SORPRESAS LAS JUSTAS
DAVID TORRES
Pasado el primer efecto sísmico de los Papeles de Panamá, la
sorpresa se va disipando poco a poco. Que el ser humano se acostumbra a
cualquier cosa es un fenómeno conocido por los prisioneros de los campos de
concentración, por las mujeres maltratadas y por los socios del Atleti, que no
acaban de creerse aún que se encuentren a dos pasos del doblete. Los
torturadores saben muy bien que la felicidad es algo mucho más difícil de
admitir que la desgracia y por ello exploran la posibilidad de la esperanza hasta
el último minuto.
Por eso mismo, la aparición de Rodrigo Rato en la lista de
defraudadores fiscales por control remoto era una noticia más vieja que la
peste bubónica. Lo verdaderamente sorprendente hubiese sido que Rato saliese en
los periódicos financiando un hospital en la selva amazónica, salvando la vida
a un niño, donando un riñón o prestando una grapadora. No esperábamos otra cosa
del cerebro financiero del PP, del hombre que hizo milagros con la economía del
país, transformando primero el cemento en oro y luego el oro en mierda. Después
de sus visitas de madrugada a una peluquería para que le hicieran las ingles
brasileñas -no iban a broncearle la calva-, tirando de tarjeta por 69 euros,
sólo era cuestión de tiempo que saltase su nombre en la base de datos de
Mossack Fonseca.
El propio director de la Agencia Tributaria ha confesado que la
revelación de los datos del bufete panameño tampoco le ha sorprendido gran
cosa. Al explicarlo, recordaba a Groucho en aquella escena en que una
jovencísima Marilyn Monroe golpeaba a la puerta preguntando: “¿Puedo hacer algo
por usted?” Groucho respondía: “Como si no lo supiera”. Eso es, como si no lo
supiéramos. Leer los Papeles de Panamá es lo mismo que releer Blancanieves y
los 69 enanitos: todos conocemos el principio, el medio y el final. A decir
verdad, es como una lista de delincuentes habituales, podrían cruzarla con la
lista Falciani y con la lista de amnistiados fiscales de Montoro y nos saldría
una quiniela de catorce mil premiada. Pero no hace ninguna falta porque ya lo
sabíamos. Aquí no hay ninguna estatua al evasor fiscal desconocido porque, como
advertía el conde de Romanones, éste es un país pequeño y nos conocemos todos.
Entre Bahamas y Panamá, entre Suiza y Galicia, el PP sigue
braceando incólume entre un fastuoso océano de porquería, hipocresía y
desvergüenza. Son cuatro años ya de corrupción sincronizada y los que nos
quedan. No obstante, los sondeos apuntan a otra probable victoria electoral a
pesar del latrocinio continuo al que han sometido al país, pero eso tampoco
debería asombrarnos. Si el ser humano se acostumbra a cualquier cosa, el
votante pepero es capaz de habituarse incluso a un gobierno podrido de arriba
abajo y expuesto a plena luz del día. Son las ventajas de vivir en un país de
relicarios, un país que aún guarda el brazo incorrupto de Santa Teresa en una
urna, después de que el Caudillo lo custodiara personalmente en su capilla de
El Pardo.
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