LA CULTURA DEL MEDIOCRE
GUILLERMO DE JORGE
De todos es sabido que la corrupción en
nuestra sociedad era una enfermedad que estaba inoculada hasta el último
resquicio del tuétano de la marquesina del autobús. Y quien dice marquesina,
lugar de donde oriundos muchos somos y oriundos muchos nos sentimos, dice
cualquier otro lugar de esta enjuta y tosca bola de materia llamada tierra.
Lo que me sorprende, evidentemente, para
mal, es que ahora estamos rasgándonos las vestiduras y estamos poniendo el grito
en el cielo por algo que siempre hemos
defendido, aunque fuese en petit comité o entredientes. Siempre, desde los
inicios de mi tortuosa y lamentable vida, he presenciado cómo hemos vitoreado
al listillo de turno, aquel que aparecía en el Saloon con los pantalones
vaqueros rasgados por el polvo, con las botas del viejo oeste y el cigarrillo
en la boca. Siempre hemos llevado en volandas al superguay del grupo que se
sabía de la “A” a la “Z” cómo hacer su particular desobediencia de lo civil.
Sí, querido lector, siempre ha existido en los grupúsculos sociales la
necesidad de tener un “notas”. Un individuo que se presuponía por él mismo, e
incluso, las malas lenguas hablan que por la gracia o desgracia de dios, el
líder o el mejor. Y quizás, usted, querido lector, me pregunte qué oscuro
impulso atraía a esa persona a pensar en incestuoso título “inmobiliario”. Pues
debo de decirle, que la razón que impulsaba a este sujeto a pensar en eso, era
en su habilidad de burlar la Ley. Siempre era el sheriff del lugar, el malote
del barrio. Aquel, cómo no, que se saltaba las normas. El que le quitaba el
bocata al más párvulo del territorio comanche.
Lo que nunca fuimos capaces de adivinar
es que ese mismo o, incluso, varios de ellos organizados, iban a ser los que
hoy en día dirigiesen a su particular manera los designios de nuestra sociedad.
En la historia cotidiana más reciente,
aquella que toma vida en los ciudadanos de a pie a diario, nos queda el pago en
sobre por un mes, por un contrato de media jornada, habiendo trabajado doce
horas diarias y seis días a la semana –sé lo que digo- y al recibir el sobre, el
viejo Collin mirando, cabeza baja, manos aun oliendo a ganado y las gracias al
patrón por salvarte la vida y darte un trabajo “digno”, mientras que él, misa
los domingos, quinto piso, champán y langostinos a la salud de los hijos de la
gloria.
Un día más volvemos a ser pasto de la
cultura del mediocre y ellos, desde sus opulentos atriles y desde sus hoscos
trajes de pingüino, siguen mirando una y otra vez cómo nuestros cuellos suplican
misericordiosos estar debajo de la hoja de nueva guillotina. Y entre los
labios: “hoy, quizás, también, vuelven a dimitir muy por debajo de nuestras necesidades”.
Guillermo de
Jorge
@guillermodejorg
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