PÁLIDO ADALID
JOSÉ
RIVERO VIVAS
NL. 13 (a.78)
Novela, 270 páginas.
Serie de 9 obras
Autor: José Rivero Vivas
Directora de arte:
Rosa Cigala
Maquetación: Marcelo
López
Ilustración de la
cubierta: Baile de negros, 1911
Óleo sobre lienzo de
Ernst Ludwig Kirchner.
(ISBN: 978-84-8382-095-7)
Ediciones IDEA, 2007
(Es de agradecer la salida a luz de esta
serie de nueve novelas, y otras, aun cuando alguien, a su antojo, osó modificar
la disposición del texto. Aquí, sobre todo, se nota la arbitrariedad de quien
pensó hacer bien, sin advertir que el presunto error era forma expresa y no
trivial incuria. Pese a ello, el autor cree que cada obra se sostiene por sí.)
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Tremenda descomposición tuvo el proscrito cuando fue prendido
por los agentes de la ley. Gritó exacerbado, proclamando su inocencia, pero
salió disparado al fin de lo extrañamente expuesto, aunque no tuvo tiempo de
templar sus frases de justificación; ante lo cual, el fiscal consideró
suficiente prueba para pedir su condena absoluta. El juez, en serena
compostura, dictaminó que podía seguir deambulando hasta avanzada edad, por lo que Expedito, un tanto fuera de razón
últimamente, vive en continua zozobra, alejado de compañía y contacto con los
demás. No siente interés por su entorno y anda sin percibir la oferta cultural
y cívica de Londres, ciudad que tenaz recorre, mientras destemplado da respuesta
a la objeción de su conciencia. En el límite de Trafalgar Square recuerda la
apreciación que Araceli hace de los ingleses, en episodio de Galdós. De pronto
aparece una mujer, envuelta en su tul, y le dice que Julio Varela y Teresa lo
buscan. Expedito se vuelve airado y lanza su reto; al descender Whitehall, aprovecha
la mujer para golpearle. Ella se va, pero a él se le representa Zulema, de su pueblo,
a quien se temía por hechicería. Zulema vuelve al cabo y le advierte de cuanto
le espera cuando Joaquina conozca su desliz. Próximo al Parlamento, tuerce a la
izquierda y se interna en Westminster Bridge; gira en redondo y avanza por
Victoria Embankment hacia Buckingham Street, en busca de una librería,
disimulada en la zona.
Sin acabar todavía el pleito, se obsesiona con la supuesta
demanda de la agorera, aunque no le parece bien su recurso a pacto entre
iguales. Afectado por el augurio, decide ir a casa, esperando alcanzar el
añorado descanso; inquieto, sin embargo, relata a su hermana y su cuñado su
encuentro con Zulema, que se le aparece luego en Pall Mall, cerca de Saint
James Palace, y le dice de esconderse de su sino; él responde que su amor es
Joaquina, no Verónica, aunque lo dicho comprende un engendro literario, cuyos folios
arrojó en una papelera de Oxford Street. Julio Varela le avisa que no puede ser
embajador, y Teresa le aclara que permanece atado a época anterior. Llega la
comitiva con Zulema al frente, forjando fantasías. Expedito entra en el
restaurante donde trabaja su cuñado Julio Varela, acaso el maître, se vuelve a la
mujer, pero se ha esfumado Zulema. Se alza de puntillas y responde a su
conciencia que otra sería su historia si su padre hubiese sido dueño de la
montaña donde rompía piedras. No obstante, alega que la enseñanza, cual se
imparte, sirve para halago de algunos, que vibran estremecidos por el brillante
espectáculo. Por eso no entiende que se hable de un país ignoto, cuando las coordenadas
señalan opuesta dirección, porque se trata, en definitiva, de un rincón al
oeste orientado.
