PARIA
Ilka
Oliva Corado
De
niña recuerdo que después de vender helados en el mercado los fines de semana,
regresaba a la casa al filo de las dos de la tarde, (entre semana a las 12:30
porque a la 1 entraba a estudiar) y agarrábamos camino con mis amigos, costal
en la mano cada uno, a recoger basura de casa en casa para irla a tirar al
barranco, nos pagaban 25 centavos por costal.
Con
mi hielera al hombro corría atrás de los autobuses suplicándoles a los pilotos
que me dejaran subir, para vender mis helados, al pedalazo me subía y me bajaba
porque nunca detenían la camioneta completamente.
Corríamos
a escondernos del cobrador del mercado porque todos los días quería tirarnos
los helados a la basura, estorbábamos en el corredor.
Nos
juntábamos a las 3 de la mañana en la esquina de la cantina Las Galaxias, para
agarrar camino hacia La Fresera, finca que quedaba a las orillas de la aldea
Zorzoyá, en San Lucas Sacatepéquez, caminábamos 20 kilómetros de ida y 20 de
regreso, entre las montañas verde botella. Allá éramos jornaleros y
trabajábamos de sol a sol en el corte de fresas. Yo tenía 8 años entonces.
Un
día dijo mi mamá que sería buena idea ir a vender pupusas, helados y atoles y
así lo hicimos. Mi papá y mi mamá con su hielera cada uno y las dos hijas
mayores con la nuestra, dejábamos todo fiado para cobrar a fin de mes. Aquellos
guindos y aquellas arboledas, fueron testigos de nuestro cansancio físico de
nuestra ilusión.
Cuando
llegaba fin de mes y no tenía para pagar la colegiatura, en la abarrotería de
la esquina del bulevar central y la calle Eúfrates, pedía fiado un doble litro
de Coca Cola, mientras ofrecía los helados en el mercado, hacía papelitos con
números y me iba de puesto en puesto, a ofrecerles a los vendedores los números
para la rifa de un doble litro de gaseosa; a veces a diez centavos y otras a
veinticinco. Gastaba Q2.50 y me quedaban Q2.50 y cuando tenía suerte Q5.00
Para
las navidades hacía adornos navideños, con el papel celofán, manila y crepe que
pedía fiado en la miscelánea de Juan, otro vendedor del mercado. Los hacía por las noches después de haber
acabo del oficio en la casa, a la mañana siguiente los llevaba a vender al
mercado, a cincuenta centavos, un quetzal y ahí iba juntando para mi
inscripción, el uniforme, para los zapatos o los útiles. Copiaba los diseños de
los adornos que miraba en al televisión en los anuncios de Navidad.
Por
las tardes al filo del anochecer íbamos a vencer pupusas de chicharrón y atol,
al destacamento militar, caminábamos cinco kilómetros, de ida y cinco de
vuelta. Más de una vez trabajé de ayudante de albañil y de ayudante de
zapatero.
Cuando
mi papá era piloto de autobús y no tenía ayudante, me llevaba a mí, yo era la
cobradora, la que subía los quintales en el hombro, a la parrilla. Y me colgaba
de la puerta de la camioneta, columpiándome y gritando, ¡Terrazas, Ciudad
Peronia, La Fuente! Eso fue en mi adolescencia.
Cuando
estudié magisterio, a las cinco de la mañana les pedía prestados cinco
quetzales, a mis tias o a las vecinas, para el pasaje y para comprar naranjas
en el mercado La Placita, a la hora del recreo las vendía peladas, con pepita y
sal, a las 9 de la noche iba a devolver el dinero que me habían prestado en la
madrugada.
Mi
infancia y adolescencia me la pasé con una mudada y un par de zapatos. De los
sostenes supe hasta cuando ya tenía zarazas las tetas. De las toallas
sanitarias hasta que tuvimos dinero para comprarlas. El desodorante y la pasta
dental eran lujos de dos veces el año. Usábamos limón como desodorante y sal y
ceniza para cepillarnos los dientes.
Dormíamos
las cuatro crías en una cama de metal con la pata coja, un poncho de
Totonicapán y una sábana de Tierra Fría nos cubrían de sereno de la madrugada
que goteaba de la lámina. Un pedazo de tela, como cancel nos separaba del
cuarto de mis papás, de la sala y la cocina, que eran uno solo en aquella casa
de mi infancia.
