¿POR QUÉ SE OLVIDA LA POBREZA QUE HAY EN ESPAÑA?
CARLOS ELORDI
Según el
Instituto Nacional de Estadística, 13 millones de españoles se encuentran en
riesgo de exclusión social porque carecen de ingresos o porque los que perciben
son insuficientes para atender las necesidades básicas. El último informe de
Cáritas confirma ese desastre, añade que la situación es particularmente
dramática en algunas regiones, a la cabeza de ellas en Andalucía, y pide un
salario social que costaría 2.000 millones para atender con urgencia los casos
más desesperados. A la luz de esas y de otras muchas cifras que abundan en la
misma dirección, está claro que la pobreza y la fractura social constituyen el
mayor problema económico, social y hasta moral de este país. Y, sin embargo, el
asunto aparece sólo tangencialmente en la campaña electoral en curso.
En más de un
programa de los partidos concurrentes figuran medidas destinadas a paliar esos
problemas. En el de Podemos-IU de manera más amplia y precisa que en ningún
otro. Este viernes el PSOE ha concretado sus propuestas. Pero en el debate
electoral al que asistimos día tras día, no pocas veces con espanto, la pobreza
que asola a amplios estratos de la población española es la gran ausente. Se
hace como si no existiera. El PP da un paso más y promete que en un par de años
bajará los impuestos si gobierna. Es decir, confirma por adelantado que el
Estado dispondrá de menos dinero para hacer frente a la emergencia social.
Cuando el gasto en ese capítulo no ha dejado de descender desde que Mariano
Rajoy está en La Moncloa. Y si no que se lo pregunten a los parados que no
perciben subsidio alguno. Que ya están muy cerca de ser la mitad del total,
buena parte de ellos de larga duración.
La desfachatez
de la derecha resulta agravada por la noticia reciente de que en 2015 disminuyó
la recaudación fiscal. Como era de esperar, dadas las rebajas de impuestos
decididas por el gobierno y por la plena vigencia, sin recorte alguno, de las
muchas exenciones y subvenciones fiscales que están vigor en nuestro país, no
pocas de ellas totalmente injustificables. Pero con todo y con eso, tales
cuestiones no están en la primera línea del debate político.
Tales olvidos
no pueden ser casuales. Más bien hay que pensar que son decisiones de los
estrategas electorales. Pero, ¿por qué dejar de lado la pobreza y la fractura
social si todas las encuestas, y particularmente las del CIS, indican que una
mayoría abrumadora de españoles es consciente del problema? Sólo cabe una
explicación: que esos estrategas, o cuando menos los de los grandes partidos,
consideran que mucha gente cree que por muy grave que sea, y aunque incluso
ella misma lo padezca directa o indirectamente, ese problema no tiene solución
política. Algo así como que la pobreza es una plaga que nos cae del cielo y que
no hay más remedio que convivir con ella, cada uno apañándoselas como pueda,
hasta que un día ese mismo cielo decida acabar con ella.
Tal fatalismo,
imposible de cuantificar a la luz de los datos disponibles, pero que
seguramente no es pequeño, cuadra muy bien con las actitudes de buena parte de
los españoles hacia la acción política y hacia la democracia misma. Que se
caracteriza por un distanciamiento hacia las mismas, como si no fueran asuntos
que en los que también ellos deben implicarse. Ese rasgo nos ha diferenciado
siempre de los países de mayor tradición democrática. Cuarenta años de
franquismo no pasaron en balde. Y la baja participación en la política por
parte de la mayoría de la ciudadanía durante los años del asentamiento y
desarrollo de la nueva democracia no propició un cambio sustancial en ese
capítulo.
La situación se
ha modificado en los últimos años. El 15-M es la más clara expresión de ello.
Pero los electorados que siguen vinculados a los partidos tradicionales siguen
siendo proclives a no pedir más a sus dirigentes en estos asuntos, sobre todo
si existe el riesgo de que una acción decidida contra la pobreza puede afectar
a sus intereses individuales, por vía de mayores impuestos o de un recorte de
los beneficios del Estado social que ellos perciben.
Los electores
del PP se conforman cuando Mariano Rajoy les dice que la pobreza se reducirá
con más crecimiento económico. Cuando las cifras confirman que eso es
totalmente falso: el ingreso medio anual por hogar y por persona cayó un 0,1 %
en 2015, un año en el que el PIB creció un 3 %. La pobreza y la desigualdad son
males que vienen de antes y que la crisis ha enquistado en la estructura social
y económica y que los salarios de miseria que hoy percibe cerca de un tercio de
la población laboral no van a resolver. Hace falta una acción política
específica y de gran envergadura para hacerles frente. Pero esa necesidad no
aparece en el debate electoral de estos días.
El otro
argumento que se esgrime para disuadir a quienes, como Podemos-IU, piden
iniciativas muy firmes en esa dirección es que la política económica de la UE,
no va a permitir alegrías en esa dirección. Es pronto aún para valorar si ese
impedimento, que sin duda ha existido desde 2010, va a ser redimensionado en un
futuro como consecuencia de la crisis profunda que padece la UE y que puede
agravarse mucho si los británicos deciden abandonarla ese 23 de junio: una
posibilidad que los sondeos han vuelto a consolidar en los últimos días.
Lo que sí se
debe hacer ahora mismo es proponer una política contra la pobreza por la que
habrá que luchar también en Bruselas. Y lo de que ya se sabe cómo le fue a
Grecia por intentar algo parecido no vale. Porque las condiciones españolas son
sustancialmente distintas de las de ese país. Porque España tiene margen para
esa negociación. Y porque no hay más remedio que dar esa batalla.
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