Un día llega Verónica, que trae la frescura de Canarias, y,
ajena al estado de Expedito, trastorna su apacible discurrir, pues, su juventud
y preparación contrastan con el estancamiento en que él se encuentra,
aletargado en Gran Bretaña, mientras transita lugares de Londres en pos de
nada. Ansioso se pregunta por los tritones, y por las sirenas que cantaron al
legendario marino; aunque, no valora cuanto sucede en torno, que su pelea no es
por la plata ni por el renombre de tradicional enseña. Lo grave de la situación
para este hombre, en edad crítica, es el atractivo físico de la muchacha, que
lo dejó atónito al instante, y lo tiene nervioso, aguantando, a duras penas, su
ímpetu sexual. Sin embargo, llevar flores a una dama es complicado, cuando
falta el entusiasmo al recibirlas, porque puede derruir la ilusión de quien la
aprecia en su mítico garbo. Su hermana Teresa y su cuñado, con quienes vive, lo
mismo que Verónica, soportan pacientes su jaqueca. Con todo, piensa este hombre
en su valía, sin advertir que no basta su alto rango en la posición que ocupe
como miembro del núcleo poblacional; tan pronto cae del pedestal empieza a
rondar desprotegido, sintiendo que le dan de lado hasta aquellos que un día
fueron por él beneficiados. Joaquina, su novia, bromea y aun se irrita con sus
cosas; aunque, poco se ven ya. Trasladada por su oficio a consecuencias
imperiosas de sublime evento, no ofrece óptima expectativa a su lado. Mientras Sandra,
su amiga, al final acompaña a Verónica, después de haber conocido a Jean
François y a su amigo Humberto, en el bar de Agapito, situado en el entorno de
Fulham Broadway, donde todos coinciden en noches de Week End esplendoroso.
El verbo cambia abruptamente su desinencia, pasando a presente
absoluto, para afirmación de lo actual, completamente desgajada la declaración
que sigue –bloque o mazacote entrecomillado, en esta edición-, lo que da idea
de que Expedito se dirige a alguien externo a su mundo narrativo, que bien
pudiera ser su propia conciencia. En calma y sin agravio, da cuenta de la
navegación de su padre, los enfados de su abuelo, cuando sufrió el atraco en el
Callejón del Combate, y cuantas anécdotas, ciertas o no, se le ocurre templar,
trabucando tiempos y personas, dichos y suposiciones, hasta confesar que antes
y ahora, lo mismo que después, carecen de nítido sentido. Entonces le sale
reiteradamente al paso Zulema, en plenitud y belleza, y le pide que vaya a
Canarias y establezca su hogar en las Raíces del Teide. Lejos se expanden
inusitados ecos de lo acontecido en pro de cuantos quisieron participar en el
logro relevante de unos y otros, testigos primeros de lo coaccionado esa noche
ambiental; ello le sugiere, aunque no tiene ganas, dejar huella de su paso,
para lo cual bastaría coger un rimero de cuartillas y escribir cuanto rumia
acerca del denso infortunio, acentuado con la presencia de Verónica, que lo
dejó lelo en su sesgada descripción de la bella. Zulema le recuerda sus
travesuras de muchacho, mientras Teresa le indica combinar las oportunidades.
Él, receptivo, alega que se encontró en Londres sin cartera, talonario ni
cuenta de ahorro, de donde tirar hasta conseguir bien o mal remunerado empleo.
Así que, ha de brincar por sobre sus miserias, por carecer de hacienda y ser
adalid de circunstancias adversas.
Desconoce Expedito si ha de salir airoso de esta comprometida
aventura, en la que se introdujo antes de exponer el absurdo ponderado como
delicado secreto; visto lo cual, persiste en revestir el arcano encerrado en su
pecho, que no guarda similitud con la parte exterior, aferrada a la frontal del
edificio, donde residen las inquietudes de su alma. Solícito Joaquín Varela,
portándose como buen amigo, lo lleva por todo Londres, hasta recalar en el bar
de Agapito, quien alardea de su vasto conocimiento, que ufano vuelca en los parroquianos
del bar, aunque Expedito ignora si ciertamente es docto. Su cuñado, petulante, se
mostró paternalista cuando conoció a Teresa, en Cheniston Gardens, alrededor de
Kensington High Street. Le propuso entonces presentar currículo en un consulado
de nación sudamericana. Como consecuencia de ello, se vio ante específico
tribunal, que le recordó el proceso de aquel hombre, atraídos los miembros por
el hecho de no contar con cualidades, que decía el otro. Después del examen
inquisitorial, resultó desechada su solicitud; por lo tanto, es preciso trocar
su estirpe y que otro individuo ocupe su sitio, toda vez que el significado es
neto, pese a su complejidad y su austera demarcación. Su pensamiento, empero,
vuela a Verónica, que es guapa y tiene talento; encima, su padre le manda
cuartos, para que no se hunda en tristuras y aproveche el tiempo. Joaquina, en
cambio, se queja del ruido, cuando Sandra, del Caribe, sueña con la celebración
del Carnaval de Notting Hill. Pero el insomnio lo mortifica de nuevo y Expedito
pasa la noche deambulando de uno a otro lado de la populosa ciudad.
