LA HISTORIA (Y LA MEMORIA) QUE NO CESA
POR PEPE GUTIÉRREZ-ÁLVAREZ
La
historia no cesa. Las imágenes de los refugiados de zonas desvastadas por las
tiranías y por las leyes de la geoestrategia, nos han rememorado las del pueblo
llano de la República derrotada, de aquellos que tuvieron que hacer su éxodo a
pie sin ningún Dios les protegiera. Regresa con “el fet nacional” catalán,
regresa después de la derrota sin paliativos del 39, de las consecuencias de
una emigración víctima (de la misma
derrota: el Sur emigró cuando perdió la esperanza en cualquier reforma
agraria), y regresa para quedarse como expresión de una voluntad que se hace
desde abajo por más que Artur Mas intente capitalizar por arriba…Regresa la
denostada “lucha social” que habían enterrado eurocomunistas y
socialdemócratas.
Por
otro lado, nunca se fue la memoria sectaria de la Iglesia de Franco, ni tampoco
la memoria laudatoria de los militares golpistas cuyas “hazañas” están siendo
comprobadas al detalle, como en el caso del
general Mola sobre el que existe una biografía rigurosa escrita por
Carlos Blanco Escolá (1), coronel de caballería e historiador, un trabajo que
da la medida de la sinuosa personalidad del general y de su papel central en la
conspiración.
Resulta
escalofriante que a la hora de justificarla, Mola se atreviera a proclamar el
15 de agosto de 1936, cuando apenas había transcurrido un mes desde el
estallido de la guerra civil: “Alguien ha dicho que el movimiento militar ha
sido preparado por unos generales ambiciosos y alentados por ciertos partidos
políticos dolidos por una derrota electoral. Esto no es cierto. Nosotros hemos
ido al movimiento, seguidos ardorosamente del pueblo trabajador y honrado, para
librar a la patria del caos y la anarquía […] De no haber salido nosotros al
paso con tiempo y en fecha oportuna, la historia de la humanidad hubiera
conocido en pleno siglo XX la más sangrienta de las revoluciones, que nos
hubiese llevado forzosamente a desaparecer del mapa de Europa como nación libre
y civilizada”.
Una
proclamación que suena como el juramento “por su honor” de Pinochet de que no
había contado con el soporte de la CÍA, y de su presidente, George Bush senior.
Al leer este libro uno no puede por menos que recordar otras lecturas que nos
llevan al corazón mismo de las tinieblas. Lo tenía en la mano la noche en que
TV3 emitió en su programa 60 minuts sobre los niños republicanos en los
primeros años del franquismo, y sentía a lágrima viva una anécdota
escalofriante. Como aquella que evoca algo sucedido bajo la mayor impunidad en
una de aquellas cárceles abarrotadas de mujeres, una madre llamó a su niño por
su nombre, “¡Lenin, Lenin!”. Uno de los guardias presentes, sorprendido, le
preguntó si le puesto ese nombre, ella ingenuamente dijo que sí. Entonces el
guardia cogió la criatura por las piernas y le estrelló el cerebro contra la
pared. La madre enloqueció, pero el guardia podría haber sido perfectamente
condecorado por alguien como Mola.
Ante
semejante medida humana, surge una tentación, la más propia, la de tratar de
apartarse del maniqueísmo, y esto es lo que algunos han tratado de hacer al
comentar el libro. Sin embargo, por más que esta tentativa sea necesaria, en
casos así la “humanidad” del personaje nos plantea una seria duda sobre la
propia condición humana, y nos lleva a creer que dicha condición es una meta
(la del hombre-humano que hablaba César Vallejo), y que no existe en gente así.
Es más, uno piensa que es sumamente injusto llamarle “hiena” o cosas así,
ningún animal hace cosas parecidas.
Ya
sabemos a ciencia cierta quien fue aquel
general Mola: un militar decepcionado con la Monarquía y la República,
su vinculación con el sórdido sector “africanista” (una palabra que,
significativamente, no es equivalente a hispanista o helenista, antes al
contrario) de la insurrección y no aceptó de buen grado la concentración de
poderes en Franco; no falta quien diga que pagó por ello, como Sanjurjo. A
partir de ahí, Blanco Escolá traza un retrato del personaje que de la misma madera que el Eichmann, de Hannah
Arendt. No hay duda de que fue un desecho de maldades, un ególatra, un endeble
intelectual resentido y mezquino, un individuo que entendía que contra la
subversión solo cabían las balas, como declaró en 1917 para horror de Ramón
Pérez de Ayala, que le dedicó un memorable artículo antes de situarse bajo el
sol que más calentaba.
Los
libros que escribió, su reputación como Director de la conspiración, le
llevaron a ser proclamado como uno de los
héroes” del 18 de Julio, y su nombre figuró a la altura de otros como
Sanjurjo o Queipo de Llano. Mola estuvo preso durante la República, sin embargo
su historial y sus actividades no fueron suficientes para apartarlo. Luego le
sublevó la reforma militar de Azaña, su horizonte político estaba en la Italia
de Mussolini -que pagó su parte en la conspiración-, pero también era un
nostálgico de los “buenos tiempos” de la dictadura de Primo de Rivera, y habría
servido a su rey.
