comunes los dejaron marchar sin más, pero a los presos políticos los liquidaron por traidores. Cuando los alemanes tomaron la ciudad y abrieron las puertas de la cárcel encontraron montañas de cadáveres. Después, obligaban a los vecinos de la ciudad a contemplarlas, a ser testigos de lo que había hecho el poder soviético.
El año 1941 mientras todos se lamentaban, yo gritaba de júbilo: ¡Llegaba la guerra! ¡Me voy a la guerra! No obstante, no resultó fácil. El comisario de reclutamiento era un conocido mío. “Tengo instrucciones claras de no alistar a los ‘enemigos’”, se disculpaba. “Pero ¿de qué enemigo estás hablando? ¿Te parezco un enemigo?”, protestaba yo. “Tu mujer cumple condena en un campo de trabajo por actividad contrarrevolucionaria…”, se defendía él. Cayó Kiev… Se peleaba en Stalingrado. Hasta las mujeres jóvenes eran reclutadas… ¿Y yo? Escribí una carta al comité regional del Partido pidiéndoles que me enviaran al frente o me fusilaran. Dos días más tarde recibí una citación para que me presentara en el centro de reclutamiento. La guerra iba a ser mi salvación…
Volví a casa con dos heridas y tres condecoraciones. Me convocaron al comité regional del Partido. “Desgraciadamente, no podemos devolverle a su mujer. Su mujer murió. Lo que sí podemos es devolverle el honor…”, me dijeron. Me devolvieron el carnet del Partido. ¡Me sentí tan feliz! Sencillamente, era un hombre feliz…
Hay algo más que necesito contarle… Yo tenía quince años. Un grupo de soldados del Ejército Rojo llegó de repente a mi aldea. Venían a caballo, borrachos. Formaban un “batallón de recuperación de alimentos”. Se echaron a dormir hasta la caída de la noche, cuando convocaron a todos los miembros del Komsomol. El comandante tomó la palabra: “El Ejército Rojo está pasando hambre. Lenin está pasando hambre. Y, mientras, los kulaks nos esconden el pan o lo queman”, dijo. Yo sabía que el hermano de mi madre, el tío Semión, había llevado al bosque unos sacos de trigo y los había enterrado. Y yo era un joven comunista. Había jurado fidelidad al Komsomol. Esa misma noche fui adonde se alojaban los soldados y los conduje al lugar donde mi tío había guardado los alimentos. Cargaron una carreta entera con ellos. El comandante me estrechó la mano: “Crece pronto, hermanito”, me dijo. A la mañana siguiente me despertaron los gritos de mamá. La casita del tío Semión ardía envuelta en llamas. A él lo encontraron en el bosque. Los soldados lo habían destripado y cortado en trozos con sus sables… Yo tenía quince años. El Ejército Rojo pasaba hambre… Lenin pasaba hambre… Me dio miedo salir a la calle. Me encerré en casa y no paraba de llorar. Mi buena mamá lo comprendió todo. Esa noche me dio un morral. “¡Márchate, hijo mío! ¡Que Dios te perdone, infeliz criatura!”, me dijo. (Se cubre los ojos con las manos, pero eso no me impide constatar que llora).
Yo quiero morir siendo un comunista. Ése es mi último deseo…


Svetlana Aleksiévich
El fin del Homo sovieticus”, 2013


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