Extraño a expresión suprema, en mitad de esta enrevesada
andadura, llena de obstáculos, sin fin de aspiración ni meta sobresaliente,
distinguida desde lejos, en vano horizonte, cuya comba transmite la
interioridad permanente, en su oquedad deslucida, es irrelevante cualquier
atisbo o manera de aproximación al suspiro morboso, apegado a la forma
voluptuosa de la diosa, que se exhibe bajo la sombra del árbol cargado de
fruto, insoslayable y vivaz. De aquí su obsesión con la hermosa Verónica, a
quien contempla arrobado, un día que ella deja abierta la puerta del baño y él
la sorprende en su bronceada piel. Duda medroso, porque ella ha elegido el arma
de su especialidad y entiende que habrá sucumbido al final, pues no bastará la
sangre derramada ni habrá cirujano para restañar su herida. Pero Expedito grita
que la fruta es apetecible, lo que le da pie para quebrar el vínculo familiar,
que considera endeble y distante. Se aparta ya, o cae desflorada por su
pariente lejano. Desasosegado durante la noche, a la mañana siguiente, bien
temprano, Expedito se echa fuera y empieza a andar por calles de Londres, sin
marcado interés ni punto de destino en su imperiosa necesidad, ignorando,
aposta y negligente, las características, tanto históricas como artísticas, así
como el panorama social de la gran urbe. Su objetivo es olvidar el desatino,
así catalogado, en la prolongada caminata a través de la ciudad, pensando que
la culpabilidad se evade de quien huye de sí mismo.
El país fue invadido antes de su inicio como nación de naciones,
primera en suscitar la amalgama costera, donde las olas baten un litoral
rocoso, de vertical acantilado, como rompiente protector de una posible
inundación después del deshielo anunciado. Amanecía, cuando los señores
potentados contuvieron su respiración, por causa de la mengua de sus réditos en
la general deriva del capital invertido para complacencia del Estado. Ignora el
pálido adalid que su importancia radica en haberse opuesto a la sucedánea
compostura de estos que alargan su quimera, por entender madura la mejor opción
para enriquecerse y obtener la gloria de prevalecer en el convite de los
privilegios, colmado de correligionarios, haciendo simples preguntas en la
comedia representada fuera del reiterado escenario, reservado su carril para
provisión del almacén de asuntos enredosos y oscuros. Por consiguiente, apronta
Expedito, conviene pasar desapercibido; mientras, mira de reojo a Verónica,
excusándose ante Joaquina, argumentando que otros vendrán a trazar rayas rojas
sobre su estoicismo y su íntimo concepto de la existencia.
Verónica quedó encantada con Jean François, que la sedujo con aquel poema de Baudelaire, y se la tragó
entera. La sospecha recae en Julio Varela, quien apostrofa a Expedito al reprobar
su acción. Exaltado en su interior, presiente el estigma de cuanto suceso
determina su acucia en la postrimería de una actuación encauzada a la prosperidad
personal, convertido el sujeto en enemigo inexcusable de la colectividad. Salta
de episodio hasta retroceder a su niñez, cuando Zulema le hizo mal de ojo; hoy
se le presenta vestida igual y bella como entonces. Cuando ella lo invita a
bailar, se niega, porque abriga el temor a desfallecer en el preámbulo.
Consciente de su fragilidad, duda en colaborar con la gente, resuelta a luchar
por una emancipación, tal vez correcta, pero no le parece soberana por secundar
dictados de quien hace y deshace a capricho, sin pensar en la ardiente soledad
de aquel que no goza del beneplácito oficial, y pasa la vida escondido en la
urdimbre del entretejido social. Ello ha permitido encontrar un arca perdida,
lo cual ha contribuido a que la cultura tenga primacía sobre las armas; no
obstante, la prensa recoge someramente detalles del conflicto laboral. ¡Te
pasas!, exclama Teresa. Expedito, impasible, lee aquel pasaje del profesor y su
alumna. La misma Joaquina le amonesta por su descuido; él, convencido, expone
su necesidad de amar y ser correspondido. Sin embargo, no es cuestión de salir
por parte extraviada, cuanto todavía conviene atraer la atención sobre
determinados pasajes que dan primor y autenticidad al relato. De este modo, no
habrá antipatía respecto a tantos personajes, de plana vivencia, así como a su
irrelevante trayectoria de exiguo significado.
