BRASIL. QUINIENTOS DÍAS
DE INJUSTICIA
POR CELSO AMORIM, POLITIKA
El 7 de abril de
2018, el expresidente Lula fue aprehendido en São Bernardo do Campo y conducido
a la sede de la Policía Federal en Curitiba. Se trató de la culminación de un
proceso, conducido por los grandes medios de comunicación y por una parte del
poder judicial, que se había iniciado poco más […]
El 7 de abril de
2018, el expresidente Lula fue aprehendido en São Bernardo do Campo y conducido
a la sede de la Policía Federal en Curitiba. Se trató de la culminación de un
proceso, conducido por los grandes medios de comunicación y por una parte del
poder judicial, que se había iniciado poco más de dos años antes con las
maniobras que llevaron a la destitución de la presidenta Dilma Rousseff a
través de un impeachment sin crimen de responsabilidad.
El objetivo, en
ambos casos, era golpear el proyecto político, varias veces victorioso en las
urnas, de traer mayor justicia e igualdad a la sociedad brasileña.
En mayo del año
pasado, el papa Francisco, sin referirse explícitamente a Brasil, pero con la
mente puesta ciertamente en el país, como pude comprobar en la audiencia que me
concedió, denominó a este proceso una «nueva forma de golpe de Estado». Más
tarde, el sumo pontífice volvió a tocar el tema al dirigirse a magistrados de
países de todo el continente americano, y calificó ese tipo de acción como
«lawfare».
Que el proceso que
llevó a Lula a la cárcel fue deficiente es algo que ya se sabía desde el
principio. Quienquiera que leyera la sentencia del juez Sérgio Moro podía darse
cuenta de que en ella se condenaba a Lula por «actos indeterminados» sin que el
supuesto beneficio de corrupción —vinculado con el famoso departamento de la
costa de São Paulo— se hubiera comprobado jamás. Al contrario: hechos
posteriores demostraron claramente que el inmueble jamás perteneció a Lula ni a
ningún otro miembro de su familia.
Pero la fuerza de
la campaña mediática y el endiosamiento ingenuo del combate a la corrupción,
independientemente de los medios empleados, hacían que la duda perviviera en
algunos espíritus más escépticos. El nombramiento del juez Moro como ministro
de justicia por parte de Jair Bolsonaro, beneficiario directo de sus acciones,
y las posteriores revelaciones de The Intercept comprobaron lo que los
observadores más atentos ya sabían: Lula fue objeto de una persecución política
dirigida por un juez parcial y por procuradores fanatizados e impulsados por un
proyecto de poder propio.
La consciencia de
estos hechos llevó recientemente a diecisiete juristas (entre ellos, profesores
famosos, miembros de cortes constitucionales y antiguos ministros de justicia)
de Europa, de Estados Unidos y de América Latina, a firmar un documento en que
exigen la anulación del proceso mediante el cual se condenó y privó de la
libertad a Lula.
El día en que fue
preso, Lula, en un discurso improvisado, pero que podría incluirse en cualquier
antología de la oratoria, afirmó que sus enemigos podían llevarse preso a un
hombre, pero no podrían aprisionar el sueño de un pueblo. El espectáculo de
crueldades que hemos presenciado, con las descabelladas actitudes del más alto
mandatario del país, que llegó al poder gracias a la supresión de Lula, nos
llevan a dudar incluso de esta afirmación.
En el Brasil actual,
el sueño se ha convertido en pesadilla: el pueblo pobre es se ve, cada vez más,
privado de sus derechos; la censura, de maneras veladas o disimuladas, vuelve a
cercenar la libertad de expresión; el miedo entorpece la capacidad de decisión
de la gente de bien; el prejuicio y la estupidez agreden a la razón y a la
ciencia; y, como consecuencia de todo esto, Brasil se convierte en objeto de
vergüenza ante el mundo, en un verdadero paria internacional. Vivimos un
ambiente de anormalidad que no tiene precedentes en nuestra historia.
Para que la
normalidad vuelva al país y la esperanza sea devuelta a su pueblo, la libertad
de Lula, así como la anulación del proceso mediante el cual se le condenó, es
esencial. Dada la credibilidad de que goza entre la gran mayoría de la
población, Lula —y sólo él— puede restablecer el diálogo entre todas las
fuerzas de la sociedad, algo indispensable para que Brasil vuelva a su camino
de paz y desarrollo.
Ya desde antes de
que Lula fuera preso, el laureado Adolfo Pérez Esquivel encabezó un movimiento
para que el expresidente recibiera el Premio Nobel de la Paz. Durante las
próximas semanas, la comisión responsable por el galardón, en Noruega, tomará
la decisión.
Esperamos que se
tenga en cuenta el trabajo de un líder obrero que ascendió a la presidencia,
que libró a millones de brasileños del flagelo del hambre, que contribuyó a la
paz en América del Sur y en el mundo, que adoptó medidas valerosas para
proteger el medio ambiente, los derechos de los negros y de los indígenas, y
que defendió la democracia en un país en vías de desarrollo de dimensiones
continentales, cuyo destino no dejará de influir en la región y en el mundo
como un todo.
Celso Amorim fue
ministro de Asuntos Exteriores (2003-2010, gobierno Lula da Silva) y de la
Defensa (2011-2015, gobierno Dilma) en Brasil.
Traducción:
Coletivo Regina se Sena México-Brasil contra o golpe
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