lunes, 19 de octubre de 2020

EL HOMBRE QUE SUSURRABA A LOS ADOQUINES

 

EL HOMBRE QUE SUSURRABA

A LOS ADOQUINES

PASCUAL GARCÍA

Ilustración de Aitana García.

El Gran Hotel Balneario de La Jota presume algunas tardes de otoño, según la Guía Trotamundos, de reflejos de vidrieras decadentes traídas de contrabando del Barrio Alto de Lisboa y de aguas aromáticas trasladadas hasta aquí a principios del siglo XIX, por ferrocarril, en enormes frascas de cristal desde la esplendorosa San Petersburgo de los Romanov. Igor, el oso negro ataviado como un botones que recibe a los visitantes a la entrada del reconstruido palacete, es biznieto de otro Igor que el zar Nicolás II envió a los entonces propietarios tras pasar por este lugar en busca de tratamiento para su regia hemoglobina. Algunos historiadores locales sostienen que lo del oso-botones fue un “regalo envenenado”, pero lo cierto es que se ha convertido en un emblema publicitario reconocido en medio mundo, como el logo de la Pepsi.

 

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El lugar es bellísimo, acogedor, aunque brumoso. El entorno verde te recibe ondulado, dinámico, y resulta perfecto para colocar los bunkers de un campo de 18 hoyos que alguien hubiera diseñado reproduciendo la caprichosa silueta de una gaita. No hay muchas cosas que te puedan apetecer y no consigas hacer aquí: montar a caballo, navegar, exposiciones fotográficas, representaciones de teatro, casino, karaoke, whiskería, barra americana, iglesias católicas, evangelistas, armerías, restaurantes japoneses, furgonas atiborradas de burritos de todos los picores, jazz callejero, máquinas tragaperras, fulanas, fulanos, puertorriqueños jugando a los dados, pantallas gigantes reproduciendo permanentemente la última victoria de los Lakers, peleas de gallos, ejecuciones públicas, musicales… Todo lo que uno podría desear.

 

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El balneario aloja a viejos mandatarios y corre con todos sus gastos, sin límite, y a cambio los utiliza como reclamo. Es una especie de parque temático cinco estrellas donde la gente paga por jugar un partido de pádel, hacerse unas fotos o tomarse un gin tonic —con los pies encima de la mesa de las Azores, si se abona la tarifa correspondiente—, junto a su referente moral. Lo que llamamos economía de mercado. La oferta y la demanda. Esos tíos lo han sido todo, incluso se han tirado pedos en el jacuzzi del pequeño de los Bush, pero quieren más. Necesitan el olor del napalm por la mañana.

 

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El propietario de la cadena de televisión que se encarga de mis facturas se ha empeñado en hacer un reportaje sobre las cosas que ocurren en este lugar, y su insistencia ha sido tanta y ante tan altas instancias que me ha concertado una entrevista con el director del establecimiento para tratar el asunto. En la puerta del complejo me esperaban Igor, el oso disfrazado de botones, y un operario encargado de conducirme hasta el despacho del dueño. El paseo de nueve minutos a bordo de un coqueto trenecito de vía estrecha ha sido tan delirante que no he tenido otro remedio que hacer algunas preguntas durante el trayecto.

 

—Pero ¿qué está haciendo ese tipo? —he interpelado a mi guía al ver a un hombre autolesionándose en sus partes debajo de una frondosa higuera.

 

—Ese es Bolsonaro. Se pasa el día puesto de peyote y pinchándose el pito con esos palillos que se usan para ensartar las brochetas. Ahí donde lo ve, dice que nunca había sido tan feliz.

 

—Qué atrocidad. Es repugnante, por Dios. ¿Y hablando de Dios? ¿Dónde está Trump?

 

—Lo hemos encerrado en la cárcel del condado por mentiroso. Es ese edificio que se adivina allí a la izquierda—me ha indicado apuntando con el dedo a un enorme cartel de neón con la palabra Club iluminada en rojo.

 

 

—Se veía venir.

 

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A mitad de trayecto el trenecito se ha desviado por una vía señalada como Zona Nacional. “Me temo que a los señores que veamos a partir de aquí no podré identificarlos. Yo soy de la CBS, pero tampoco voy a conocer a todo el mundo de todos los sitios solo por ser de la CBS”, he comentado al guía para indicarle que no me tengo trabajada la fauna local. “Sí claro”, me ha contestado. “Fíjese”, me ha dicho mientras señalaba a una mujer que saltaba a la comba en una habitación acolchada. “Es doña Isabel. Ella no está ingresada. Sigue en activo. Lleva veinte años sin perder unas malditas elecciones. Cuanto más putea a la gente, más le votan. Según las últimas encuestas, su popularidad roza el 60%. Y eso que acaba de demoler el único hospital público que quedaba en su región. ¡Mire que bien salta a la cuerda! ¡Pero mire, hombre!”.

 

—¿Y aquel? —le he preguntado al atisbar a un individuo con traje oscuro y corbata de topos junto a una pila de adoquines.

 

—Es Mariano.

 

—¿Y qué hace solo en medio del patio hablando con las piedras?

 

—Está intentando explicarles lo de la sentencia de la Gürtel —me ha dicho como si el reportero de una cadena norteamericana estuviera obligado a conocer la naturaleza de tan pintoresco asunto.

 

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El despacho del propietario del complejo es sobrio, de madera, como un coro de catedral. “¿Y qué interés puede despertar en un imperio mediático como el suyo un modesto establecimiento como este?”, me ha interpelado por sorpresa el mandamás del resort. Era una buena pregunta y, por un momento, me he quedado bloqueado, sin saber qué contestar… “¿Un interés humano?”, he acertado finalmente a responder al tiempo que sacaba la chequera de mi maletín de piel de pitón… Le he conmovido… Soy la hostia… Así que hemos firmado el contrato y mañana mismo traemos las cámaras y empezamos a grabar… Esto me huele a Pulitzer. Y todavía habrá cabrones que se estarán preguntando por qué me pagan lo que me pagan.

 

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P. D. He intentado escribir sobre las sesiones de control al Gobierno en los plenos de los miércoles, pero solo se me ocurrían cosas disparatadas.


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