lunes, 29 de abril de 2019

CAMPAÑA ELECTORAL: ¿POR QUÉ FINANCIAMOS A LA IGLESIA CATÓLICA?


CAMPAÑA ELECTORAL: ¿POR QUÉ FINANCIAMOS A LA IGLESIA CATÓLICA?
LIDIA FALCÓN
Concluida la campaña electoral no se ha oído una palabra en los discursos de los candidatos de izquierda sobre la relación que debe establecer el Estado Español con la Iglesia Católica, la institución que apoyó el golpe de Estado fascista inmediatamente que se declaró, y consideró la Guerra Civil una Cruzada de los ejércitos franquistas, nazis y fascistas, contra los enemigos de la patria. Una institución que se caracteriza por la segregación y humillación de las mujeres y el mantenimiento de una jerarquía masculina en el más anacrónico orden patriarcal. Una ideología, la católica, que ha sido secularmente defensora de la inferioridad social, moral y hasta mental de la mujer. Y un Estado que se declara aconfesional en nuestra Constitución y que sin embargo le entrega a esa institución decenas de millones de euros para que mantenga un poder que hoy ya no tiene el soporte ideológico del pueblo.


Desde los acuerdos con la Santa Sede, firmados en enero de 1979, cuando ya se había aprobado la Constitución, el Estado Español mantiene con la Iglesia Católica una relación de permisividad, protección y financiación inaceptable en un Estado laico. Los Acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede de 1979 son cuatro acuerdos firmados por el Gobierno de España y la Santa Sede el 3 de enero de 1979 mediante los que se reformó el Concordato de 1953 —firmado por el Gobierno franquista bajo los principios del nacionalcatolicismo—, para adecuarlo a la proclamación de la aconfesionalidad del Estado por la Constitución española de 1978.

Estos acuerdos estuvieron precedidos por otro firmado el 28 de julio de 1976, por el que se adjudicaba al rey Juan Carlos I el nombramiento del vicario general castrense con la graduación de general de división.

Los acuerdos fueron negociados en secreto por el entonces ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de Adolfo Suárez, el católico propagandista Marcelino Oreja, y el secretario de Estado de la Santa Sede, cardenal Jean-Marie Villot. Las negociaciones comenzaron antes de que se aprobara la nueva Constitución democrática e incluso de que se acordara la redacción del artículo 16 en el que finalmente se garantizó la «libertad religiosa y de culto» y se estableció en el apartado 3: “Ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.”

Los acuerdos fueron firmados en la Ciudad del Vaticano el 3 de enero de 1979, sólo cinco días después de que entrara en vigor la nueva Constitución al ser publicada en el BOE el 29 de diciembre de 1978.

Tras recordar el Acuerdo firmado el 28 de julio de 1976, en el Artículo I se «reconoce a la Iglesia Católica el derecho de ejercer su misión apostólica» y se «garantiza el libre y público ejercicio de las actividades que le son propias y en especial las de culto, jurisdicción y magisterio». Asimismo se reconoce la «personalidad civil» de las «Diócesis, Parroquias y otras circunscripciones territoriales», de la «Conferencia Episcopal Española», «de las Órdenes, Congregaciones religiosas y otros Institutos de vida consagrada y sus Provincias y sus Casas, y de las Asociaciones y otras Entidades y Fundaciones religiosas que gocen de ella». Y a continuación se garantiza la «inviolabilidad» de los «lugares de culto» —que «no podrán ser demolidos sin ser previamente privados de su carácter sagrado» y «en caso de su expropiación forzosa será antes oída la Autoridad Eclesiástica competente»— y de «los archivos, registros y demás documentos pertenecientes a la Conferencia Episcopal Española, a las Curias Episcopales, a las Curias de 1os Superiores Mayores de las Órdenes y Congregaciones religiosas, a las Parroquias y a otras Instituciones y Entidades eclesiásticas».

En el artículo III, se establece el reconocimiento por el Estado «como días festivos [de] todos los domingos» y que «de común acuerdo se determinará qué otras festividades religiosas son reconocidas como días festivos».

En el artículo VI se establece el reconocimiento por el Estado de los «efectos civiles al matrimonio celebrado según las normas del Derecho Canónico» desde el momento de su celebración. Así para la inscripción «en el Registro Civil», bastará «con la simple presentación de certificación eclesiástica de la existencia del matrimonio». A continuación se reconoce la validez civil de las declaraciones de nulidad del matrimonio realizadas por los Tribunales Eclesiásticos. Se añade a continuación que «la Santa Sede reafirma el valor permanente de su doctrina sobre el matrimonio y recuerda a quienes celebren matrimonio canónico la obligación grave que asumen de atenerse a las normas canónicas que lo regulan y, en especial, a respetar sus propiedades esenciales».

En preámbulo del Acuerdo, después de hacer referencia a la «importancia fundamental» que las dos partes conceden a «los temas relacionados con la enseñanza», se afirma que «el Estado reconoce el derecho fundamental a la educación religiosa» Por último se hace referencia en el preámbulo al «patrimonio histórico, artístico y documental de la Iglesia [que] sigue siendo parte importantísima del acervo cultural de la Nación; por lo que la puesta de tal Patrimonio al servicio y goce de la sociedad entera, su conservación y su incremento, justifican la colaboración de Iglesia y Estado».

Esta entrega incondicional de su patrimonio y de la potestad de educación y dirección ideológica que posee un Estado democrático a una Iglesia que carece absolutamente de organización y principios democráticos, ha permitido mantener los privilegios de una institución que fue el soporte ideológico de la dictadura franquista. Tal anómala situación supone a la ciudadanía el pago de decenas de millones anualmente para la enseñanza de la doctrina católica en los colegios, para el mantenimiento del clero y sus numerosas órdenes, y la entrega de la propiedad del inmenso tesoro artístico, inmobiliario y arquitectónico que constituyen las iglesias, catedrales, seos, ermitas, conventos, abadías, museos, que se reparten por todo el territorio español y que constituyen el patrimonio más importante del mundo católico, después del de Italia.

