José Rivero Vivas
Little
John perdió su barco una mañana soleada de aquel otoño infernal de agua, de
viento y de frío, que mantuvo a los londinenses agazapados en sus hogares,
merodeando en torno a la lumbre en busca de sopa caliente con que activar sus
desanimados organismos para hacer frente al ogro intempestivo que
arbitrariamente los sometía a la crudeza de su rigor inesperado. Aquella
mañana, sin embargo, fue de sorpresa para todos: el cielo apareció descorrido
de nubes, y el gris ambiente se había tornado claro blanquiazul que daba
encanto mirarlo. El sol asomaba por encima de cúmulos y cirros desperdigados en
el firmamento, y su resplandor suponía asombroso acontecer para los habitantes
de la sombría ciudad, que presurosos se volcaban en las alamedas del parque,
anhelando estirar sus piernas y gozar el placer de la tibieza exterior. El
cambio operado, si bien trastorno meteorológico, significaba bendición
extraordinaria que todos deseaban recibir directamente, y en ansia irreprimible
se precipitaban fuera de sus casas, hambrientos de satisfacer la necesidad de
su porfía.
También
míster Lins sintió apetito de saborear los tibios rayos solares e invitó a
Little John, su hijo, para que lo acompañase en su paseo. Little John se mostró
reacio al principio, pero míster Lins prometió llevarlo al estanque para que
echara su barco al agua y lo viera surcar la quietud de la remansada
superficie. Little John saltó de alegría y acompañó a su padre, que iba tan
entusiasmado como su propio hijo con la idea de la navegación en perspectiva.
El
parque se hallaba concurridísimo, con gente en todas partes, dentro y fuera del
césped y zonas bordeando la arboleda, evitando las extensiones boscosas para no
desaprovechar el encendido sol de aquel otoño gris, que por un día abandonaba
su lúgubre apariencia. Todo el mundo quiso disfrutar del tenue calorcillo que
brindaba el astro rey. Nadie quedó en casa. Muchos se ausentaron de sus
cubículos adorando el tibio consuelo que los redimiera del claustro anterior.
Días habría de venir en que el frío invierno los retuviera durante meses en
obligado anquilosamiento, y no era lícito desechar aquel instante de pródiga
libertad que les deparaba el hado.
Little
John y míster Lins se adentraron por el paseo central, de Kensington Gardens,
hasta llegar al Round Pond, y allí se sumaron a los múltiples curiosos que se
arracimaban en torno, mirando las aves, unos, y, otros, girando alrededor, sin
premeditada intención, mientras contemplaban el trajín de los aficionados a la
náutica, que diligentes hacían al agua sus gigantescos veleros, para luego, a
paso apresurado, ir a recogerlos en la orilla opuesta antes de recibir el
tremendo impacto del borde.
Little
John y míster Lins anduvieron un rato hasta un sector más desierto dentro de
los límites del estanque. Una vez allí, Little John, asesorado por su padre,
echó su barquito al agua, de forma que al describir media circunferencia se
acercara a la orilla para cogerlo y ponerlo en rumbo de nuevo. Así estuvo largo
rato, mientras su padre, de rostro impasible como los de su raza, insinuaba
apenas una sonrisa y ponía brillantes sus ojos, por donde se infería su gozo y
contento al experimentar la felicidad que vivía su pequeño.
Little
John gritaba, en cambio, y hacía gestos y gesticulaba órdenes y se le oía dar
voces de al abordaje, barco a babor, arriad velas, fuego a discreción, al
abordaje otra vez, rendíos o pereceréis... Entonces simulaba batirse con el
enemigo en cuestión, y daba saltos y hacía cabriolas y pegaba botes y... hasta
que el barco retornaba a la orilla. Lo cogía, enderezaba el timón, lo echaba al
agua, y tornaba a su juego en espera de que el barco realizara su viaje.
El
barquito fue empujado por la brisa que había empezado a levantarse, y esta vez
describió una circunferencia completa, lo que supuso el alborozo del niño y su
padre. Continuó el barquito su deslizar sobre las aguas, y completó la segunda
circunferencia, lo que todavía supuso mayor regocijo para ambos espectadores.
Little John gritaba ahora con más bríos, y se hallaba embebecido en aquella
odisea marina, participando íntegramente en la aventura ejecutada por el barco,
que en su mente cobraba figura de nave legendaria y fantasmal.
Míster
Lins borró de pronto aquella sonrisa insinuada y quedó serio y petrificado.
Algo anormal sucedía, que Little John no había advertido aún: el barco había
ido desplazando el centro de sus circunferencias y se había alejado más de lo
conveniente, con lo cual flotaba a salvo de ser alcanzado desde la orilla. Esta
era la causa de la repentina reserva de míster Lins, que se mostraba realmente
preocupado por la pérdida irremediable que se avecinaba.
Little
John pareció sentir el silencio de su progenitor pesando sobre su débil
contextura, y levantó la cabeza para observarlo. Míster Lins aparecía hierático,
encerrado en un hermetismo inaudito, mientras miraba ausente la lenta virada de
la minúscula nave. Little John fue sobrecogido por esta actitud de su padre y
dirigió la vista a la faz de las aguas, en donde el barquito continuaba su
suave girar, orzando siempre al interior del estanque.
–Hay
que atraparlo –dijo.
–Sí
–aseveró su padre.
Ambos
quedaron fijos, contemplando las vueltas del barquito, que ahora describía
espirales y onduladas sin terminar de cerrar en círculo completo.
