ESTIMULACIÓN
JOSÉ RIVERO VIVAS
He vuelto a
Londres, ciudad para mí efervescente, que es eclosión de vida en el exterior, y
supongo ha de ser asimismo intensa en el interior; pero no estoy al tanto de su
dominio y sería vana la mención. El caso es que vuelvo a pisar su suelo, aunque
apenas atravieso su radio por falta de medio que me permita el traslado de un
lugar a otro en dilatado perímetro; pero es sin duda vivificante el hecho de
transitar sus calles, sus plazas y avenidas, captar su ambiente y admirar el
suave contraste de su arquitectura, que combina lo viejo y lo nuevo, en sabia
concordia, nada ofensiva para la sensibilidad del londinense ni del visitante
que alborozado arriba. Prosigo, embriagado de encomio, mi ronda hasta el
Támesis, para ver su curso, marea arriba y abajo, rebosando voluble sus
pronunciados meandros; así, en desplazamiento constante, logro fruir el éxtasis
de aspirar su aire, cargado de polen, merced a tanto árbol, tanta planta,
tantas flores, en sus fantásticos squares,
sus jardines esplendorosos y su exuberante floresta en el seno de sus patios. Ello
me anima a recorrer infinidad de sitios, cual de joven hacía, que andaba
trechos insalvables, alentado por la curiosidad y el ansia de aplacar mi sed en su fuente inagotable de enjundia
primorosa, pródiga en acabado perfil de sus indelebles formas.
¡Me duelen
las manos, solía exclamar, de lavar platos horas interminables! Era la
profesión caída en suerte, puesto que me proporcionaba nutrición, vestimenta,
alojamiento y algún penique para salir de juerga como un potentado. No significaba
conformismo a mi cuenta, pero de natural confiado y agradecido, ante mí he
constituido único testimonio de fortuna; escasa, es verdad, pero evidente para
superar el hambre, la miseria y la congoja que esta situación comporta.
Suponía, además, un reto mantenerse digno, sin recurrir a sustancias bajo cuyos
efectos se deja de ser uno mismo, y yo quiero ser quien soy: nadie ni nada en
este mundo, donde los insaciables unen sus fuerzas contra el desdichado.
Transmitida
esta opción, destinada a la memoria de quienes bregaron calladamente hasta ser
elevados a la categoría de esclavos libertos, presumiendo de finos por llevar
cuello y corbata frente a cualquier oriundo de distinta región del planeta,
surte su atención, la ciudad bendecida, cual señuelo refrescante y cómplice en
quimera, conforme aduce el litigio, a tenor de estos renglones portentosos
sobre las musarañas afincadas en la estratosfera, parapetada su enseña tras la
luz y el humor de ser perseguido a través del espacio de fatalidad, lo que hace
posible su naufragio al cabo de una zozobrante travesía de casa al trabajo y
regreso al anochecer. Pero persisten los excluidos en hallar refugio en la gran
ciudad porque, en opinión de los filósofos, acoge y abriga a quien se siente
extraño en un circuito limitado, nada extenso, donde se sufre la mirada
inquisitorial, aun involuntaria, del foráneo, del vecino y de sus parientes,
próximos y lejanos.
Después del
tiempo transcurrido, se exige ahora aprender el canto armonioso de las aves
migratorias, antes que el invierno cierre sus fronteras y entonces no escape
ninguna al rigor impuesto, porque la comisión no llega a tiempo de frenar las
nubes en su recorrido, ni se siente el individuo en su gestión empecinado,
tratando de ignorar las condiciones desplegadas alrededor de la mampara
instalada en invariable expresión de orgullo patrio, lo que impide apreciar el
proyecto de una zanja abierta más allá de los plenos extraordinarios, junto a
las palmas que indican el anuncio forjado, en aparte secreto, tras la sanción
imputada al hacedor de feria por ostentar un fanal de rota inconsecuencia.
Pronto
llegará al manto cívico el infeliz contingente de aquellos que ocultan el
rostro entre sus manos para no vulnerar la impasibilidad de quienes osan no
reponer su fuente de vida, por privación de riqueza que provea bienestar y
respiro al solo reclamo de unos que residen de espaldas a la pregunta,
formulada en lógica parcial, acerca del somero asunto desdado, por cuanto se obvia
en conjunto la frágil prontitud dilecta. Se trata, anuncia el portavoz oficial,
de un préstamo provisional, a fondo perdido, como en la vida misma, donde unos
generalizan su precaria perseverancia en aras de un reino hosco y tenebroso,
aunque a veces aparece como taza de plata, de ondas serenas y matización glauca.
