Escribir estos días en España es abrirse las
venas en canal. Contemplar en la madrugada de ayer la rueda de prensa de
Mariano Rajoy en el fin de fiesta de la cumbre mexicana del G-20 fue lo más
parecido a un suplicio para cualquier español en sus cabales. Espectáculo
difícilmente descriptible del hombre incapaz de decir dos frases seguidas sin
consultar sus notas, sin mirar la chuleta, inseguro, impreciso, titubeante. La
viva imagen de un Neville Chamberlain redivivo, dispuesto a vender a los
españoles desde el Munich de Los Llanos la inexistente victoria de unos
acuerdos de paz con la canciller alemana, una Angela Merkel que se ha negado en
redondo a dar su brazo a torcer y que se ha mostrado inflexible con un Gobierno
que, desde la óptica germana, simplemente no solo se muestra renuente a cumplir
con su deber, a hacer los deberes, sino muy dispuesto a traicionar la palabra
dada, a decir digo donde dijo Diego.
Rajoy es el hombre superado por las
circunstancias, es la imagen del administrador competente de la cosa pública
para tiempos de paz, tiempos de bonanza, que ahora se encuentra completamente
fuera de foco, porque él es el anti líder por naturaleza. Una desgracia para
España. Otra más, recordatorio del fracaso de nuestra clase dirigente a lo
largo de la sediciente democracia. Las desdichas empezaron con aquel Felipe
González cuyo largo mandato acabó en un interminable rosario de escándalos; que
siguió con un José María Aznar que, con mayoría absoluta, enloqueció en los
últimos años de su segunda legislatura; que prosiguió con un Zapatero
convertido en auténtico Atila para los intereses de España y los españoles, y
que lleva camino de culminar con un Rajoy del que, amigos o enemigos, esperaban
infinitamente más en términos de templanza, coherencia y, sobre todo, eficacia.
Todo se ha venido abajo al mismo tiempo. Todo el edificio constitucional se tambalea como un castillo de naipes a punto de derrumbarse. Es el caso de Su Majestad el Rey que, con su elefante a cuestas, se escapa a Arabia Saudí para no tener que hacerse la foto con el pío presidente del Supremo y del CGPJ cogido in fraganti gastando la pasta del erario en su asueto personal marbellí; es la gran banca que, en unión de Telefónica, corre en auxilio del primer grupo de comunicación del país –al parecer en el despacho de Soraya Sáenz de Santamaría- para evitar su ruina, porque este es un sistema de socorros mutuos, en el que los protagonistas y beneficios de la transición están para protegerse y ayudarse mutuamente. Son los partidos mayoritarios, convertidos en ollas a presión. Lo publica hoy este diario (Federico Castaño): José Blanco se enfrenta a Rubalcaba porque cree que el líder del PSOE no está defendiendo las aspiraciones de su protegido Conde-Pumpido para ocupar plaza en el Constitucional. Y ¿por qué el interés de Pepiño? Porque barrunta que su “caso Campeón” acabará en tales predios, y sabe que del TC es fácil salir bien librado (preguntar por Albertos, Botín y otros) si se tienen allí agarraderas bastantes.
Es el PP, jaula de grillos sin cuento, hoy al
mando de una señora a la que cuesta trabajo imaginar superando las
tradicionalmente difíciles oposiciones a la Abogacía del Estado, y que hoy
tiene al partido sumido en un silencio aborregado. Es el Gobierno, para qué
contarles, y los prohombres del Gobierno y del partido, caso de Ruiz-Gallardón,
caso de Arias Cañete y tantos otros, agazapados, escondidos en plena tormenta
mientras la nave amenaza con irse contra las rocas de la intervención. Es la
corrupción que todo lo inunda. Y no me refiero tanto a la corrupción dineraria,
que también, sino a esa otra quizá más dañina en términos de moral pública que
reviste la forma del silencio cómplice, de la violación sistemática de la ley,
del incumplimiento de las obligaciones inherentes al cargo con grave perjuicio
para la colectividad (caso de Fernández Ordóñez y la dramática situación de la banca española); es
la corrupción de la cobardía, del miedo a denunciar; la corrupción del
compadreo, del hoy por ti mañana por mí.
La nueva corte de los milagros
Es el sistema el que ha entrado en colapso. No
se trata de revelar ningún secreto. No hace falta ser un Valle Inclán para
relatar los abracadabrantes sucesos de esta corte de los milagros que
habitamos. Cualquier lector –lo demuestra a diario esa mayoría de gente culta
que se asoma a los foros de VP- es muy capaz de describir de forma tanto o más
expresiva, más sintácticamente brillante, el drama del país que nos ha tocado
vivir. Entiendo la frustración de tantos españoles sensatos que, creyendo formar
parte de un país del primer mundo, una nación de ciudadanos libres y
responsables de sus actos, se encuentran de repente con que el edificio vital
en el que moran con los suyos hace agua, amenaza ruina, porque aparentemente
todo, del Rey abajo todos, todo, se ha mostrado y demostrado una filfa, un gran
engaño, un profundo embeleco. La desilusión de una vida; el fracaso de millones
de vidas.
Hoy, cuando tantos españoles, a derecha e
izquierda, parecen haber perdido la esperanza en un Gobierno que apenas apunta
las reformas se queda petrificado semana tras semana en la laguna de la nada
porque siempre “la están peinando”; hoy, cuando tantos conciudadanos creen que
ya no queda más salida que la intervención del país por la “troica de negro”,
los 26 periodistas que hacemos Vozpopuli queremos transmitir a nuestros
lectores la voluntad de seguir mostrando al Gobierno Rajoy nuestro humilde pero
decidido apoyo crítico, para animarle, urgirle, obligarle si es preciso a hacer
el trabajo para el que fue elegido por mayoría absoluta, en el convencimiento
de que, con o sin euro de por medio, España necesita profundas y urgentes
reformas para dotarse de una economía competitiva, capaz de satisfacer la
exigencias de las nuevas generaciones.
Sabemos que es tarde, que se ha perdido mucho
tiempo, y que cada semana que pasamos en baldío más difícil resulta salir del
atolladero, pero no desesperamos. Es cierto que esas reformas implican
sufrimiento –si bien temporal- para millones de ciudadanos y pérdida general
–igualmente temporal- de nivel de vida. Por eso ese apoyo solo puede mostrarse
con dos condiciones. La primera es que la carga de los sacrificios se reparta
de forma equitativa. La segunda y más importante es que, una vez superado el
trauma, cueste más o menos años, el Gobierno entonces en el poder -de grado o
por fuerza, en el Parlamento o en la calle- se comprometa a abordar un
saneamiento integral del sistema, con apertura de un proceso constituyente que
dé paso a una nueva Carta Magna capaz de alumbrar una democracia digna de tal
nombre, y un país más libre, más abierto, más reñido con la corrupción, más
amigo de la investigación y la cultura, más justo, más liberal… Un país con
unas instituciones, empezando por la primera, de las que los españoles podamos
presumir orgullosos. Un país del que nunca, como ahora, volvamos a sentirnos
avergonzados.
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