José Rivero Vivas
La
ciudad se recompone, atilda su talle y se apresta a celebrar el Carnaval. Semblantes
varios discurren por plazas y avenidas, por las carreteras circundantes, por
las prietas calles del centro, donde la multitud comienza su desfile en emulación
festiva de Florencia, allá por época del Renacimiento.
Por
fin llega el día señalado. El ciudadano siente alivio y respira calmoso, aunque
turbado por la emoción. El Carnaval supone hito indescriptible para el morador
de Santa Cruz de Tenerife, y aun para quien habita más allá de este Municipio.
Su marco distante lo aplana y su proximidad lo enajena. Vive durante el año
pendiente del Carnaval: una vez, porque se acerca; otra, porque se aleja. Y
siempre mantiene su pensamiento puesto en la añorada fiesta expansiva.
¿Cuál
es la causa que mueve a esta población a expresar su entrega y simpatía de
manera determinante? A nadie importa cuál sea el motivo indicado cada vez ni
les inquieta siquiera el disfraz elegido para portar en el singular
acontecimiento. Vestirse con excelente gala o de modo estrafalario es
completamente aleatorio. Se celebra el Carnaval siguiendo la pauta marcada por
los organizadores, con tema dedicado a la antigüedad, alusivo a un país remoto
y aun renovando la más encendida modernidad, abocada a futuro incierto. Sea
cual fuere la consigna a seguir, es irrelevante la vestimenta de egipcio o
romano, de corsario o filibustero. Lo encomiable es llevar un disfraz, una
túnica, un sobretodo, con o sin peluca, que disimule el habitual aspecto. Ello
permite a la persona actuar con plena libertad –casi con insolencia- para
romper con la tirantez de un medio, estrecho y envarado, que no perdona un
instante la libre actuación del ser, quien ha de ocultar su orientación y
preferencia por encontrarse mediatizado, en su libre albedrío, oprimido por la
opinión general y consternado por el sentimiento ajeno. Así, pues, en lo más
recóndito de su alma, intuye la observación de que es objeto, sufriendo en
silencio ante la sospecha del juicio que su conducta inspira a sus semejantes. Cada
cual conoce a la perfección el pensamiento del resto de los habitantes de su
entorno, respecto del código de conducta a seguir, paso a paso, día a día, en
el transcurso del año, lo que suma tedio y añade melancolía al cansino
discurrir del proceso intemporal de estas Islas.
Llegado
el Carnaval, empero, la situación cambia durante este período de alegría y diversión:
nadie se halla entonces coartado por los prejuicios sociales ni influye en sí
el qué dirán los desaprensivos, proclives al comentario cáustico y mordaz; de
aquí la ansiedad con que se espera, tiempo jocoso en que cada cual saca fuera
su interior, para expresar con entera libertad la voz de su fuero interno, el
sentir que cada uno guarda celosamente, protegido tras su aire afable y
condescendiente, díscolo y petulante también. Don Carnaval rompe el marasmo usual
y lanza al viento la restricción y el empecatado aire del cotidiano estar entre
sus congéneres. Ellos, ellas; ellas, ellos, en el Carnaval olvidan la queja, la
crispación, la monotonía, el temor al temor de perder lo que se está lejos de
tener, pero hipnotizada la población por el pequeño recuadro, cree estar
integrada en el mundo mejor, mensaje oficial, pregonado a voces a través de las
diversas formas de difusión. No obstante el intenso aspaviento sucedido en derredor,
la fecha marcada en el calendario es suficiente para desechar la disciplina
secular y hacer trizas la diaria rutina. Luego, una indumentaria multicolor, y cada
quien palpita eximido de atavismos y complejos, actuando sin sujeción ni
sometimiento, ufano de conducirse conforme le dicta su arbitrio, dando rienda
suelta a su albedrío y su antojo. Tanto así, que ya no se necesita máscara para
disfrutar de su jubileo y permisividad.
Ello
origina el éxito, el triunfo incontestable, la victoria rimbombante del
ambiente general que reina en Santa Cruz, donde se vive a conciencia para
celebrar el Carnaval en toda su dimensión. En el acostumbrado y hasta aburrido
decurso, el protagonista del extravagante evento justifica y aun redime su
descontento e insatisfacción soñando el esplendor que vivirá durante el próximo
holgorio. De aquí el anhelo cundido por doquier y la impaciencia suscitada en
vísperas del formidable festejo. Incluso aquel que no se engalana para
participar en el desfile, ni acude siquiera al lugar de concentración donde se
baila y se salta y se reciben empujones, a gusto y disgusto, vibra asimismo
liberado, acaso por efecto reflejo de quien incordio se conduce y abiertamente
se manifiesta en el cómputo de estos días de magia y sabor.
Comparsas,
murgas y rondallas, entreveradas con lujosos apaños y festoneadas carrozas,
emprenden brillante desfile desde el inicio de la cabalgata anunciadora hasta
su apoteosis final, que no acaba, sino que se repite, día tras día, sin
interrupción ni cese. Al caer la noche, al abrigo de la danza, las pasiones se
desbocan: se masca, se fuma, se esnifa, y, más allá, alguien se pincha; unos
beben y quedan como sopa, mientras otros alzan su atuendo y abrazan
desesperados a quienes tienen junto a sí, para luego tumbarse en refocilo
orillas del jaleo y la jarana. Más tarde, se divierten todos, cantando
enronquecidos, hasta caer rendidos, durmiendo cada uno su cogorza. El Carnaval
late con las ondas, y, pese a estar dirigido, en detrimento de su aura popular,
la gente baila a ritmo de rompe y rasga, en plenitud placentera de individuos,
grupos y peñas, al tiempo que, en vencida madrugada, se escucha el rasgueo de
un timple, en armonioso acorde con la guitarra, sones lamentablemente sepultos
por el altavoz a todo volumen de un automóvil que pasa frente a una cantina, a
punto de suspender su venta franca.
El tiempo del Carnaval ha transcurrido sin más
novedad que una pelota rota, un navajazo a la lona, un disparo a las aguas, un
coche volcado adrede, tres puñetazos, cuatro adioses y un hola.
DELIRO
Y SOLAZ
José Rivero Vivas
Santa
Cruz de Tenerife
Febrero
de 2018
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Del libro: Escritos
2
Inédito
Obra: E.02 (a.64)
Febrero de 1996
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