Londres,
con su embrujo, atiza mi hoguera y con ella crece mi entusiasmo por continuar
en este empeño de hacer letras, para nadie, para nada, por el placer de
contarme a mí mismo miles de anécdotas urdidas durante mi incesante deambular
por una y otra vía, sin pretensión de genio ni de artista maldito, arrinconado
en soledad hiriente, despojado de hálito y sin asomo de esperanza para salir a
flote en este ahogo de mar alta. Puede que en mis narraciones no se perciba
atisbo de interés, por lo cual permanecen mudas, pese a su recio contexto,
acaso exultante, de grito y mordaza, acierto y desidia, apatía y ruptura. Sin
embargo, algo ignoto me impulsa a mantener mi ritmo creativo, en estado puro, puesto
que no existe aplicación tutelada por objetivo alguno que me mueva a
satisfacción en la búsqueda de incentivo revelador del gozo inefable de la
creatividad por sí. No obstante su diáfana premisa, todo se ha de perder un
día. Seguro. Pero, ¿qué más da? Escribo por el placer de hacerlo, y es aquí, en
Londres, envuelto en su bruma y su misterio de urbe fabulosa, seria y discreta,
y, al punto, jubilosa y festiva, en su empaque y finura, donde se activa mi
fuerza y mi producción incrementa.
Con los
años, la joven idílica, habrá de plantar un pino, mediante el cual pondrá en
aura vertical cuanto hoy rumia y teje acorde con su edad. Su acción, empero,
supone retroceder en el tiempo, cuando el mundo creía que el foco publicitario
pertenecía también al desarrollado programa en proceso. El lector, a su
arbitrio, imagina el contenido de sus páginas -ignoro si hago alusión al
filósofo alemán-, pero desconoce a ciencia cierta el fondo de su conversación,
monólogo ingenuo o relato incontrolado, sobre la vida del cantor, cuya
dedicación va por delante de la traza victoriosa y, con el viento contrario,
apenas lo salpica el agua cuando la ola estalla sobre la arena y su esponjosa
espuma, blanca de sal, resbala hasta la orilla. Lo paradójico es que según
pulsa la tecla del ordenador, sale en volandas, como estrella de cine, mientras
los demás guardan silencio, aunque muchos se aproximen a la tribuna, instalada
en parque al norte orientado, con ganas de emitir su dubitación o certeza, en un discurso nada secreto ni
hermético, de mensaje claro y conciso, solvente sencillez y pleno de buenos
deseos, nítida sintaxis concatenando su cúmulo de vocablos, tal vez repetidos a
lo largo del sinuoso sendero, sin contrahechura ni martingala, transparente
para el respetable público, que intrigado mira al orador, sin asir el motivo de
su invectiva contra sí mismo y su díscola actitud ante la existencia.
Hay,
actualmente, quien renuncia a oír tanto clamor alabando el buen hacer de esta
chica estupenda, todavía adolescente, lanzada en misil a los diferentes mundos
que integran el orbe conocido. Mohíno y cabizbajo, intenta sosegar su
desaliento, y, sin propósito determinado, se vuelve a un cartel que anuncia la
conmemoración de los cuatrocientos años de ausencia física de William
Shakespeare, cuya efigie aparece sonriente, con su veredicto en mano, mirando
afable a sus epígonos, a quienes muestra su gratitud por tanto comentario
vertido, loando su figura y su obra, forma sutil de cobrar relevancia al
rescoldo de su llama inextinguible. Entre tanto personaje de superior
dimensión, posé mi vista sobre Hamlet, no por ser príncipe, sino por cuanta
tortura en su adentro refleja su rostro, absorto en incertidumbre, síntoma
inequívoco de la tremenda duda que corroe su entraña. Mi pensamiento voló a la
persona de firme determinación, jefe de Estado, o de empresa, que con su
decisión salva a unos y a otros condena, precepto que en mi ser no arraiga ni
en escueto bosquejo.
