LA ORILLA DE QUÉ LADO
Antonio Arroyo Silva.
Hace mucho
tiempo en Las Ramblas de la ciudad de Santa Cruz de Tenerife se produjo un
desangre libelular. Pocos supimos entonces del sujeto de tal debacle. Sólo su autor, Roberto Cabrera
García; pero, además, Alejandro Cioranescu por entonces director de
publicaciones del Cabildo de Tenerife, y también Pedro García Cabrera, nuestro
gran poeta, y Domingo Pérez Minik, nuestro genial crítico literario. Este último
decía en carta al autor, por entonces novel, que poemarios así habrían de ser
destacados por encima del extremo aburrimiento que producía la poesía insular
de entonces. Aburrimiento por calco y recalco de las fórmulas dadas por la
generación que mermó la Guerra Civil, de la cual formaron parte el propio Pérez
Minik y el aludido poeta Pedro García Cabrera, ambos muy conscientes de que la
poesía tenía de ir más allá. Incluso de lo que ellos mismos habían
"inaugurado".
Así que ese
desangre comenzó a la par de poetas como Félix Francisco Casanova y Dulce Díaz
Marrero. La poesía canaria necesitaba en esos momentos (y siempre) curarse en
salud, y esta cura se maquinó desde la marginalidad que produjeron los últimos
coletazos del régimen franquista. Poetas como Dylan Thomas, Gelman, etc eran el
centro de atención. Indagación de los elementos del paisaje urbano y
periférico, nada coincidentes con los planteamientos que Andrés Sánchez Robayna
hacían a partir de la Teleología de Lezama Lima y El hombre en función del paisaje, de Pedro García Cabrera, pero
olvidando la sensualidad caribeña y canaria. Un paisaje que se hace habitación
del texto desde el silencio; pero sin latido. Sin carne, por mucho cuerpo del
mundo que se proclamara.
Roberto Cabrera
no desdeña ni a Lezama ni a su admirado poeta García Cabrera, sino, al
contrario, hace una profunda revisión de las propuestas de ambos y la refunde
con esas ideas que el Romanticismo español había desdeñado: la rebeldía del
lenguaje. Y junto a todo esto, la música; el jazz, sobre todo, que eleva los
decibelios de la irredención, de la patria no vencida del verso. Dice Jorge
Rodríguez Padrón en su obra La
patria perdida que, en España (y Canarias), lo que se enuncia como
romántico no es tal, sino una consecuencia del llamado Siglo de las Luces, que
como siempre en España entra tarde y mal. Incluso el intento de ordenación de
las ideas de los ilustrados franceses nocivo fue para la poesía. En dicho libro
se nos demuestra que los poetas ingleses y alemanes siguieron una senda muy
distinta al adentrarse en la aventura del lenguaje (Wordworth, Novalis...). Y
esto precisamente es lo que nos plantea Roberto Cabrera en su primer poemario:
un neorromanticismo que se rebela siguiendo los pasos de aquel Romanticismo y cuenta nueva de Emeterio
Gutiérrez Albelo y que, sin desdeñar al sujeto lírico, tampoco lo hace centro
de atención del poema. Este se desangra ahí, como las libélulas, en medio de un
paisaje urbano donde intervienen todos los sentidos, todos los enfoques. Estilo
cubista, podríamos decir. No es extraño que a finales de los 70 Roberto Cabrera
y Olga Luis Rivero hubieran difundido ese Manifiesto Sensualista que ha marcado
las poéticas de ambos. Eso y el jazz, un jazz que, como la poesía, no se queda
en simple estereotipo sino que indaga y pasa por el freejazz y el etnojazz
buscando el hueco justo de un paisaje que cambia y se cimbrea.
Y ahora el
desangre continúa con nuevas energías. Dice el poeta español Ángel Guinda, a
propósito de la reciente publicación de Roberto Cabrera en la
colectánea Galaxias de su micropoemario Al final de la
Costa y otros poemas, que su poesía se caracteriza por un
paisajismo sensual de sonoro cromatismo. En vista de lo
expuesto anteriormente, no anda descaminado nuestro poeta peninsular y menos aún
si nos adentramos en este nuevo poemario del mismo título que
contiene algunos poemas de la anterior entrega. El paisaje en la poesía
de Roberto Cabrera es esencial; pero no ese sentimiento del paisaje (ni
del mar) que menciona Balbuena Prat al enumerar las características que
constituyen la lírica canaria. No es un sentimiento del paisaje como tal, es un
paisaje que crece y se desarrolla en el cuerpo de quien lo habita. Un paisaje
visto desde el mar. Así, en el poema inicial, "Al final de la
costa" se ve el mar:
Jugueteando se adorna
el
coloso irisado
hacia
arriba
tirando
desde
abajo
Hacia arriba
desde abajo, el final de la costa es el mar, la costa es el final de la ola. El
mar que se deshace en cálculos de océano, cálculos biliares. Excelente imagen
que supera, según mi punto de vista, todas las prosopopeyas que en más de dos
mil años se le han atribuido al mar. Un mar visto aquí desde lo externo y desde
el límite que simboliza esa línea costera: ni mar ni tierra. Posición
fronteriza del poeta que no sólo apunta al desarrollo de su cosmovisión, sino
al mismo lenguaje. Como isleño que es. Ese movimiento de las olas es la imagen
que escribe el movimiento de su pulsión poética. Por aquí camina el pensamiento
de Lezama Lima, el de Derek Walcott, Aristóteles y Nietzsche. O mejor, la
consecuencia de estos pensamientos por lo que supone la visión insular concreta
de Roberto Cabrera. Visión urbana de ciudad costera, como diría Emeterio
Gutiérrez Albelo de los poetas de la isla de Tenerife. Pero aún más.