Con la adquiescencia de los sucesivos gobiernos, José María Aznar, cuando fue presidente, hizo aprobar una ley que permite a la Iglesia apropiarse de cualquier bien inmueble que no se halle inscrito en el Registro de la Propiedad, mediante el término de inmatricular – que enmascara el de apropiarse- y que le ha entregado la propiedad de 40.000 fincas, edificios religiosos y civiles, en toda España, incluida la Mezquita de Córdoba, uno de los grandes monumentos musulmanes del mundo.

Y todo ese patrimonio, el tesoro inmobiliario mayor de nuestro país, que nos ha sido arrebatado al pueblo español, lo mantenemos con nuestro dinero, dado que la Iglesia no paga ni aún los impuestos legales por dichas propiedades. Mantenimiento que supone una inversión incalculable dada la cantidad, extensión, complejidad y antigüedad de tales monumentos.

A este coste que esquilma nuestros  bolsillos, se añade la concesión a las órdenes religiosas católicas del 30% de las plazas escolares, con esa ficción de la escuela concertada que se inventó en la Transición y que supone enseñanza privada con fondos públicos. En esos centros se adoctrina a los niños y a las niñas contra los principios democráticos que consagran la Constitución y las leyes: la igualdad entre el hombre y la mujer, el derecho al divorcio, el derecho al aborto, el matrimonio homosexual, enseñándoles que estas conductas son pecaminosas e incluso criminales.

Pero creyérase que tales privilegios concedidos por un Estado democrático se deben a la acendrada religiosidad de la ciudadanía, cuya fe hay que respetar. Creencia que ya se ha demostrado errónea. Las últimas cifras oficiales nos dicen que sólo el 11% de la población española asiste a Misa los domingos. Sólo el 20% de los matrimonios se contraen por la Iglesia y el 50% por ciento de todos los casamientos concluyen en divorcio. Ni siquiera el Partido Popular se ha atrevido a anular la ley de aborto, que ocasionó la caída del ministro Gallardón y su fin político. Y el 50% de los jóvenes declara que no cree en Dios.

Si observamos el panorama en el seno de la propia Iglesia, la visión que se nos ofrece es aún más patética. Las vocaciones para entrar al servicio del Dios católico son cada vez menos frecuentes. No hay sacerdotes para cantar Misa.  Uno debe prestar servicio a siete u ocho parroquias y dejar las hostias consagradas para que sean administradas por algunas mujeres todavía fieles. Los conventos están abandonados. Las pocas congregaciones que subsisten, con unas cuantas monjas ancianas, no pueden mantenerse por sí mismas, ni mucho menos conservar los inmuebles y las obras de arte que poseen. Los Seminarios están cerrados. Si no fuera por algunas aportaciones de África y Latinoamérica, ni aun pagando la Iglesia Católica en España conseguiría sacerdotes para los servicios indispensables.

¿De qué religiosidad estamos hablando, entonces? ¿Cuáles son los motivos que inducen a nuestros gobiernos a mantener los privilegios milenarios de la Iglesia Católica, que supone esquilmar los escasos recursos de que disponemos para mantener los servicios sociales? ¿Cómo es posible que la tercera parte de la enseñanza pública esté entregada a las órdenes religiosas para que sigan haciendo el proselitismo secular que ha llevado a nuestro pueblo al atraso, la ignorancia y el prejuicio, lacras de la democracia y que ha hundido a nuestro país en un horrible atraso cultural y moral, del que únicamente intentó sacarlo la II República? ¿Por qué el gobierno de Rodríguez Zapatero, con la ínclita Vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega al mando, aumentó la dotación a la Iglesia Católica? ¿Por qué los gobernantes de izquierda asisten a oficios religiosos, presiden las procesiones, están en funerales de Estado, mientras nuestros reyes se casan por la Iglesia, siguen haciendo comulgar a sus hijas, asistiendo a entierros y ceremonias católicas y rindiendo serviles homenajes a las jerarquías de esa institución?

No existe ninguna explicación lógica para este servilismo que mantienen nuestros gobernantes y políticos a una institución en plena decadencia que apenas tiene prestigio en nuestro país, a menos que existan acuerdos secretos y chantajes que desconocemos.

Pero, ¿qué dicen los partidos y formaciones de izquierda respecto a esta situación tan anómala e injusta cuando se postulan ante la ciudadanía para gobernar el país? ¿Cómo es posible que ninguno haya hecho campaña para llevar adelante la separación efectiva de la Iglesia y el Estado y recuperar la propiedad de nuestros bienes apropiados por aquella? ¿Cómo no exigen que se  retiren las ayudas económicas que se le entregan y  quede su financiación a cargo de sus fieles? ¿Cómo pueden permitir que la educación pública imparta clase de religión católica, y el Estado tenga que pagar el sueldo de los profesores y su seguridad social?

¿Qué clase de síndrome de Estocolmo  es el que lleva a dirigentes de izquierda, como Ada Colau y Manola Carmena a participar en las bendiciones, procesiones y concesiones de medallas que organiza el clero? ¿Y al alcalde de Cádiz a conceder la  Medalla de Oro de la Ciudad a la Virgen del Rosario y que esa decisión fuera defendida por el propio Pablo Iglesias?

¿Cuándo estableceremos una verdadera separación de la Iglesia y el Estado como corresponde a una sociedad democrática?

Por supuesto, únicamente cuando se proclame la III República.

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