martes, 19 de abril de 2016

SORPRESAS LAS JUSTAS

SORPRESAS LAS JUSTAS

DAVID TORRES
Pasado el primer efecto sísmico de los Papeles de Panamá, la sorpresa se va disipando poco a poco. Que el ser humano se acostumbra a cualquier cosa es un fenómeno conocido por los prisioneros de los campos de concentración, por las mujeres maltratadas y por los socios del Atleti, que no acaban de creerse aún que se encuentren a dos pasos del doblete. Los torturadores saben muy bien que la felicidad es algo mucho más difícil de admitir que la desgracia y por ello exploran la posibilidad de la esperanza hasta el último minuto.

Por eso mismo, la aparición de Rodrigo Rato en la lista de defraudadores fiscales por control remoto era una noticia más vieja que la peste bubónica. Lo verdaderamente sorprendente hubiese sido que Rato saliese en los periódicos financiando un hospital en la selva amazónica, salvando la vida a un niño, donando un riñón o prestando una grapadora. No esperábamos otra cosa del cerebro financiero del PP, del hombre que hizo milagros con la economía del país, transformando primero el cemento en oro y luego el oro en mierda. Después de sus visitas de madrugada a una peluquería para que le hicieran las ingles brasileñas -no iban a broncearle la calva-, tirando de tarjeta por 69 euros, sólo era cuestión de tiempo que saltase su nombre en la base de datos de Mossack Fonseca.

El propio director de la Agencia Tributaria ha confesado que la revelación de los datos del bufete panameño tampoco le ha sorprendido gran cosa. Al explicarlo, recordaba a Groucho en aquella escena en que una jovencísima Marilyn Monroe golpeaba a la puerta preguntando: “¿Puedo hacer algo por usted?” Groucho respondía: “Como si no lo supiera”. Eso es, como si no lo supiéramos. Leer los Papeles de Panamá es lo mismo que releer Blancanieves y los 69 enanitos: todos conocemos el principio, el medio y el final. A decir verdad, es como una lista de delincuentes habituales, podrían cruzarla con la lista Falciani y con la lista de amnistiados fiscales de Montoro y nos saldría una quiniela de catorce mil premiada. Pero no hace ninguna falta porque ya lo sabíamos. Aquí no hay ninguna estatua al evasor fiscal desconocido porque, como advertía el conde de Romanones, éste es un país pequeño y nos conocemos todos.

Entre Bahamas y Panamá, entre Suiza y Galicia, el PP sigue braceando incólume entre un fastuoso océano de porquería, hipocresía y desvergüenza. Son cuatro años ya de corrupción sincronizada y los que nos quedan. No obstante, los sondeos apuntan a otra probable victoria electoral a pesar del latrocinio continuo al que han sometido al país, pero eso tampoco debería asombrarnos. Si el ser humano se acostumbra a cualquier cosa, el votante pepero es capaz de habituarse incluso a un gobierno podrido de arriba abajo y expuesto a plena luz del día. Son las ventajas de vivir en un país de relicarios, un país que aún guarda el brazo incorrupto de Santa Teresa en una urna, después de que el Caudillo lo custodiara personalmente en su capilla de El Pardo.


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