A Mola
le corresponde el dudoso “mérito” de
haber sido el autor “intelectual” de la teoría de que a no ser por el
movimiento militar, España habría sufrido una revolución que habría
“significado el exterminio del clero católico, como el de los derechistas
calificados, como la sovietización de la industria y la implantación del
comunismo”, tal como señala la Carta Colectiva de las jerarquías eclesiásticas,
y repetirían después “historiadores” como el liberal Manuel Aznar, el insigne
abuelo del actual Presidente del Gobierno.
En su
obra, Blanco Escolá trata de demostrar que sin “el concurso de Mola, en verdad,
es bastante improbable que la contienda iniciada en el verano de 1936 hubiera
podido desarrollarse”, planteando así un debate sobre el que cabría mucho que
decir y que suena a forzado, ya que, sin negar la importancia de su papel en el
desencadenamiento de la guerra, la verdad es que para representar el papel del
general Monk -el militar que acabó con la efímera República de Crommwell- por
el que suspiraban los intelectuales fascistas de la Acción Francesa -tan
admirados en estos lares-, hubieron numerosos candidatos, comenzando por
Sanjurjo, que efectuó su “ensayo” en 1932, Franco, y algunos más. Y
seguramente, ninguno de ellos lo hubiera tenido tan blando ni tan fácil sin la
pusilanimidad republicana, si nuestros liberales,
en el
fondo, no hubieran tenido más miedo a la revolución social. Se olvida que uno
de los factores que permitió que el levantamiento no fuese un completo fracaso
fue la actuación de las autoridades republicanas que se negaron, primero a
advertir, y luego a armar a los trabajadores. Muy representativas de esta
actitud fueron las palabras del infeliz Casares Quiroga: sí militares se han
levantado, yo me voy a dormir que sí no eran ciertas, sí eran representativas
de la incapacidad de los mandatarios del gobierno que había recibido el apoyo
obrero para cortar una conspiración que era un “secreto a voces”.
Pero
no todas las biografías de los generales genocidas están escritas desde el
interés por la verdad. Estos representan todavía los intereses que tan bien representa
el entramado del Partido Popular, de manera que desde las FAES y de desde otras
entidades semejantes financiadas generosamente por el dinero público, se editan
retrato a la medida, como es el caso del que el tenebroso Luís E. Togores ha
dedicado a Millán Astray (2). Este libro
intenta disfrazar lo que ya sabíamos sin añadir nada nuevo; en cambio,
glorifica la violencia del personaje y oculta la inestabilidad emocional, la
obsesión sexual, los escándalos y la necrofilia que marcaron su vida. Llega a
interpretar su enfrentamiento con Unamuno como un choque entre iguales y niega
que José Millán Astray fuera un fascista, lo cual ya es negar. Lo era además
sin saberlo o sea antes de que supiera que significaban esas palabras
Según
han denunciado diversos especialistas, la obra copia páginas enteras de otros
libros, incluso de la Hoja de Servicios del biografiado, animándolas con
juicios de valor, descalificaciones a historiadores prestigiosos y exaltaciones
a personajes discutibles. Justifica episodios muy negros de nuestra historia,
como el fusilamiento de Rizal o los abusos de los legionarios, hasta consignar
que “la guerra es la guerra”, una afirmación de difícil justificación moral. El
mismo Código de Justicia Militar del franquismo, en los artículos del 280 al
285, tipificó como delitos los actos contra el derecho de gentes, la
devastación y el saqueo. El autor descalifica con saña a quienes no piensan
como él y utiliza expresiones como los rojos, la zona roja, la España Nacional el Ejército Nacional, que lesionan el
civilizado consenso logrado entre los historiadores españoles de todas las
tendencias.
En
poco tiempo, este es el segundo libro publicado en la línea de la llamada
historia revisionista que, tiempo atrás, se empeñó en negar lo evidente, algo
que ya ha formado parte de la cotidianidad más cercana como lo ha dejado
demostrado ampliamente todo el asunto de la “troika” y Grecia, tema en el que
estos señores actúan con la misma desfachatez e impunidad. Entre otras muchas
cosas, Togores niega el Holocausto y convierte a Millán Astral el alguien que
no merece una calle o incluso una plaza. Todo es posible, sobre todo si hay
dinero de por medio y sí quieren más demostración, vean el último número de la
revista de historia CLIO en su número 165 publica un amplio “dossier” a
destacar la valentía y los grandes valores humanos de “Los generales de la
División Azul”, un montaje publicitario en la que el bien se supone ya que no
aparece la menor línea crítica. Una faena para la cual aparece nuevamente el
“historiado” Luís E. Togores. Todo un ejemplo sobre como y a que precio se
escribe en este país, en el reino la impunidad.
A
ellos ya les funciona la propia dinámica de los intereses creados, pero
nosotros tenemos que conquistarlo todo con nuestro esfuerzo; también la memoria
de los nuestros, de los que lucharon por nuestros derechos y libertades.
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