BARTOLOMEU
DUNIA
SÁNCHEZ
Recuerdo
aquella noche. Sí, había quedado con Joan para dejar un trabajo en la
oficina…tarde, muy tarde. Era costumbre en la empresa que trabajábamos realizar
labores en la oscuridad del nocturno para el día siguiente. Cerré la puerta de mi casa precisando su
buena clausura ante cualquier malhechor pudiera entrar. Entonces vivía en una
casa terrera con jardín…sí, con jardín.
Saqué el coche del garaje y con el invierno con sus alfileres danzantes
sobre el asfalto y mi auto me dirigí a la empresa. Joan siempre era puntual y
yo también. Llegué torpe por el granizar a la puerta donde se aloja su techo,
el, me estaba esperando húmedo en la acera. Recto, estático, con los bucles de
su cabello decaído por el tiempo, con su nariz corva exhalando vapor. Se subió al
coche. Buenas noches Anne, me dijo y un
beso en la mejilla corrió por sus tersos labios. Éramos como hermanos se podría
decir. Por qué no. La sangre no determina el agrado y el cariño hacia las
personas. Continuamos por una larga
carretera sin farolas hasta el periódico, estaba a las afueras de la ciudad
donde el exuberante olor a monte era penetrante. Llegamos. Dos o tres luces
encendidas como siempre a esas horas, las suficientes para un trabajo a esas
horas. Nos abrió la puerta Bartolomeu,
el guardián ¡Ay bartolomeu¡ escurridizo, atento, sin palabras pero con los
pensamientos fijos en la reconditez de cada persona. No dijo nada y pasamos. Lo
encontré algo disgustados pero no le di importancia. Cuando entramos en la
oficina nuestro director estaba de un humor de perros, irascible, desafiante. “
A ver que es estos”, me arrancó los
papeles de la mano sin pedir permiso.
Con su mirada desorbitada los miró y luego dijo que nos largásemos a ambos. Un
muro de hielo se interpuso entre nuestro jefe y nosotros. Hundidos nos fuimos,
nadando en un cavilar que nos hacia un interrogatorio aplastante del por qué,
del por qué de ese cambio. Y de nuevo el
volante, de nuevo el girar y el girar por la serpenteante carretera. Esa noche
nos parecía infinita, gélida, hermética. De repente una imagen se interpuso en
nuestro camino. Una imagen extraña para las horas que eran ¿Quién sería?
Mientras esa masa humana se aproximaba la fuimos reconociendo. A casa paso su
estatura aumentaba, se ensanchaba. Joan
me dijo con un fuerte cimbrar de su voz que arrancará. No podía, la figura se
parecía a bartolomeu pero demacrado, distorsionado, desastrado. El miedo me
invadió con sus colmillos y no lograba poner el coche en marcha, estaba
paralizada, ida. De repente el coche comenzó a dar vueltas sobre sí mismo.
Perdimos la noción del tiempo, es como si hubiéramos penetrado en un túnel de
remolinos. Una fuerza rara nos hacía girar y girar . No teníamos conciencia de
lo que estaba sucediendo. Cuando se
detuvo y visionamos lo de afuera el temor de manera vertiginosa creció. No
reconocíamos el lugar, como si nos hubiésemos trasladado a un bosque
milenario. La carretera no existía, no
podíamos arrancar. Solo el humeante aroma de la humedad, de hojas podridas, de
unos pasos que de nuevo se aproximaban. Nos quedamos en el coche, mi reloj
marcaba que ya era hora de despertar, que el sol tenía que haber nacido. Todo
negro en la profundidad de una noche alargada en el miedo. Joan me dio la mano
y me miró y salimos del automóvil. Un aguacero nos persuadió de los ruidos de
aquel boscaje. Caminamos y caminamos como si estuviéramos en un cementerio. La
nada hacía acto de presencia. Bartolomeu había desaparecido como nosotros en
otro mundo, en otra dimensión ajena a la cotidianidad. Solo las horas estáticas
nos diría donde estábamos. Perdidos, indecisos, desorientados. La sed nos vino
y nos vimos arrodillados en uno de los arroyuelos que atravesaba esa espesura
indefinible, interminable. Caminamos y
caminamos por ese paraje huido de la destrucción, de la devastación de las
garras humanas. Entonces, escuchamos un grito. Un grito a una voz familiar.
Bartolomeu. Nos estremecimos, un cierto sudor nos asfixiaba y fuimos de nuevo al encuentro del coche. Nos
metimos dentro. Se acercaba como bestia
dolida, herida. El auto otra vez comenzó a girar y girar sobre sí mismo. Cuando
se detuvo nos encontramos en la carretera. Ya era de día y un sol trepidante y
fiero atizaba nuestros ojos cansados. Llegamos a mi casa, pasamos, nos sentamos
cada uno en un sillón tapizado de flores amarillas. Nos miramos, tristes,
apesadumbrados, agarrados en el despido. Sí, recuerdo perfectamente aquella
mañana. Una mañana de donde brotó un nuevo sueño, un nuevo empecinamiento tras
lo sucedido. No he vuelto más a ver a Bartolomeu ¿Qué será de él? Y qué motivó
en nuestras vidas, este cambio.
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