CAMERON SE PEGA UN TIRO Y EUROPA SE DESANGRA
JUAN CARLOS ESCUDIER
JUAN CARLOS ESCUDIER
La democracia, a
veces, es una ruleta rusa que en el caso de Reino Unido le ha pegado un tiro a
David Cameron a la altura de la sien y lo ha puesto todo perdido. La culpa del
desaguisado no es de la democracia, que está para ser ejercida, ni de los
británicos, a los que se dio la posibilidad de elegir y apretaron el gatillo,
ni siquiera de los eurófobos, que han vuelto a demostrar que la razón tiene las
de perder cuando sólo se apoya en el miedo y en el dinero. Los responsables son
quienes deliberadamente han ido llenando el cargador de balas. Difícilmente se
podrá eliminar semejante mancha de la alfombra.
Sería injusto
atribuir las culpas de este dramático divorcio a Europa, fundamentalmente
porque esa Europa con la que se creían casados los británicos y cuya poligamia
en el continente ahora se pone en entredicho, nunca ha existido. El mapa de
Europa es geográfico pero no político, y ello porque sus pretendidos
constructores se olvidaron de añadir al cóctel un ingrediente del que dispone
cualquier país por insignificante que sea: el pueblo. Así, lo que empezó siendo
un sueño ha degenerado en bostezo o en pesadilla, según los casos, y hay quien
ha decidido cambiar de canal cuando le han dejado a mano el mando de la tele.
Antes de la crisis,
la supuesta construcción europea era ya un esperpento, hasta el punto de que
sus pretendidos ciudadanos se enteraron un buen día por la prensa de que tenían
un presidente que se llamaba Von Rompuy y una superministra de Exteriores,
Catherine Ashton, que de relaciones exteriores no sabía un pimiento pero era
baronesa. En eso consistió la refundación democrática de Europa, donde se quiso
colar de matute una supuesta Constitución que no llegaba ni a las cartas
otorgadas de las monarquías absolutas y que, tras el rechazo en referéndum de
Francia y Holanda, se volvió a poner al fuego. Recalentada, llegó a la mesa
como un simple tratado. En un notable ejercicio de surrealismo, lo que debía
ser la casa común de todos se edificaba sin preguntarle a sus moradores donde
querían colocar los dormitorios.
Con la crisis, el
desmadre fue colosal. De entrada, sus efectos se trasladaron directamente a los
ciudadanos, que tuvieron que soportar en sus propias carnes el paro, la
precariedad y la pobreza mientras resultaba evidente que los burócratas de
Bruselas, que eran quienes debían haber evitado que el sistema financiero fuera
una bomba de relojería que al estallar hizo saltar todo por los aires, estaban
jugando al Monopoly. De aquella promesa de Sarkozy de refundar el capitalismo y
acabar con los paraísos fiscales aún nos estamos riendo.
¿Para qué servía
una Unión que era incapaz de guarecer a sus ciudadanos del vendaval de una
crisis que ellos no habían provocado y que directamente presumía, como en el
caso de Grecia, de imponer durísimas condiciones a sus víctimas? ¿Qué hacía
Europa cuando las dificultades de financiación ahogaban a muchos de sus
estados? Lo que se pudo comprobar sin ningún género de dudas es que lo que se
llamaba Europa era en realidad un conglomerado de vasallos que debían
obediencia a Alemania y a su canciller. Fue Merkel quien impuso una insensata
política de austeridad a sus socios, la que se vistió de hormiga para denunciar
lo cigarras que habían sido algunos países, fundamentalmente los del sur,
obviando que en lo que realmente nos habíamos excedido era en comprar tantos
coches alemanes y en asumir los costes de la reunificación alemana sin decir
esta boca es mía.
El método de azuzar
la insolidaridad y prometer que los contribuyentes alemanes jamás financiarían
el desenfreno de otros tuvo enseguida adeptos, mientras prendía en el norte de
Europa un sentimiento de xenofobia y resurgían los nacionalismos. El terreno
estaba abonado. La incapacidad europea para poner freno a la exclusión social y
para defender el estado del Bienestar, su principal seña de identidad en el
mundo, alimentó el odio hacia los extranjeros e inmigrantes, a los que desde
algunas clases populares se identificó como los responsables de su situación.
Por si todo esto
fuera poco, Gran Bretaña tenía sus propias circunstancias, especialmente el
exacerbado chovinismo de buena parte de la población inglesa –la que ha
inclinado la balanza hacia el Brexit- que ya desde la escuela aprende que son
los reyes del mambo, gente especial que puede mirar al resto de europeos por
encima del hombro, tipos superiores como ya se puso de manifiesto en las dos
guerras mundiales. Ha bastado activar este resorte y el de la supuesta
vampirización de la que son objeto por la periferia europea y sus emigrados
para darle a Cameron un tiro de gracia que ya desangra a Europa.
Las consecuencias
son imprevisibles, empezando por el propio Reino Unido, que puede dejar de
serlo si finalmente Escocia intenta cumplir su amenaza de repetir el referéndum
de independencia e Irlanda del Norte sigue sus pasos. En el continente, la
ultraderecha francesa y holandesa se han apresurado a pedir que sus países
sigan esa misma senda, una vez constatado que el invento de la Unión Europea no
es irreversible. Faltaba Margallo que, ajeno al terremoto del Brexit, de las
tremendas consecuencias económicas y aun políticas que tendrá para España y sin
una camisa de fuerza cerebral a mano, que en su caso tendría que ser de uso
obligatorio, ha proclamado lo siguiente: “Una bandera de España en el Peñón de
Gibraltar está mucho más cerca”. Cada loco con su tema.
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