En ángulo
alterno, sobre fondo desvaído, corroborando su ausencia, también de cuatrocientos
años, alcancé a ver la imagen de Cervantes; junto a él, en paisaje vívido,
brillaban flamantes las figuras de Don Quijote y Sancho; ambos asendereaban
hacia las estribaciones de una sierra de ubicación incierta. De pronto vino a
mí lo meditado una noche de insomnio: El éxito de un personaje radica en
dotarlo de algún aspecto, valor o virtud, que todo el mundo desea tener, aun
cuando su conducta se muestre en contradicción con la magnanimidad y nobleza
del Andante Caballero.
La doncella,
en efluvio, a imperceptible jornada, objetó:
-Tus
personajes, en cambio, son de trayectoria plana, que obstinados reivindican su
hambre de ser.
De
inmediato opuse:
-No; ni eso
siquiera. Viven bien en su no-ser.
Ignoro si
esta mujer, en su ficción, aborda la variedad de héroes en esquema, como
aquellos hombres, justicieros y valientes, en la dureza del Far-West, en lucha
desigual por la defensa de algún desprotegido en frente nimio, resultado
nefasto de experimentar las deplorables circunstancias surgidas al azar. De modo
que, cuando la aurora se insinúe entre montañas que circundan la chabola, convertida
en mansión tras gesto altruista de los bien pensantes, iré a coger un manojo de
rosas y dos de siemprevivas, para componer un ramo de penetrante aroma y
singular hondura.
*
He vuelto a
Londres, gracias a Carmen, que es Basilisa, quien me acompaña siempre, aun
antes de nuestra unión oficial en Hammersmith Town Hall. Leal y generosa, de
inaudita firmeza, procura hacerme la vida llevadera, y, como gran proveedora,
encarecidamente la proclamo mi auténtico mecenas. Desde principios de este
siglo, inicio de milenio, compartimos estancia en Richardson’s Mews, donde he
escrito cierto número de obras; algunas de ellas localizadas en partes de esta
ciudad; otras, convalidan su referencia, en simpático ritornelo, que en luenga
distancia activan mi recuerdo y en pie mantienen mi anhelo de imperecedero
retorno.
Agradezco
estar en Londres por reanudar mi interrumpido paseo, aunque ya no vaya lejos al
encuentro de lo imprevisto. Falto de energía y de medios, apenas doy una vuelta
por esta Fitzrovia encantadora, colmada de historia y de simbolismo, con pasado
y presente llenos de significado, seductor emporio de almas señeras, que ayer
lucieron su original equipaje de tirante mandil y quebrantado sueño. Trocado en
realidad, con el transcurso de los años pasaron algunos, en su diversa
actividad, a ser faros luminosos de irrefutable identidad y palmaria
excelencia; ello me lleva a conjeturar que su leyenda existirá recogida en páginas
de específica novela en la suma de una célebre escritora, astro fulgente de la
pléyade en boga.
Así que, sin
dejarme afectar por la pesadumbre, continúo adelante, como antes hacía, mirando
al albur cuanto sucede en torno. En la terraza del pub, que no es de mi frecuencia
y acaso sea un desacierto, contemplo genuinas deidades, de sublime anatomía, cuyo
desdén es manifiesto cuando, en el cruce fortuito con el ajeno, arrugan su
nariz y pasan esquivas; pero, desechado el destemple, su halo exquisito invita
al sueño y la fantasía. Todo me incita a prolongar infatigable mi sugestivo
itinerario, aunque el horizonte se estreche a pasos que me obligan a detener mi
avance, por lo que esta marcha suena a cansina holganza con ida preventiva, que
en lo transitorio se difumina la emoción y esta impronta incorpora indefectible
llegada, con lo cual no será concluyente la despedida mientras mi espíritu, sin
pereza ni recelo, haya de fluctuar en este ámbito, que libremente concibo de
mágico ensueño.
Queden pues
protagonistas y espectadores pendientes del firmamento cuajado de estrellas en
escenarios, estadios y pasarelas. Brillen en su cátedra rectores, profesores y
conferenciantes. Fulguren actores, músicos, escritores y poetas, al lado de
compositores de imponderable estima. Procedan en acentuar su elegancia y alto
linaje gente de todos distinguida: Cámaras del Parlamento, Nobleza, Monarquía,
Familia Real y su Graciosa Majestad. Con todo, Londres se erige en ciudad
esencialmente mítica, por cuanto, en anonimato, es grandiosa su reserva.
José
Rivero Vivas
Londres,
mayo de 2016
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