Continúa el
poemario con un, digamos, extenso poema de 46 fragmentos o ejes llamado
"Fogatas" que da título al libro. A través de esta singladura el
sujeto lírico --a veces épico-- va encendiendo fogatas al mar desde los límites
de esa costa con maderas. Como la Mararía de Rafael Arozarena, quizás."De
chicos encendíamos fogatas a la orilla del mar" (manifiesta Roberto).
Después venían las fogaleras, los niños se quedaban apestando a humo y, la
consecuencia, decían los mayores...Mitologías bullían entonces de boca en boca,
cuando el mythos infantil
no acababa de asentarse en el logos de
la razón del Sistema. Coloquialismo del vivir que se hace poético. Veamos
un ejemplo:
Maderas
que la mar
trae
a
tu hoguera de
sombras
ardientes
de sequedad
salobres
como
mestizos
recuerdos
Mestizaje
temporal, amalgama de recuerdos infantiles y juveniles: la venta del padre, los
primeros amores, las correrías por el Duggi. Y todo eso llega a la poesía. El
sujeto lírico hace una firme declaración de principios, una especie de arte
poética:
Yo
soy el correveidile
de
los versos
en
la trinchera azul
de
los tópicos
y
voy por mi rambla vertical
tocando
cadáveres
con
cabeza rapada
Se trata de fundar los recuerdos, el mestizaje de los mismos en
una amalgama de añicos que puncen desde tiempo ha. Y a este
ahora del poema le corresponde estallar en esos 46 fragmentos que,
como pequeños cantos poundianos, inauguran una vida escrita desde un
coloquialismo de lo cotidiano. Una vida que se define insular e insularia y
donde se mezclan los elementos canarios y caribeños, no precisamente de forma
caprichosa sino como un resultado de esa memoria, de ese trasvase que ha unido
a los pueblos de ambas orillas no solo desde un punto de vista histórico, sino
también lingüístico, sensorial y, ¡como no!, personal de nuestro poeta, que ya
manifestó esta conciencia en su poemario Pie de rumbas, aparte también en su indagación musicológica.
Precisamente, en el fragmento IV, Roberto hace hincapié de la doble
naturaleza de su quehacer poético, es decir, como si música y poesía fueran las
dos caras de la misma moneda: Tárrega, venta paterna del Duggi, observación de
las clases de guitarra, aprendizaje avizor, conciencia de que en lo prohibido
está el paraíso perdido, the lost
paradise, Blake y la baquelita de la radio, sensualidad, desnudez, grito...
Todo esto son las fogatas de la infancia y la juventud que ahora se encienden
en nuestras ventanas lectoras. Y las fogaleras que nos correspondan después del
sueño de la lectura:
Por
ella
la
lira dobló
la
ropa
en
jirones
contiguos
habló
con ojos
semejantes
Darse
cuerda
en
el tiempo
fluye
Y
Palas abre
el
hoyo del
lenguaje
Al final de la noche, un poco antes de amanecer en los harenes/ tus prominentes párpados me asoman las manos/ entre tanta hierba a desbrozar/y las fogatas
que alzan su mensaje, dice en el fragmento XLIII. Antes del amanecer,
un sol que va despidiendo almas que marcharon entre surcos marinos imposibles
de arar. Atrás de las fogatas, quedan los rescoldos y de esos rescoldos surgirá
el fuego sublime del amor. Pero no un amor platónico sino carnal, lleno de pasión
y erotismo:
Son
ojos como estanques
de
instante y pasiones
bajo
un sombrero
de
fibras innombrables
donde
florecen esos labios
Esa amante
solazada en caricias de infinito, que, a pesar de su terredad, va más allá del espacio y el tiempo y al final se
echa a correr toda llena de besos y abrazos. Es aquí donde nuestro poeta
encuentra el vado para pasar del final de la costa al final de la marea. El
final de qué lado es el principio de todo.
El poemario se
cierra con "Poemas de otoño". Llega el otoño al árbol de hoja perenne
de la poesía y de la vida donde el poeta se solaza a "contemplar su
estado" y así traer ese jeito del recuerdo a un estado casi de plenitud
que quizás conlleve a no volver a ese allí
o bien podría desembocar en un ahora
de lejos cruzado que mezcla los planos temporales bajo el riesgo de caer en
un territorio de la nada o el caos.
Fogatas es un libro que encenderá los fósforos de nuestra
conciencia. Se caracteriza por el uso magistral de la imagen que, por cercanas
al poeta se aproximan a los lectores como flashes. Su léxico fluctúa entre lo
coloquial y lo culto, sin caer en lo folclórico ni en lo académico: todo surge
con naturalidad, con ternura pero sin prejuicios del decir ni
contenciones-distensiones moralizantes. Un lenguaje fronterizo, como decía al
principio, pues el poeta fluctúa entre un sistema de signos impuesto y todo ese
desbordamiento expresivo próximo al estallido galáctico que siempre lo ha
caracterizado. Y todo esto está potenciado por ese ritmo envolvente que recorre
todo el libro.
Me emocionan los
libros de poesía sin mirada unívoca, los libros lejanos a las soledades de
Polifemo que miran el mundo con su ojo único y que, por eso se estampan contra
los escollos. Lleguemos, pues, al final de la costa de nuestras miradas y
encendamos fogatas para que los náufragos no regresen.
Antonio
Arroyo Silva. Sardina, abril de 2014