*
Míster
Lins se acercó a un señor en posesión de un radio–control mediante el cual
timoneaba un hermoso trasatlántico, que era la delicia de jóvenes y mayores. Se
pusieron de acuerdo y trataron de corregir la deriva del barco de Little John,
haciendo que el buque interceptara su paso; de esta manera, el barquito
cabecearía, en medio del oleaje producido por el paquebote, y desplazaría sus
giros hasta acercarse a la orilla. Pero, el barquito hizo gala de estar
gobernado por capitán intrépido, y estuvo esquivando las embestidas del
trasatlántico, que se movía a su lado torpe y poco garboso. Little John cambió
de sentir y ya no consideró operación de rescate la intención del gigante
marino, sino que la vio batalla encarnizada en la cual su barquito, por ser
frágil y débil de amuras, estaba condenado a sucumbir bajo el peso de aquel
monstruo a quien se enfrentaba. Su ánimo creció al advertir cuán fácilmente se
desviaba y esquivaba la acometida del enemigo; entonces comenzó a gritar cual
si fuera el propio capitán del navío y jaleara a su tripulación en descomunal
combate.
Míster
Lins esbozó una sonrisa casi tímida. El otro señor hizo mueca de sonreír
también, y quedó estirado en seguida. Los espectadores adultos hicieron otro
tanto, y ningún comentario hubo por parte de nadie. Pero los niños,
espectadores también del drama que tomaba cuerpo a sus ojos, demasiado
espontáneos todavía para disimular sus antojos, la emprendieron a gritos,
juntamente con Little John, y estuvieron saltando y brincando mientras daban
ánimos a uno y otro indistintamente, que así son las simpatías humanas cuando
sin coerción se manifiestan.
El
barquito entró en colisión con el trasatlántico debido a mala maniobra en el
radio–control. Fue un choque brutal que lo estremeció largo rato y lo mantuvo
mucho tiempo en agónica zozobra; luego, cabeceando, como consecuencia del
golpe, reanudó su interrumpida singladura deslizándose otra vez tranquilamente.
Pero... ¡Oh dolor para Little John y sus seguidores!, mientras describía su
parábola final, el barquito fue hundiéndose en la inmensidad del anchuroso
estanque, que absorbió para siempre la gallarda silueta de la fragata infantil.
Little
John apretó los puños en nulo esfuerzo de ayuda, como queriendo saltar a bordo
y organizar zafarrancho para dar eficacia a la operación de salvamento. Sus
ojos se cerraron huyendo ver el hundimiento total, y unos lagrimones le
resbalaron por las mejillas; pero, se contuvo a tiempo y no dejó escapar ni un
solo sollozo. Plegó su boca y aguantó firme la adversidad de su destino, que de
forma cruel le arrebataba su preciado juguete.
El
señor del radio–control, terriblemente consternado por el trágico resultado de
su menguada habilidad, se deshizo en excusas y no cesó en disculpas, no
sabiendo cómo apartarse del lugar sin considerarse culpable ante ambos
personajes de la singular tragedia. Míster Lins lo comprendió así, y supo
sonreír, ampliamente esta vez, para restar importancia al lamentable suceso. Le
dio las gracias por su ayuda, y con un gesto de cabeza le invitó a retirarse.
En
torno, todo volvió a su ritmo. El señor del radio–control zarpó con su
trasatlántico y continuó la travesía interrumpida. Algunos curiosos siguieron
su paseo, y otros nuevos vinieron a sumarse a los existentes, dispuestos a
presenciar el majestuoso ondular del gigantesco buque, el cual se trasladaba a
capricho del manejo que su propietario imprimiera a través de su radio.
Míster
Lins tocó a Little John en el brazo y murmuró:
–Vamos,
hijo.
Little
John no se movió, sino que permaneció clavado en la orilla, escrutando la
profundidad de las aguas, como si una esperanza remota le hiciera concebir que
su barquito iba a serle devuelto por un amable Neptuno compadecido de su magua
desmedida.
El
cielo había ido cubriendo su azul y la tarde proyectaba sus sombras, pese a lo
poco avanzado de la hora. La gente comenzó su lenta retirada, y, al rato, el
parque se hallaba casi desierto.
Little
John seguía a pie firme en la orilla del estanque, y su padre lo acompañaba, en
solidaridad increíble, cual si, impregnado de los mismos sentimientos del
protagonista, comprendiera su actitud y fuera presa también de la dolencia que
el niño sufría.
Patos,
gansos y cisnes se acercaron a ellos, graznando en demanda de migas y otros
alimentos; algunas palomas, y múltiples pajarillos, vinieron también,
traicionados por el ruido de las otras aves. Pero, Little John y míster Lins no
habían traído sino el entusiasmo y contento que les proporcionaba la ilusión de
gozar en la mañana soleada con las inverosímiles evoluciones efectuadas por su
naufragado barquito. Ahora, la mañana se había esfumado, que el sol declinaba
ya, y se había tornado gris el espléndido azul de horas antes. Padre e hijo
habían sufrido su propia metamorfosis, y se mostraban desolados y deprimidos.
Clavados en la casi soledad del estanque, infundían con sus siluetas infinita
tristeza al lugar, ya de por sí nostálgico y poco alegre.
Míster
Lins se rehízo de su apatía y cobró fuerzas en su desánimo. Miró a su hijo, le
tendió la mano, y dijo:
–Vamos.
Little
John se agarró a ella instintivamente, y obedeció.
Con
la gravedad del derrotado, pero, sereno y sin llanto, cual héroe no vencido,
partió del lugar de su infortunio, dejando detrás como un reguero amargo que su
figura derramaba.
Little John
José Rivero Vivas
Islas Canarias
Febrero de 2018
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(Del libro: Orla de forzados
Inédito
Obra: C.05 (a.05)
Londres, hacia 1974)
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