DEBATES ELECTORALES POR LEY
JUAN CARLOS ESCUDIER
A Rajoy, que ahora
estará convocando juntas e inscribiendo apoderamientos, se le criticó mucho por
su exasperante pasividad y sus siestas con pijama. Sin embargo, ese quietismo
suyo, cuya paternidad habría que certificarle con una exención completa de
tasas, parece haber creado escuela en la política española. El Don Tancredo es
a un tiempo el lance del temerario y del pasota, recreado magistralmente por
Fernando Fernán Gómez en El Inquilino. “Usted no tiene que hacer nada. Con
estarse quieto el toro llega, le huele, escarba, bufa y amaga”, le decían. “¿Y
le parece a usted poco?”, respondía el Evaristo de la película.
Pedro Sánchez, que
antes de la moción de censura había entablado una relación casi fraternal con
el hoy registrador, parece haber absorbido algo de ese espíritu perezoso e
indolente en sus citas en Moncloa. No hacer nada también es hacer algo, y esa
es la filosofía que ha empezado a aplicar en campaña. Haciendo la estatua no se
avanza pero se evita tropezar con las piedras.
Los debates de
campaña son algunas de esas rocas del camino. Sánchez, al que las encuestas dan
por ganador, prefiere evitar los contratiempos y de ahí su decisión de
participar en uno solo de ellos. Le llevarán en su pedestal, le colocarán
frente a la cámara y dejará que sean los otros, especialmente el trío de Colón,
los que se despedacen entre ellos. Reglados tiempos y temas, el mayor de sus
peligros es que le caiga alguna cagada de paloma en la cabeza, nada que el mármol
no pueda soportar a pequeña escala.
Es una vergüenza
que tras cuarenta años de democracia sigamos al albur de la conveniencia
particular de un candidato. Los debates no pueden ser una opción o una cortesía
del favorito de las encuestas sino una obligación indeclinable ante el
electorado, al que se privaría de un instrumento vital para decidir su voto si
se le hurta el contraste de ideas. El poder es radiactivo y a nadie en su sano
juicio se le ocurriría poner al frente de una central nuclear a alguien que se
negara a demostrar su capacidad para manejar el reactor o sus conocimientos
sobre la fisión del átomo.
Durante años se
reflexionó sobre otras ventajas de los debates, especialmente el del ahorro que
supondría en las campañas, basadas esencialmente en el acarreamiento de
militantes y convencidos para servir de cla en los mítines cuando no en un
bombardeo publicitario que equipara la elección del gobernante al proceso de
decisión de compra de un lavavajillas. Por lo que se ve, poco hemos avanzado.
Es urgente que una
ley establezca un número de debates obligatorios y su formato, ya sea con la
presencia de todos los candidatos que puedan acreditar un porcentaje
determinado de intención de voto, que para algo debe servir el CIS, o de los
líderes de las dos principales fuerzas en un cara a cara. Dichos debates
tendrían que realizarse en la televisión que pagamos todos, de manera que no
sirvan para incrementar los ingresos o las audiencias de una emisora privada o
para dar pábulo a pensar que si Sánchez acepta sentarse ante las cámaras de
Atresmedia es porque una editorial del grupo le acaba de publicar un libro.
Los políticos deben
pasar estos exámenes y someterse a las preguntas de los medios, de los
ciudadanos o a la inquina de sus adversarios. Han de convencernos de que están
preparados. Han de ganar el concurso. Aquellos que se nieguen deberían ser
descalificados. Así de simple.
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