Las
ventanas las tuvimos de cartón, cajas que nos regalaban en el mercado, cuando
no estaba construido y los vendedores ponían sobre unos costales sus ventas,
sobre el suelo. El piso de talpetate por donde caminaban gallinas, cabras,
patos, perros y de cuando en cuando los marranos.
Cuando
emigre, el primer día de trabajo me caí por las gradas del sótano de una
mansión de judíos, me enrede con el cable de la aspiradora, en mi vida había
visto una animala de esas, desperté tirada en el suelo, empapada de cloro; el
bote que llevaba en la mano se destapó con la caída y me manchó la ropa, una
mudada que con gran esfuerzo habíamos comprado en una tienda de ropa usada,
porque a Estados Unidos llegué con lo puesto.
Estaba ahí tirada al final de las gradas alfombradas, rodeada de gente a
la que veía borrosa y que me hablaba y yo no entendía lo que me decían, yo no
entendía ni el saludo en inglés y mucho menos lo hablaba. Así fue mi bienvenida
al trabajo del servicio doméstico.
Yo
no olvido, las tantas veces que el cobrador del mercado nos perseguía, para
tirarnos los helados. Ni las innumerables ocasiones que corrí atrás de los
autobuses y las tantas que me caí intentando ganarme el sustento. No olvido las
tantas veces que me discriminaron, por negra, por paria, por arrabalera, por
vendedora de mercado. No olvido el olor de la basura que cargaba en mis hombros
de niña, en camino al barranco. Ni las tantas veces que el cansancio nos venció
a media montaña en camino a La Fresera. Ni los insultos del caporal, ni la
explotación laboral que nos hacía el dueño de la finca. No olvido las tantas
veces que no nos pagó la medida en su peso cabal.
No
olvido las tardes en camino al destacamento, entre las hortalizas y el musgo
blanco de los cipreses del camino, el dolor de la espalda por el peso del atol,
de los plátanos fritos, de las pupusas de chicharrón, los chocobananos y los
helados.
No
olvido las veces que pedí fiado para comer, ni las veces que toqué puertas
ajenas en la madrugada para pedir prestado para ir a estudiar.
No
olvido la frustración, el cansancio, el dolor, la rabia, la amargura, la
miseria, la exclusión que me viví.
No
olvido los sueños rotos, las puertas cerradas en mi nariz, no olvido las tantas
veces que me gritaron negra percudida, por mi color de piel. Ni las tantas que
el agua del invierno entró por la suela de mis zapatos. Ni las calcetas
remendadas, ni las tripas chirriando de hambre, nuestra escasez. No lo olvido.
Como
no olvido a quienes parias como yo, compraron los numeritos de las rifas del
doble litro de Coca Cola, ni a los vendedores de la abarrotería que me los
dieron fiados. Ni a los vendedores de mercado que escondían las hieleras cuando
el cobrador nos buscaba. Ni a los soldados rasos que nos compraban en el
destacamento y nos acompañaban en la noche, en el camino para cuidar que no nos
pasara nada.
Yo
no olvido, de dónde vengo, yo no olvido de qué estoy hecha. ¿Por qué entonces
debería negar que soy paria? ¿Por qué debería negar mi memoria? ¿Olvidar a
quienes parias como yo me metieron el hombro para que yo estudiara y saliera
del corredor del mercado? A los pilotos de autobús me dejaban subir a vender
mis helados. A los jornaleros de La Fresera que compraban lo que llevábamos a
vender. ¿Por qué ahora debería fanfarronear con que soy escritora y poeta? ¿Por
qué ahora debería olvidar a quienes me vieron cuando fui completamente
invisible para la sociedad?
¿Por
qué ahora descaradamente me podría etiquetas que no me corresponden? ¿Por el
nombre de otros? ¿Por la luz de otros? En la invisibilidad de la miseria y la
exclusión, también hay vida, sueños, luchas, solidaridad. Y es ahí a donde yo
pertenezco.
Y
cuando digo paria, reafirmo mi herencia milenaria, mi memoria y mi identidad.
Reafirmo que soy vendedora de mercado. ¿Por qué tendría que negar la dignidad
de los excluidos de todos los tiempos? A
ellos mi letra, mi vida y mi poesía. Lo demás son babosadas.
En otro viaje,
contaré por qué no soy roja, revolucionaria o feminista.
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