EL GOBIERNO VUELVE A LLEGAR TARDE
JUAN CARLOS ESCUDIER
Que Isabel la Caótica y su fiel Escudero el consejero de Sanidad lleguen un día a un acuerdo y al siguiente se desdigan entra dentro de esa lógica atrabiliaria suya que se sustenta en el surrealismo y la parodia. Lo que empieza a ser preocupante es la sensación de que el Gobierno participa también del sainete mientras se lava las manos con hidrogel en esta segunda ola de contagios, quizás para demostrar que uno vale poco pero se agranda en la comparación con el resto.
La situación epidemiológica de Madrid no es que sea terrible sino lo siguiente. La ciudad y buena parte de la región son hoy el epicentro de la pandemia en Europa, todo ello gracias a la estrategia suicida de sus autoridades de anteponer la economía a la salud. El peligro no es que el virus llegue en clase turista por Barajas, como insiste la presidenta de juguete de la Comunidad para disfrazar su incompetencia mientras pide pruebas PCR a pie de pista, sino que salga de Madrid por aire, por tierra y hasta por el Manzanares. Los menores que dañan a terceros, en este caso a millones de ciudadanos, no son responsables de sus actos pero sí quienes están obligados a vigilar con diligencia que sus gamberradas no sean letales.
Tras perder miserablemente
una semana entre la exhibición de banderas en la Puerta del Sol hasta la
reunión de ayer del Consejo Interterritorial de Salud, el BOE acaba de publicar
la resolución del Ministerio de Sanidad con las restricciones de obligado
cumplimiento que han de cumplir grandes municipios que superen una incidencia
acumulada de más de 500 contagios por cada 100.000 habitantes, registren más
del 10% de positivos en sus pruebas diagnósticas y su índice de ocupación
desborde el 35% de sus unidades de cuidados intensivos. Ello debería determinar
al cierre perimetral en un plazo de 48 horas de la capital y de otras diez
localidades, la inmensa mayoría en la Comunidad de Madrid.
Desde el fin del
estado de alarma y el decreto de la llamada nueva normalidad del pasado 9 de
junio hasta la fecha han pasado casi cuatro meses sin que el Gobierno
estableciera un criterio general para hacer efectivas estas limitaciones a la
movilidad. Todo había quedado al albur de las autonomías, lo que en el caso de
Madrid ha sido como dejar a un niño al volante de un Ferrari y esperar que se
detuviera en los semáforos. Han sido cuatro meses en los que el Ejecutivo se ha
puesto de perfil y ha obviado sus obligaciones, que no eran ayudar a nadie a
hacer sus deberes en plan padre solícito sino coordinar de manera efectiva la
gestión de la pandemia.
Esta dejación tan
clamorosa ha determinado que la comparación con países de nuestro entorno sea
sonrojante. La incidencia nacional ronda en España los 400 casos positivos por
cada 100.000 habitantes. Alemania ha dispuesto restricciones a aquellas
regiones que superen los 35. En Francia, donde el virus también galopa de forma
desbocada, se consideran zonas de alerta a aquellas que superan los 50 casos y
de alerta máxima a las que presentan una incidencia superior a los 250
positivos. La media en Italia, epicentro en la primera ola, no llega a los 40,
mientras el promedio en Reino Unido es de 26, con fuertes limitaciones a
algunas poblaciones como Liverpool, que supera los 250. ¿Qué por qué aquí la barrera
son los 500 casos cada 100.000 habitantes? Porque bajar el listón supondría
extender las prohibiciones a todo el país.
El descontrol es de
tal calibre que hasta la propia Ayuso ha amenazado con impugnar la orden del
Ministerio de Sanidad al entender -con cierta razón- que para hacer de obligado
cumplimiento los acuerdos del Consejo Interterritorial, a los que se opusieron
varias comunidades del PP y de Cataluña, no basta con mayoría sino que requiere
la unanimidad. La resolución parece haber sorteado este impedimento acogiéndose
a las llamadas "actuaciones coordinadas en salud pública" previstas
en la Ley de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud y que facultan al
Ministerio a tomar las medidas que considere imprescindibles sin necesidad de consenso
alguno.
En cualquier caso,
tan de chiste como que se careciera hasta hoy de reglas generales es que las
decisiones relativas a la salud de la población hayan quedado subordinadas a la
pelea partidista o expuestas a la decisión de un tribunal que debía sopesar su
fundamento en relación al ejercicio de derechos fundamentales o dirimir
conflictos de competencias como se pretende ahora. Todo ello ha sido posible
también por la insolvencia del Ejecutivo, al que le corría prisa, al parecer,
por derivar a las autonomías sus responsabilidades y apartarse del pimpampum al
que estaba siendo sometido.
Así, en vez de no
ceder a las presiones y mantener el estado de alarma por tiempo indefinido tras
el desconfinamiento, lo que no obligaba a nada y hubiera servido de resguardo
jurídico a los territorios que precisaran acotar la libertad de movimientos de
sus ciudadanos, se ofreció tarde y mal estados de alarma a la carta, que si
para algo servían era para retratar por incapaces a quienes lo solicitaran.
Como es lógico, nadie los ha pedido ni los pedirá.
Con la complejidad
de un Estado descentralizado, el Gobierno está para gobernar y no para ser el
espectador de la función o de los disparates de una presidenta a falta de
varios hervores. Está para vigilar y hacer cumplir los requisitos de atención
primaria y rastreadores. Está para no generar un desconcierto tal que hace
imposible saber a los ciudadanos si es bueno que los parque estén abiertos o
cerrados o qué razones existen para no poder visitar a la familia en el pueblo
de al lado pero sí tomarse un cubata en la barra de la esquina. Está para no
llegar siempre tarde cuando se le necesita.
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