¿INSOSTENIBILIDAD? LA DE MONTORO
CARLOS
SÁNCHEZ MATO
El pasado 31 de marzo el gobierno en funciones reconoció que en
el año 2015 el conjunto de las administraciones públicas había vuelto a
quebrantar –por enésima vez– el objetivo de déficit público impuesto por
Bruselas, y en esta ocasión por una cuantía bastante superior a lo previsto. El
ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, culpó a las comunidades autónomas de
ser las administraciones que más han incumplido los objetivos de déficit
público. Sin embargo, esta declaración integra un argumento enormemente
tramposo, ya que fue precisamente el gobierno estatal quien le puso muy difícil
a las comunidades respetar el tope de déficit. Es la historia de un fracaso
político.
Bruselas impone cada año un objetivo de déficit al conjunto del
sector público español, pero luego es el gobierno estatal el que decide cómo se
va a distribuir por administraciones públicas (Administración central,
Seguridad Social, Comunidades Autónomas y Entidades Locales). Pues bien, el
recorte impuesto por Bruselas fue de 1,6% sobre el PIB en 2015 (desde el 5,8%
registrado en 2014 a un objetivo de 4,2%). El gobierno distribuyó este objetivo
de recorte de la siguiente forma: la Administración Central debía recortar sólo
0,04%; las Comunidades 0,94%, y el resto (0,62%) debía conformarlo el superávit
de las Corporaciones Locales y la reducción de déficit de la Seguridad Social.
A la vista está de que se trató de un reparto absolutamente
injusto al concentrar el recorte en las Comunidades Autónomas (precisamente las
encargadas de gestionar la sanidad y educación públicas). Es normal, por lo
tanto, que el Estado haya cumplido y las Comunidades no: para aprobar el examen
las Comunidades necesitaban sacar un sobresaliente mientras que al Estado le
bastaba con poner el nombre y presentarlo al examinador. Una estrategia muy
astuta para quitarse de encima la responsabilidad de aplicar recortes durante
un año electoral. Por eso es absolutamente impresentable que ahora tilde a las
Comunidades de irresponsables.
Y más aún cuando las mismas son precisamente las
administraciones públicas que más recortes han realizado desde que se comenzó a
aplicar políticas de austeridad: entre 2011 y 2015 el déficit público
autonómico se redujo en unos 27.000 millones de euros, mientras que el de la
administración central sólo disminuyó en 4.000 millones de euros y mientras que
el superávit de las arcas de la Seguridad Social pasó a convertirse en un
notable déficit de más de 13.000 millones de euros. Desde luego han sido las
Comunidades Autónomas las administraciones utilizadas para aplicar la mayor
parte del ajuste exigido por la Unión Europea.
Pero a pesar de haber aplicado importantes recortes las
Comunidades apenas han logrado reducir su déficit público, ya que éste se ha
mantenido año tras año aproximadamente en la cota del 1,7% del PIB, lo que
revela que existe un problema estructural a la hora de mejorar el saldo fiscal.
Decimos que es un problema estructural porque no depende de las políticas
particulares que realicen los gobiernos de turno, sean del color que sean, a
pesar de lo que el propio gobierno estatal quiere hacer creer cuando identifica
a las comunidades donde ya no gobierna el Partido Popular como las principales
responsables del desvío fiscal. Este problema tiene que ver con el propio diseño
institucional de las reglas de estabilidad y también de la política de
financiación y competencias territoriales. Las primeras establecen límites de
déficit público a las administraciones públicas regionales sin siquiera tener
en cuenta cuál es su capacidad económica o su situación fiscal inicial, y las
segundas transfieren insuficientes recursos desde el Estado a las regiones
impidiendo que éstas puedan financiar con sus propios recursos los servicios
públicos que controlan.
Es más que evidente que algunas entidades autonómicas y locales
pueden recaudar más dinero que otras porque en su territorio hay más capacidad
económica debido a la existencia de algún tipo de industria relevante (un
centro de negocios financiero, una administración pública supramunicipal, un
parque eólico, una fábrica de cemento, una central hidroeléctrica, un casino,
etc). Esto hace que el ajuste fiscal y la merma en la calidad de los servicios
públicos lo sufran especialmente las comunidades y municipios con menor
capacidad económica, ahondando así en su nivel de subdesarrollo e incrementando
al mismo tiempo la desigualdad entre regiones. Esto es algo que se podría
solucionar o mitigar con un sistema adecuado y razonable de transferencias
fiscales entre territorios, pero desgraciadamente los gobernantes estatales no
han tenido voluntad política de establecerlo. También es una aberración
económica y política que el gobierno estatal fije el mismo objetivo de déficit
público para una comunidad que parte de un déficit de -1,1% (como La Rioja) que
otra que lo hace desde -2,7% (como Cataluña), por ejemplo.
El resultado evidente de este nefasto diseño institucional es
que las comunidades autónomas quedan absolutamente infrafinanciadas para poder
prestar en condiciones los servicios públicos que controlan, y el intento por
parte de los gobernantes autonómicos de no amputar demasiado este tipo de
prestaciones –que conforman el pilar del Estado del Bienestar– es lo que
provoca que se sigan registrando déficits públicos por encima del nivel objetivo.