Hoy se afana en acabar su proyecto de jardín inglés, pese a su
dubitación de sentimiento arraigado, firme en su inclinación por acomodar el
efecto malogrado en su travesía de World’s End, inadaptado a la humedad y el frío
del Támesis. Pero Julio Varela insiste sobre la certeza de su affaire con
Mercedes. Expedito entonces cuenta las peripecias de Jean François y Humberto, durante su proceso en la obra de teatro,
representada en Aviñón, donde Verónica sale de bailarina. En la mansión de las
doce estrellas, la señora marquesa hubo de interrumpir su ceremonia antes de
sonar el carillón de la abadía, donde suele oír misa bien de mañana. Expedito
vio que Verónica se paseaba en el baño con la puerta entornada, y, sin
titubeos, entró al encuentro de Venus desnuda. Más tarde, cuando se recoge
donde duerme, es hombre nuevo. El
resultado fue la caída aparatosa de cualquier creencia, basada en su buena
voluntad hacia el prójimo, sin pensar que el ser se mantiene apegado a sí
mismo, indiferente a la zozobra del otro, por lo que no merece la pena
personarse en dependencias exóticas, donde se cuecen habas de frustración para
administrar a quien ose traspasar el umbral de su inexpugnable sede boreal.
Junto a tanto homeless,
Expedito presencia la operación del robo. Humberto y Juan Francisco estaban
allí, como periodistas de investigación, al tiempo que Julio Varela, después de
mucha indecisión, no quiso participar en el latrocinio. Cierto es que este designio
acaba sin conseguir alcanzar la estrella luciente en los miles de imperios
celestes, donde los querubines cabalgan a lomos de los corceles, en el carro de
Febo, presto a partir hacia ulterior espacio, con el alma en vilo y el deseo
inclinado a la aseveración del personal delirio, al contemplar el alfombrado de
la siembra. Agapito celebra la vuelta de Sandra, erotizante ardorosa, que sueña
quizá su desfloración en isla borinqueña. Mientras, Expedito prosigue sus
desplazamientos en Londres, hasta que aparece Zulema y le pregunta por
Verónica, que continúa obsesionada con actuar, junto a Humberto y Juan
Francisco, en el Royal Court Theatre, de Sloane Square. Sin enojo, Expedito se
aproxima a Sandra y le insta a contar su versión sobre Güímar, los guanches, la
Virgen de Candelaria y la nave posada en las Cañadas, hasta concluir la
auditoría del procurador de esta historia. A un lado de la senda, deja que la
humanidad ruede sobre su inconsciente absurdo; en tanto, trata de recordar
dónde cogió el trozo de alfombra que porta. ¡Calla!, susurra Zulema, junto al
Covent Garden. Desde la hora prima cruza Expedito la ciudad de punta a cabo en
busca de medicamento. Zulema no descansa en su asedio; mas, él sonríe, porque
ante la fuerza de quien combate contra el hado, toda mujer se asusta y huye
veloz de su vera.
El sueño se desvanece y es inadmisible este empeño en memorizar
el informe acerca de una situación, cuyo esmerado análisis pone de manifiesto
su sordidez y truculencia, latente en su interior. Por eso fenece el arrebol de
la rosa, aun antes de abrirse al mundo de su confinada esfera, áspera estima de
su propietario, que azuza al pobre cuidador de su parcela, sumido en la
desdicha de apurar la necesidad de cuantos se oponen a la ampliación de su
negra oferta. Recopila Expedito las experiencias pasadas, y, al caer la noche,
se refugia en una caja de cartón. Zulema viene a su encuentro, intrigada por su
aspecto; él aduce que, de ser escritor, se vería olvidado como el autor de
ciertos libros que salva Don Quijote. Se confunde y pierde vestigio de gestas
que nadie narra; a punto sueña con la belleza de Verónica, y anda a trompicones
sobre las peripecias de Julio Varela y Teresa. Cuando desciende a Belgrave
Saquare, Zulema surge frente a él, que se dirige al Instituto Cervantes; en
inquisitivo aparte, ella pregunta si tiene cabida. Al dejar Victoria Station,
Zulema le exige escuchar la voz de su conciencia, a lo que él asiente
resignado. Deduce de ello que habrá cambio de aguas antes de sentarse a oír los
embustes implantados a través de las ondas de una emisora adulterada, puesto
que toma lo acaecido desde una perspectiva de justicia grata, cerrando los ojos
a la realidad, para no caer en el desconcierto de las almas sufrientes, donde
la imagen está prendida de un alfiler, que apenas se clava en la solapa, ya que
el clamor proferido dispensa aire a la lucha por el abnegado bienestar, a
instancias de una versión alternativa al acontecer histórico que el mundo
trama. Expedito, sin embargo, en cuanto hombre pacífico, no intimida ni ruega,
que ha optado por salir de noche, como las aves nocturnas y quienes vagan disfrazados
tras el velo de la plena oscuridad. Así, dueño de espíritu feble y abatido,
desea terminar su recorrido en Londres, y cansino se encamina a solicitar
visado de gracia en la Embajada.
SERVENTÍA
Obra: E.18
(a.106)
José Rivero Vivas
San Andrés, Tenerife.
Junio de 2017
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