Pero la culminación del disparate de la legislación sobre
estabilidad presupuestaria lo representa el marco institucional que el Estado
ha reservado para las corporaciones locales, concretamente para los
ayuntamientos. Si el conjunto de estas administraciones llevan tiempo
registrando superávits (en el año 2015 ha sido de 0,44% sobre el PIB) no es
porque sean buenas alumnas en materia de estabilidad presupuestaria, sino
porque la legislación estatal las obliga prácticamente a ello. En concreto, el
Ayuntamiento de Madrid finalizó 2015 con un superávit de 0,4% del PIB,
registrando la cota de 511 millones de euros, un 135,5% superior a los 217
millones que se liquidaron en 2014. El resultado de la liquidación
presupuestaria de Madrid ha sido fundamental para la obtención del resultado
conjunto de las corporaciones locales y que ha alcanzado un superávit del 0,44%
del PIB frente al 0% que tenía asignado. Si las corporaciones locales hubiesen
cumplido el objetivo fijado, el déficit de las Administraciones Públicas habría
alcanzado el 5,68%. No escuchamos más que reproches hacia otras
administraciones del Ministro de Hacienda. Pero se olvidó Cristóbal Montoro de
agradecer a las corporaciones locales el efecto mitigador en el déficit que ha
tenido el sacrificio que han realizado las mismas.
Las entidades locales carecen –a diferencia de las autonomías y
del Estado– de potestad legislativa para poder crear nuevos impuestos y
configurar (salvo algunos detalles) los existentes. Por si ello fuera poco, en
el año 2002 el gobierno de Aznar redujo hasta su mínima expresión uno de los
impuestos municipales más importantes por entonces (el Impuesto de Actividades
Económicas), de forma que la recaudación fiscal de las entidades locales sufrió
un duro golpe. Por cierto, el entonces ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro,
prometió que esa merma sería compensada por transferencias desde el Estado
hacia los ayuntamientos y todavía seguimos esperando a que cumpla su promesa.
Además, la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad
Financiera (LOEPSF) vincula el máximo gasto en el que pueden incurrir al gasto
realizado el año anterior, por lo que no se puede adaptar el gasto no
financiero a los ingresos reales, generando así un superávit muy importante en
el presupuesto. Todo ello supone un trato discriminatorio que no hace sino
intensificar el proceso de subordinación y dependencia que los municipios
llevan sufriendo desde su origen.
El resultado evidente de este proceso es que hoy día las
entidades locales por un lado apenas tienen margen de maniobra para incrementar
los ingresos fiscales, y por otro lado no tienen capacidad para incrementar el
gasto público (del cual depende la adecuada prestación de servicios públicos).
Para más inri, incluso en el caso de que algún ayuntamiento con capacidad
económica obtenga superávit, la propia legislación obliga a utilizar ese dinero
sobrante para devolver deuda a acreedores financieros, por lo que no lo puede
utilizar para mejorar la prestación de servicios públicos.
Y todo ello sin hablar de la “ley de Racionalización y
Sostenibilidad de la Administración Local” y coloquialmente conocida como “ley
de Haciendas Locales”, aprobada por el gobierno de Rajoy en 2013 para, entre
otras cosas, arrebatar la gestión de muchos servicios públicos a los municipios
de menos de 20.000 habitantes. El evidente deterioro que se produciría en la
calidad de estos servicios es precisamente el motivo que ha llevado al
ejecutivo de Rajoy a aplazar su aplicación –pensada originalmente para el 1 de
enero de 2016–, y fue puesto de manifiesto por los defensores del municipalismo
que alertaron de que con esa reforma los ayuntamientos perderán sus
competencias en política social y no podrán seguir aplicando la ley de
dependencia, ni tener abiertas las escuelas infantiles ni los comedores
sociales, ni ofrecer atención a las víctimas de la violencia machista, ni dar
becas de comedor a los niños necesitados, ni atención domiciliaria…
Cuando se trata de hacer comparaciones, al Gobierno no le gusta
que recordemos que el problema fiscal que tenemos no es por el lado del gasto
sino por el de los insuficientes ingresos. Son las estadísticas oficiales, las
de Eurostat, las que muestran que los ingresos en el caso español representan
el 38,6% del PIB, muy por debajo del 46,8% que, como media, se registró el año
pasado en los 19 países que forman parte del euro. Mientras eso ocurría, los
demonizados gastos se situaron en España en el 44,5% del PIB, frente al 49,4%
que se registró en el conjunto del área euro. El resultado del análisis muestra
que si España hubiera sido capaz de recaudar lo mismo que la media de la
eurozona, en vez de tener un abultado déficit, tendría un superávit equivalente
a 2,3 puntos porcentuales del PIB.
En vez de aceptar el enorme error político y estratégico
cometido, se profundiza en las normas que lo causan. Salta a la vista que la
legislación sobre estabilidad presupuestaria (que bebe del propio artículo 135
de la Constitución española tras la reforma que acometieron el Partido
Socialista y el Partido Popular en 2011) que está orientada a reducir todo lo
posible el tamaño del sector público ha impactado con fuerza en todo el país y,
particularmente, en las comunidades y en las administraciones locales. Estamos
hablando de unos postulados ideológicos disfrazados de responsabilidad fiscal
que empujan a los gobernantes locales y autonómicos a recortar prestaciones
públicas y por lo tanto a reducir la calidad de muchos servicios públicos que
se prestan para garantizar el máximo nivel de bienestar de los habitantes:
educación, provisión de agua, salud, transporte, seguridad, limpieza, medio
ambiente, cultura, solidaridad social, y una larga relación de medidas que
persiguen el desarrollo personal de nuestros vecinos y el desarrollo social de
nuestras comunidades. Sin la prestación adecuada de unos servicios públicos de
calidad la mayoría social nos veremos abocados a vivir en unas condiciones muy
inferiores a las que nos podemos permitir acorde a las capacidades tecnológicas
y técnicas de nuestra época y sociedad. Por eso es absolutamente necesario e
indispensable que desde todos los ámbitos nos rebelemos con determinación
frente a los salvajes principios neoliberales de estabilidad presupuestaria que
ponen la economía al servicio de una minoría privilegiada a costa de menguar
las condiciones de vida de la mayoría.
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